Che Guevara, la línea del asesino

Qué hubiera sido de la Revolución si el Che no hubiera muerto tan tempranamente, solían preguntarse en alguna charla. De niños habíamos sido infestados con el germen perenne de la adoración.

Ernesto Guevara de la Serna, alias Che © Wikipedia
Ernesto Guevara de la Serna, alias Che Foto © Wikipedia

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Este artículo es de hace 5 años

Cualquier mito puede derribarse fácilmente, tan frágiles son como la memoria. Pero las viejas ilusiones tardan en morir. Hace unas noches en que el sueño no me vencía, pensaba en qué haría del Che Guevara un asesino.

Hay algo detrás del hombre que mata, atado a él como una sombra hay una idea, un remolino en la conciencia que tira del gatillo, o que brinda el pulso suficientemente firme para apuñalar o estrangular. Ese clic cerebral o esa enajenación no tienen que llegar en realidad tras un sinfín de motivos. Las personas matan por odio, el odio tiene muchas traducciones: venganza, instinto de conservación, deber patriótico, revoluciones, todas estas razones encierran una semilla de odio.


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Pero, luego, qué distingue al hombre que mata de un asesino vulgar, si al final comparten un mismo hilo conductor. Yo, como muchos otros por el mundo, acogía la imagen del Che. Cuando no tenía nada que colgar en una pared vacía (me negaba rotundamente a seguir el consejo de exponer mi título de periodista), desmonté un marco y encuadré la icónica imagen del guerrillero más universal: Fidel Castro nunca pudo reducir el efecto de que el símbolo mundial de su revolución fuera un argentino. Ahí mantuve aquel rostro impávido que Korda capturó durante los sucesos de La Coubre. La foto le transfería esa grisura a la habitación, sentía su gravedad en mi frente cuando tecleaba.

Era un tipo muy bonito, había dicho la mujer que me regaló la impresión. Yo asentí, el fulgor en la mirada le daba un aire atractivo y, por añadidura, del guerrillero se dice que dominaba el francés. Había recibido a Sartre y Simone de Beauvoir, precedido por una fama de ávido lector. También dio señas de amor filial en un texto conocido como La piedra, si bien todo eso podía encajar en el perfil mental de un psicópata.

Para mi adolescencia, el Che significaba rebeldía, una cualidad perfectamente atribuible a esa etapa de la vida. Mis amigos roqueros, aun sin saber el nombre completo del argentino, llevaban su cara en las prendas de vestir y yo tiempo después me sumé a la moda: en un país de tanta inconsistencia y fragilidad, el carácter del Che era un islote de hierro en el óvalo de un colgante, una figura que mostrar orgullosamente sobre el pecho.

“Cuando la juventud de Estados Unidos y Europa occidental se sublevó contra el orden establecido denunciando la guerra de Vietnam, sus prejuicios raciales y su ortodoxia social, la mirada desafiante del Che se convirtió en el icono definitivo de su revuelta entusiasta, aunque en gran medida vana”, escribe el periodista Jon Lee Anderson.

“¿Quién era ese hombre que a los treinta y seis años había abandonado a su esposa y cinco hijos, su ciudadanía honoraria, su puesto de ministro y grado de comandante en la Cuba revolucionaria con la esperanza de iniciar una «revolución continental»? ¿Qué había impulsado a este hijo de una familia aristocrática argentina, con título de médico, a tratar de cambiar el mundo?”, apunta el mismo autor.

Para evitar un escándalo familiar, —señala el norteamericano— la fecha de nacimiento del rosarino había sido falseada. De acuerdo con el zodiaco, no era Géminis como reflejaban los documentos, sino Tauro, lo que apuntaba hacia una personalidad audaz y obstinada.

Qué hubiera sido de la Revolución si el Che no hubiera muerto tan tempranamente, solían preguntarse en alguna charla. De niños habíamos sido inyectados con el germen perenne de la adoración. El Che surge desde los lemas de pionero, y me aparece ya mucho después en un período tan indigno y punitivo como el servicio militar obligatorio. Una previa de mes y medio en que vociferábamos a diario: “Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie”. Transidos por el dolor físico y el hambre que es otro tipo de dolor más hondo, más desesperante.

Alrededor del mito navegaron sus ejercicios altruistas. El edificio en que viví había tenido la participación del Che. No pocas veces se le vio sin camisa halando un carretón, trabajando en construcciones, para más tarde crear esa ilusión de productividad y bien social que eran las jornadas de trabajo voluntario.

Tuve que esperar demasiado para encontrarme lecturas sobre el argentino que no fueran las típicas hagiografías que nos embutían de estudiantes a los cubanos. Saber, por ejemplo, que el Che apestaba, ya que había adoptado malos hábitos de higiene debido al asma. Practicaba sus habilidades médicas con animales callejeros que sus compinches cazaban por la ciudad de México, donde conoció a los Castro y los expedicionarios del yate Granma. Frente a Fidel, es probable que haya creído haberse topado con un semejante.

Tratando de dar un sentido a su vida, el Che quiso recorrer antes Latinoamérica, junto a su amigo Alberto Granado, en una moto bautizada como "La Poderosa II". Desde el principio, le sedujo la idea de la revolución. Y tan pronto tuvo la oportunidad, demostró que iría con ella hasta las últimas consecuencias, al punto de criticar duramente a los soviéticos por evadir una guerra que implicaba seriamente a Cuba durante la Crisis de los misiles. Quizás el argentino desarrollara una afición por la muerte.

Se le habían encomendado los fusilamientos en la fortaleza de la Cabaña, a los que obedeció sin chistar. En la Sierra, dio el paso al frente para matar al campesino Eutimio Guerra, un hombre común acusado de traicionar a la guerrilla. Después haría esta observación: “La situación era incómoda para la gente y para Eutimio, así que terminé el problema dándole un disparo con una pistola 32 en el lado derecho del cerebro, con orificio de salida en el [lóbulo] temporal derecho”.

Puede ser este el punto de no retorno. Lo discuto con todos. Es la cuerda que se rompe, un único hecho basta para convertir a un hombre en asesino. El Che había pasado de los jueguitos macabros con animales, la mente es un arma de fuego. No tenía especialmente una razón de fuerza, lógica digamos, para hacerlo, de hecho, no era el único soldado implicado y además cumplía funciones como médico. Alguien en horas de la madrugada arguye que el hecho no da una medida, porque en términos de guerrilla todo se perturba: el traidor violaba un principio elemental y debía pagar con su sangre. Yo repongo que el argentino aun así tenía esa predisposición, y el estado de conflagración no hacía más que liberarla, darle un cauce nimbado por un sentido de justicia. El Che iba con ansias de explorar el mundo de los otros, pero también quería indagar al interior de sí mismo, incluyendo los instintos criminales, y esto incluía la sensación que produciría en él matar a otro hombre.

“Uno sobrevive en la especie, en la historia, que es una forma mistificada de vida en la especie; en esos actos, en aquellos recuerdos”, había escrito el propio argentino.

¿Cuál era realmente la fuerza que impulsaba sus actos, la fuerza determinante? ¿Qué la inspiraba? El Che se refugió en el comunismo, un sistema ideológico cuyo resorte es el odio al prójimo, o su versión más ligera que es la envidia. Todo programa que te disgregue al individuo, fracture la fuerza natural del individuo en la masa, deforma el sentido moral de un país y la idea del colectivismo solo puede llevar a producir mediocridad en abundancia. Luego, está el comunismo degenerado en castrismo, que además de reducir tu voluntad a guiñapos te somete a una espiral de gratitud que administra un grupo de ancianos cuya decrepitud es cada día más evidente.

Muerto en las cercanías de Vallegrande, Bolivia, el Che remonta enjuto de carnes, pecho desnudo, el mundo. No había rodado el misterio de sus manos, separadas del cadáver. No había entrevistado Anderson al general retirado Mario Vargas Salinas. Hoy al argentino lo adoran como a un santo. Le dedican canciones o películas. El mito sobrevive al hombre. Pero también es un símbolo maligno para quienes cuentan entre sus víctimas o comienzan a descubrir su verdadero rostro de aventurero criminal. Un amigo me pregunta por qué tengo la imagen del Che en la pared de mi cuarto. La plata en sus ojos se opaca de pronto. Descuelgo el cuadro, lo guardo en el escaparate. De una vez.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Maykel González

Periodista de Cibercuba. Graduado de Periodismo por la Universidad de La Habana (2012). Cofundador de la revista independiente El Estornudo.


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