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Las golpizas públicas de policías a cubanos de todo el país, lo mismo en fiestas populares que en detenciones rutinarias, podría no ser tan mala noticia como parece. Y antes de que el lector me desee una de esas mismas golpizas por atreverme a decir eso, le pido lea tres párrafos más.
Porque las golpizas policiales en Cuba no son un fenómeno recién aparecido, no es un nuevo problema que sumar al flamante catálogo de problemas patrimonios nacionales, pero que lo hagan con semejante descaro y desparpajo, a la vista pública, sin el recato de otrora, podría ser un error garrafal. Irreversible.
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Uno de esos fallos de cálculo que llevan a un mecanismo que parecía indestructible, invencible, a colapsar como un pobre castillito de naipes. La brutalidad policial de estos días me late que va a ser ese error. Marquen mis palabras.
Desde que tengo -tenemos- conciencia, las historias de palizas inhumanas en cárceles, calabozos de sectores provinciales de PNR, salitas de interrogación, y cuanto sitio oscuro ha tenido el aparato represor cubano a su alcance, ha sido vox pópuli. Pero no lo veíamos. Solo alcanzábamos a escucharlo de la voz de sus víctimas.
Las heridas hablaban. Las cinturas paralíticas denunciaban los abusos a falta de videos que los probaran. Recuerdo la primera vez que vi el cuerpo y los pómulos de Ariel Sigler Amaya: todo ese amasijo de huesos era un mapa perfecto de la tortura.
Pero lo hacían en la sombra. Ahora no. Y esa es una excelente noticia.
Porque la gran noticia sería que nunca lo hicieran, ¿verdad? Sería que dejaran de partir huesos y mandíbulas. La noticia que quisiéramos dar sería que los cuerpos policiales cubanos por una vez, por una miserable vez, fueron aliados del pueblo y no sus verdugos. Pero esto es una canción de cuna que no me puedo permitir a estas alturas: pedirle a una dictadura que no sea dictadura, que no mate o golpee o encarcele o reprima, es pedirle a aquel alacrán de la fábula rusa que no clave el aguijón a la rana que lo ha salvado de la inundación. “Es mi naturaleza”, respondió el célebre alacrán. Es la naturaleza de cualquier dictadura ser nauseabundamente cruel.
Entonces, si van a reprimir, al menos es buena noticia que lo hagan en público. Me permito un uso fugaz de sus vocablos: “Desde aquí, yo les exhorto a seguir cumpliendo con su deber de esa encomiable manera”.
Porque se nos dichavan como nunca pensamos que serían capaces de hacerlo. ¡Cómo se nota que el cerebro tenebroso, el papá de los dictadores astutos, se partió al medio hace rato y tiene incomodidad eterna en su pedrusco santiaguero!
Fidel Castro tuvo un tino casi perfecto en esto. Bajo su mando, las golpizas se daban en las catacumbas. Hasta a las Damas de Blanco se les arrestaba por la fuerza, pero se evitaba golpearlas directamente. Él sabía que cada videíto clandestino de un policía pateando la cara de un cubano desarmado, sin amagos de violencia o resistencia, al que le han maltratado desde los derechos hasta la bicicleta, era un dardo venenoso a la obediencia popular.
Fidel Castro sabía que cada una de esas grabaciones donde los enclenques policías cubanos usan a sus pastores alemanes para morder a los mismos ciudadanos que deberían proteger; cada grabación de un abuso de cuatro o cinco uniformados contra un hombre que a veces ni resistencia les ofrece, equivale a un ejército de cubanos viendo esas imágenes en sus casas, en sus computadoras, y preparándose casi inconscientemente para el momento en que le toque a él.
Y la conciencia humana es un jodido misterio: el hombre le teme más a una abstracción que a un peligro concreto. Los cubanos le han temido a su dictadura porque no la ven. Cuando esa dictadura cobre cuerpo -como lo está cobrando en esos mamarrachos disfrazados de policías- el miedo será el que se irá corriendo. Y ahí veremos a cómo tocamos.
Ellos, los del bastoncito en la cintura, se están comiendo el millo. Y yo insisto en que es una magnífica noticia. Porque se lo están comiendo en público. Sea por orden de arriba o por relajamiento, por confianza en la pendejada popular. Y ahí, justo ahí, en esa curvita, están depositadas mis esperanzas: las de un tipo que casi las había perdido por completo.
La brutalidad de manoplas y llaves de asfixia desplegadas contra la marcha alternativa de la comunidad LGTBI, y la brutalidad que mostramos en CiberCuba cuando desmayaron a un pobre diablo en los frentes del Gran Hotel Manzana Kempinski, y la brutalidad que hemos ido viendo crecer día a día frente a nuestros celulares en los últimos meses, es una aliada sangrienta pero en última instancia útil para la causa democratizadora de Cuba.
Ni los organismos internacionales (usualmente émulos de Shakira: brutos, ciegos, sordomudos) ni el puñado de cegatos que todavía quedan en Cuba con la Revolución por los humildes y para los humildes, podrán desentenderse muy fácilmente del peso de esas imágenes.
Y una noche, o una tarde insignificante, la bofetada de uno de esos espantajos con bigotes y pistolas rijosas al cinto, será el pistoletazo de salida para la verdadera revolución que algún jodido día tiene que acabar de llegar. La revolución de los cubanos humillados, o los cobardes, o los dormidos, o los pacientes, que un día por fin dijeron basta…y echaron a andar. Pero andar de verdad, sin vuelta atrás.
Marquen mis palabras, de verdad. Esas palizas policiales, abominables, cobardes como todo esbirro que dedica su vida a proteger tiranías, esas patadas impunes de estos tiempos algún día se estudiarán en los libros que cuenten la historia del cambio. Y hasta les dedicaremos algún agradecimiento. Recuerden que hoy lo dije.
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