Hay algo confuso, inevitablemente mal calculado, en cancelar vuelos regulares al interior de Cuba, pero dejar intactos los vuelos fletados y los mismos vuelos regulares a la capital del país. La medida me deja un extraño sabor en la boca, a diferencia de otras sanciones implementadas por la Administración Trump contra la dictadura cubana.
Me recuerda demasiado aquel bombardeo de esta misma administración contra la base aérea Al Shayrat, en el occidente de Siria, que salvo romper un par de carreteras aledañas y llenar un poco de escombros la base, no tocó un solo pelo a la dictadura de Bashar Al-Assad. Puestos a mirar, solo los campesinos circundantes se afectaron un poco más, ahora con menos rutas de acceso en su día a día.
Esta vez, el pueblo cubano es ese campesino sirio.
Cancelar los vuelos directos a nueve aeropuertos cubanos, todos de provincias, tiene tres impactos reales y verificables. El primero, dificultar nuevamente a los exiliados cubanos el acceso a sus familiares. Que yo sé muy bien que desde la tribuna del patriotismo en Biscayne Boulevard puede parecer cosa secundaria, pero no lo es. Para el padre que necesita reencontrarse con su hija, para el nieto de una abuela agonizante en un hospital provincial, no lo es.
El segundo efecto es, contra lo que el entusiasmo patriotero pueda pensar, permitir que vuelvan a ser los charters los cabezas de león en un negocio que American Airlines y compañía les pusieron malo, muy malo, con una competencia voraz: $100 dólares ida y vuelta a Santa Clara, de la noche a la mañana, contra los $700 que solían cobrar estos abusadores. Vueltos a quedar prácticamente solos, con el monopolio del puente aéreo entre las dos orillas, no estoy seguro de que llegue a buen puerto el alcance de esta medida. Digo, en caso de que la idea fuera apretar el gaznate a la dictadura insular.
Porque, y aquí entra de paso el tercer punto en esta lista, la otra consecuencia será poner nuevamente en manos de los Castro/Díaz-Canel todo el andamiaje de viajes en el estrecho de la Florida. Y eso, cordura en el júbilo, por favor, viene a jodernos a los de abajo una vez más.
Si vas a bombardear Siria, que no sea para romperles las carreteras a los campesinos asustados y dejar al dictador Al-Assad inmutable en su trono. Si vas a restringir algo en el feudo familiar cubano, procura que no vuelvan a ser las visitas familiares el daño colateral en tu guerra de medidas.
Porque pueden engañar a otros, pero no a mí. Con perdón de la insolencia. Yo me conozco demasiado bien los aeropuertos de Manzanillo, Holguín y Santiago de Cuba. Y por esos aeropuertos esmirriados, por cada turista estadounidense con ansias de gastar dólares en los paraísos comunistas llegan mil cubanos cargados hasta los dientes de latas de spam, pasta de diente y vitaminas para sus viejos y sus hijos. ¿O es que también esto está mal?
Cuando la Administración Trump ilegalizó para ciudadanos americanos la estancia en hoteles de GAESA y compañía, ahí se le dio una puñalada en el pulmón al emporio que administra Luis Alberto Rodríguez-Calleja a nombre de sus amos. ¿Sabes por qué? Porque los cubanos tenemos hábito de irrespeto a las leyes, pero los gringos no. Ahí sí hubo un mecanismo disuasorio.
Y yo, que siempre fui de “los de abajo”, como aquella novela de Mariano Azuela, no tuve amigos o familiares que pasaran sus vacaciones en la Marina Hemingway o los hoteles de Cayo Coco.
Pero sí tuve, y tengo, amigos y familiares que ahorran sus kilos, los suyos, los que nadie en el Directorio Democrático Cubano o en la Fundación Nacional Cubanoamericana les regala; y que los guardan con mil privaciones y sacrificios para llevarles de comer y de vestir a los suyos en Manzanillo, Holguín y Santiago de Cuba.
Yo sé que para la algarabía ligerita y para los aplausos de líderes históricos del exilio, sin mucha profundidad en el análisis, suena muy bien esta prohibición. Vende. Es jugosa carne de propaganda anticomunista. Pero a mí suele interesarme la sustancia. A otro perro con ese hueso.
El holguinero que ahora deberá morir en manos de un vuelo charter o que deberá pagar su boleto hasta La Habana para luego trasladarse hasta su lejana Ciudad de los Parques, es un exquisito alimento para el mismo mecanismo lucrativo de la dictadura al que esta medida pretendía, en teoría, asfixiar.
¿Quién controla los vuelos charter? A ver, adivina adivinador. O dicho de otro modo: ¿cómo se llevan con el aparato cubano las agencias que cortan el bacalao en esos vuelos fletados con el aparato cubano? La respuesta no a mí. Yo me la sé: infinitamente mejor que Jet Blue, eso seguro. La dictadura de los charters no tendrá cómo agradecer el gesto de Donald Trump.
Y ya puestos: si ese holguinero opta por no dejar su plata en manos de los charteadores y prefiere volar con American hasta La Habana, y de ahí por carretera hasta su ciudad en el centro de Cuba, ¿a manos de quién irá de todos modos lo que le cuesta ese absurdo? La respuesta tampoco para mí. Que también me la sé.
Ponerles el picao malo a las familias cubanas es una torpeza difícil de digerir en estos tiempos en que los traspiés de Miguel Díaz-Canel y compañía, junto con la claridad que siempre llega desde Internet y desde el acceso a más información, estaban perfilando a los verdaderos culpables del caos cubano.
Toda la cúpula del poder cubano vive en La Habana. Para ellos, y sus hijos que viven fuera con todo el oro saqueado a las arcas del país, no cambia nada. American y JetBlue seguirán ahí, a sus pies.
Para la madre sudorosa y quemada por el sol en Guantánamo, víctima de la desinformación comunista, que recibía de vez en vez a su hijo que hoy vive en Houston luego de ocho años castigado por el castrismo, y que lo recibía a hora y quince minutos de casa, en el aeropuerto de Santiago, para ella sí cambia todo ahora. Y mucho. Su hijo deberá pagar cinco veces lo que pagaba hasta ahora, cortesía del monopolio recién florecido de los charters, o deberá pagar cinco veces también si llega por La Habana y se desplaza los 929 km que le separan de Guantánamo.
Y mientras, dos o tres organizaciones del exilio reventando cohetes y tirando confeti. Se preguntarán después por qué nadie los sigue.
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