Alicia Alonso existió antes que Fidel Castro. Existió hasta ayer, después de Fidel Castro. Flaco favor se han hecho a sí mismos los cubanos de medio mundo celebrando la muerte de una bailarina irrepetible, en nombre de sus breves vínculos con un dictador anticultural.
Porque sí, han sido cubanos los únicos el poner en la misma oración obituaria los nombres propios de Alicia Alonso y Fidel Castro. Y a mí eso me da un poco de pena. Sobre todo, porque me hace pensar que ellos, los barbudos, los matones, los apandillados que acompañaron al Castro mayor en su desastre histórico, terminaron por imponerse. Todavía hasta hoy. Pero conmigo no cuenten para regalarle un tótem como Alicia al palurdo de Fidel.
Si el primer nombre que le viene a usted a la mente cuando le mencionan a Alicia Alonso, es Fidel Castro, usted tiene un problema. Hágaselo mirar. Si la magnitud de la obra de una superdotada del arte como esta no importa ni cuenta ni sirve para hacerle un paso de reverencia y de honor en su muerte, yo creo que entiendo su piquete neuronal.
Dígame la verdad: usted jura que Beethoven es un adorable perro San Bernardo que actúa muy bien, ¿verdad? Y ya puestos: usted escucha hablar de Alicia Alonso y primero piensa en perfume, y luego en Fidel, ¿verdad que sí?
Alicia Alonso come en la misma mesa de Anna Pavlova, Olga Smirnova y Maya Plisétskaya. No sé si te suenan, pero no, no son nombres de bonitas muñecas matryoshkas. La cubana logró colar a una isla de bailoteo popular, tabaco, ron y boxeo, en la realeza del ballet universal. Ni es poco ni lo parece. No.
Y yo entiendo que usted no vio bailar a Alicia. Como tampoco la vi yo, que tampoco vi los goles de Pelé o no he visto en persona a las tres muchachas grandes de Giza. Pero hay algo llamado libros que son cosas útiles, muy útiles en estos casos. Y mejor noticia aún: hay algo llamado YouTube que suele ser un prodigio de utilidad para la memoria o la instrucción.
En la conciencia social de una Cuba futura, esa utopía que comienza a alejarse más cada vez, habrá que dedicarle un apartado de emergencia a corregir la intoxicación que el castrismo provocó no solo en partidarios, sino también en detractores.
Porque asociar lo que más vale y brilla de la cultura, la historia, la ciencia, el deporte, y el arte cubanos, establecerle un nexo inmediato con la peor catástrofe política que ha sufrido nuestro país flotante, es una de esas victorias lamentables que el castrismo puede contar con orgullo en su curriculum vitae.
Cada vez que usted asocia a Juan Formell con Fidel Castro antes que con la música cubana más universal, con la crónica cantada y sonada con talento desconocido hasta que llegó él, desde el interior de una piedra pestilente en Santiago de Cuba hay fuegos fatuos de placer. Las cenizas de Fidel se masturban con tanto éxito póstumo.
Cada vez que tu medidor para hablar o escribir de Alejo Carpentier se resume a llamarle comunista, y para de contar, le entregas a la hoguera castrista un pedazo de la cultura cubana más universal. Abdicas en favor de quien te ha derrotado. No esperes que el planeta culto deje de leer “El reino de este mundo” solo porque a ti te importa la moral del autor, pero no te importa su obra.
El problema es que este tipo de razonamientos son altamente contagiosos en lo de ser estupidizantes, y se pasan de generación en generación, y un buen día tendremos que poner las cosas en su sitio quién sabe con cuánto éxito o fracaso.
Tendremos que corregir que no, Virgilio no fue un mariconcito que se aterró con Fidel Castro en su palabreo a los intelectuales; que Cabrera Infante no fue un castrista militante primero y un anticastrista más militante todavía después; que Arturo Sandoval no fue un trompetista militante del Partido Comunista, que Chucho Valdés no es un músico cobarde que no denuncia la propia censura que le encajaron a su padre Bebo; o que Alicia Alonso no fue una bailarina de ballet que le bailó al dictador vestida de verdeolivo.
Habrá que poner los puntos sobre las íes, relegando al monstruo a su jodido espacio en la esquina negra de la Historia, y llamándoles a ellos ante todo lo que fueron o son: genios, preciosismos de nuestra cultura y nuestra memoria nacional.
Tendremos que corregir todo eso, urgentemente, si queremos acabar con la percepción de que ese país era o sigue siendo de Fidel. Si no, pues no pasa nada, colguemos el letrerito rojinegro de “Esta es tu casa, Fidel” en la puerta de casa y nos dejamos de jugar a la democratización de la isla de una vez por todas.
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