El video de Eduardo del Llano es una bajeza, una trenza inmoral de torpezas en la que exhibe su pasmosa medianía intelectual.
Solo en la arrancada pide que la comunidad cubana se pronuncie sobre un tiroteo en la Florida o un edificio que se cayó en Nueva York (no, la emoción y el dolor tienen una dirección e incluso una ética, y esta comienza en el perímetro geográfico y político en el que en principio te inscribes y en el que te explicas a ti mismo como algo más que un animal que come, singa y caga).
Dice que no ve a nadie culpando a Trump por estas tragedias (no, y con razón, Trump es un fantoche, las fallas del sistema en Estados Unidos, las fallas del sistema global, son estructurales, hay un entrecruzamiento complejo de actores y escenarios, como gobierno, corporación, sociedad civil, ricos, pobres, clase media, minorías sociales, etc; en cambio, como en una dictadura el estado tiene todo el poder, también tiene toda la responsabilidad). Igualmente, como si fuera un hallazgo, dice que en Cuba, aunque la gente no lo crea, hay una normalidad (pero vamos a ver, hombre, si justo de eso se trata el totalitarismo, de crear «normalidad», de aplanar la realidad, de achatarla).
Luego dice que no ve a nadie hablando del Longina o del Premio Casa (esperen, déjenme reírme. Ya. Ya estoy. ¿Longina? ¿Premio Casa? ¿Eso qué cosa es, por Dios? Mundo real, contéstame, ¿eso qué cosa es?). A mí esas ideas no me sorprenden en lo absoluto, la verdad, puesto que vienen del entendimiento y la sensibilidad mediocres de un artista de cuarta. Y como Eduardo del Llano no me interesa, porque es solo la expresión de turno de una cobardía y una ligereza moral generalizadas en mi país, mejor quiero pensar un poco en la naturaleza profundamente conservadora del lugar desde el que se articulan los discursos típicos de señores como este.
Hay una serie de figuras públicas cubanas cuyo aparente mérito estético consiste en transgredir el aparato formal de la institución y su logos. En ese sentido, son tan dependientes de la institución (o más) que quienes están dentro de ella, pues la necesitan como baremo, es la medida primera de sus recorridos individuales, y se solazan y se conforman e incluso se creen valientes por traspasar sus límites oficiales, cuando no saben que ese traspaso de ellos, esa supuesta ruptura, también está contenida ya dentro de la institución, también está pensada y permitida ya por el cuerpo elástico de la institución real, que tiene una parte líquida, tiene su sombra, y la sombra es la zona que asimila y conduce a estas dizques ovejillas descarriadas para que limpien un poco la sangraza que dejan regada a cada tanto los cancerberos despreciables, los rostros duros de la censura.
Un artista en Cuba, un pensador en Cuba, hoy, debe tener presente a la institución, desde luego, pero debe mostrarla, no decirla, debe representarla, no vender la exposición literal de ese cadáver y sus tristes conceptos de barro como una apuesta de cierto riesgo formal y estético. Eso es como caerle a palos a un muerto. Hay un lenguaje del arte y hay un lenguaje social del espacio público. La ausencia de civismo y de decoro hace que esas aguas se contaminen y se degraden. Si usted dice como individuo lo que tiene que decir de esta dictadura, no tiene después que estar filtrando nada de contrabando (como un niño con susto que dice una mala palabra en voz baja) en sus cortos o en sus libros o en sus rimas gongorinas.
Eso explica justamente por qué hay una relación tan estrecha entre el folclor crecientemente penoso de la saga de Nicanor y este video matutino de Eduardo del Llano. Ahora bien, como todo campo cultural es el reflejo de un terreno político concreto, estos artistas y sus seguidores se ven a sí mismos como portadores de la mesura, incomprendidos que cargan con la desgracia de vivir y pensar entre dos extremos rabiosos. Primero, no hay dos extremos rabiosos, no hay tal esquema. Hay una línea dictatorial recta, se llama castrismo, y ha dragado el Estrecho de la Florida. Puede encontrarse tanto en La Habana como en Miami, pero en Miami, faltaba más, uno puede perfectamente vivir fuera de esa narrativa, olvidarla por completo si quiere. En Cuba, no. Amigos, les tengo una noticia. El centro no existe, nadie lo ha visto nunca, eso no es más que la expresión solipsista de la ideología dominante, el manicomio del orden, la escuela de curas de la falsa modernidad trasnochada, expuesta de modo didáctico a través de los medios y, por eso mismo, aparentemente existente.
Lo que en Cuba llaman centro no es más que los bandazos inconstantes entre el castrismo y su espejo fijo, cierta movilidad prostituta sobre la carretera mal asfaltada de esa bestia de un solo corazón podrido y dos cabezas secas. El anticastrismo como yo lo entiendo, como yo creo que hay que practicarlo hoy, en 2020, teniendo a estas alturas apenas el país que nos han dejado tener, pasa por echar abajo esa cómoda estructura en la que todos los roles, desde el funcionario hasta el artista rebelde o el exiliado de mano dura, ya están repartidos, y todos son funcionales a la inmovilidad crónica que trae como resultado no ya la muerte técnica de la cultura, sino la espantosa muerte de tres niñas por la caída de un balcón, lo que viene a representar por igual la muerte, una vez más, del bien y del futuro.
No hay que jugar a la ironía y al cinismo bobo de decirmos: «Uy, cuán incomprendido soy, en ninguna orilla entienden mi llamado a la sensatez». Lo que hay, en última instancia, es que entender la rabia. Hay que esforzarse en entender por qué esta profunda incomunicación actual entre los cubanos, y la respuesta es fácil, y todo el mundo la sabe, y, si no la decimos, si no somos contundentes y directos, si tememos embarrarnos y pararnos en medio del escombro de ideas de una dictadura injustificada e injustificable, gratuita y cruel, el lenguaje nos va a jugar su mejor carta, porque el lenguaje esconde, no revela, el lenguaje tapa y disfraza, y el lenguaje siempre está hablando sobre aquel que lo usa, y no sobre aquello a lo que remite.
Hay modos de ser radical y cool, sí que los hay. Hay modos sexys de llamar al totalitarismo por su nombre, de llamar dictador a los dictadores y sátrapas a los sátrapas, cómo no, modos republicanos, modos cívicos, modos chulos. De hecho, ahora mismo no habría nada más hermoso ni sensual que pensar esa nueva forma de resistencia como pueblo, como expresión intelectual de ese pueblo.
En mi experiencia, si usted quiere tener una proyección pública, y usted cumple ese deber primero, el deber de la denuncia exacta, usted después puede dedicarse a pensar el mundo sin remordimientos, puede poner la lupa en un tiroteo en la Florida, en la caída de edificios en New York, en la crisis del neoliberalismo, en el mal de los hombres, en lo que le dé la gana, que nadie se lo va a reprochar. Un centrista es un cobarde sin pobreza.
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