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Entre 1880 y 1895 José Martí vivió en Nueva York. Entró y salió de la ciudad por diversas cuestiones durante algunos períodos, pero cuando estuvo en ella hizo vida social y la reflejó en su obra literaria.
Específicamente en noviembre de 1890 Martí asistió a una función en el teatro Eden Musée de Nueva York. Se presentaba allí una bailarina gallega -y digo mal- divina. Se le conocía como La Bella Otero, era cortesana y artista.
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Una infancia marcada por la pobreza extrema y la violencia
Carolina Otero era su nombre artístico y Agustina el real. Era natural de Galicia, de un pequeño pueblo llamado Valga, en Pontevedra. De allí huyó con solo 12 años tras ser brutalmente violada.
Agustina se abrió camino danzando y conquistó los escenarios franceses y los corazones de hombres poderosos que pagaban por sus encantos. Su fama como bailarina creció y llegó el momento de presentarse en New York, la “capital del mundo moderno”.
La Bella Otero seducía a todos a su paso
Existe una controvertida lista de hombres que se quitaron la vida por no alcanzar el amor de la Bella Otero. Ejercía una influencia tremendamente seductora en ellos, pero su corazón era frío. No se involucraba y llegó a declarar: “He sido esclava de mis pasiones, no de los hombres”.
Entre sus amantes algunas fuentes señalan a los reyes Leopoldo II de Bélgica, Alfonso XIII de España y hasta a Nicolás II, el zar ruso. Además, fue musa para los pintores franceses más relevantes de su tiempo, Renoir y Toulouse-Lautrec.
La función de La Bella Otero en Eden Musée
Se dice que el talento de Carolina fue descubierto por el empresario estadounidense Ernest Jurgens tras verla actuar en Marsella. Tenía 22 años al momento de presentarse en Nueva York y deslumbrar, entre muchas personas, a José Martí.
Entre los artículos consultados para este texto hay uno que se atribuye a Norka Korda que me conmovió especialmente, pues se refiere a la perspectiva en que Martí observó a La Bella Otero y dice “… Él vio a la artista donde todos buscaban a la mujer”.
Un cierre profético para un poema
La función presenciada por Martí fue inmortalizada en su poema X de la colección Versos Sencillos, aunque se le conoce a dicho poema por el título “La bailarina española”. En sentidas palabras consigue contraponer el momento histórico que vivía y el deleite por el arte que había presenciado.
“La bailarina española” no es un poema de amor o lujuria, sino una cuidada recreación de un instante inolvidable, de esos que tenemos todos alguna vez en la vida, pero que solo un gran poeta sabe contar.
La Bella Otero, a los 40 años, decidió retirarse a la ciudad de Niza donde murió en 1965. Terminó su vida sola y pobre, en un escondrijo del mundo, oscuro y triste como aquel del que salió. Volvió fosca a su rincón, “el alma trémula y sola”.
Versos Sencillos: Poema X
"El alma trémula y sola"
El alma trémula y sola
Padece al anochecer:
Hay baile; vamos a ver
La bailarina española.
Han hecho bien en quitar
El banderón de la acera;
Porque si está la bandera,
No sé, yo no puedo entrar.
Ya llega la bailarina:
Soberbia y pálida llega;
¿Cómo dicen que es gallega?
Pues dicen mal: es divina.
Lleva un sombrero torero
Y una capa carmesí:
¡Lo mismo que un alelí
Que se pusiera un sombrero!
Se ve, de paso, la ceja,
Ceja de mora traidora:
Y la mirada, de mora:
Y como nieve la oreja.
Preludian, bajan la luz,
Y sale en bata y mantón,
La virgen de la Asunción
Bailando un baile andaluz.
Alza, retando, la frente;
Crúzase al hombro la manta:
En arco el brazo levanta:
Mueve despacio el pie ardiente.
Repica con los tacones
El tablado zalamera,
Como si la tabla fuera
Tablado de corazones.
Y va el convite creciendo
En las llamas de los ojos,
Y el manto de flecos rojos
Se va en el aire meciendo.
Súbito, de un salto arranca:
Húrtase, se quiebra, gira:
Abre en dos la cachemira,
Ofrece la bata blanca.
El cuerpo cede y ondea;
La boca abierta provoca;
Es una rosa la boca;
Lentamente taconea.
Recoge, de un débil giro,
El manto de flecos rojos:
Se va, cerrando los ojos,
Se va, como en un suspiro...
Baila muy bien la española,
Es blanco y rojo el mantón:
¡Vuelve, fosca, a su rincón
El alma trémula y sola!
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