Cuba es, según reportes de varias organizaciones internacionales, uno de países con más presos per cápita del mundo; que la hace miembro destacado del siniestro club de naciones donde hay más personas privadas de libertad, en correspondencia con el total de su población.
En la misma pandilla, se ubican autoritarismos como Rusia, Tailandia y Turkmenistán, además de países con alto grado de violencia criminal, como El Salvador; pero también los Estados Unidos, una nación democrática donde la saturación y abusos carcelarios constituyen nota vergonzosa, en comparación con sus socios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).
Sería magnífico poder contrastar la estimación de números y condiciones carcelarios en Cuba con estadísticas gubernamentales; la ausencia de transparencia y rendición de cuenta de la institucionalidad criolla -impermeable a la veeduría de grupos locales de Derechos Humanos y a la visita de organizaciones y expertos internacionales- impide la siempre deseable contraposición de visiones independientes y oficiales.
De todos modos, aunque se ponderen los datos y se “contrapesen” con otras cifras “positivas” -como el número de médicos percápita- tantas organizaciones y expertos no pueden estar equivocados.
No importa que hace algunos años, el mismísimo Granma rebajase el lugar de la isla al sexto lugar internacional; el dato sigue siendo monstruoso para un país que hizo una revolución y un gobierno que insiste en llamarse “Poder Popular”, aunque ambas variables -poder y pueblo- están disociadas en la ecuación real.
En todo caso, cuando se hable de la actitud y destino de los cubanos, meditemos lo que implica vivir bajo un sistema foucaultiano de vigilancia y castigo, típico de los regímenes de autoritarismo postrevolucionario (1).
Este año supimos -porque luego de la expansión del internet en la isla, todos sabemos de todo, sean recargas de celular, chismes de farándula y actos represivos- de más casos de presos, negros y pobres, cuya salud languidece en cárceles isleñas. Varios han muerto o quedado con secuelas irreversibles.
Somos apenas un “lugar” poblado por habitantes, cada vez más viejos y pobres, con otros millones desperdigados por el mundo, que mantienen a quienes quedaron atrás. Ciertamente, el activismo ha crecido, se diversifica y proyecta, en sintonía con una sociedad cada vez más desigual y ciberconectada.
Pero el sistema político, rígido y celoso, impide que el accionar y mensaje de disidentes y comunicadores alternativos lleguen de modo decisivo a los grandes grupos de la población marginada. Paradójicamente, es en estos segmentos sociales -que se alimentan, laboran y cobijan del inclemente sol de un modo cada vez más precario- donde crecen las protestas espontáneas, los cierres de calle, los testimonios en redes y, como colofón, la represión policial.
El régimen vigente en Cuba continúa siendo la principal barrera para cualquier forma de democracia, cualquier tipo de socialismo y cualquier expresión, viva y sincera, de la diversidad natural de personas e intereses que conforman la nación cubana.
La economía presenta, desde hace tres décadas, una alternancia de largos estancamientos, pequeños repuntes y profundos déficits estructurales, de rendimiento decreciente; el tejido empresarial isleño languidece, necesitado de una reforma radical y urgente.
Reforma tanto o más necesaria en otros segmentos de la sociedad, incluidos los de la provisión social y el acceso a la justicia para esas mayorías que en el Noticiero llaman “nuestro pueblo revolucionario”.
El orden imperante, bajo el que sobreviven 11 millones de cubanos, es hoy apenas el modelo de control y acumulación precaria de un grupo de poder.
A diferencia de Irán, con sus exportaciones textiles y acomodados bazaríes, Rusia, con sus oligarcas leales y sus petrodólares o Viet Nam con sus capitalistas rojos y conglomerados High Tech, Cuba carece de una clase que sea, a la vez, privilegiada y emprendedora.
Cuba se mantiene por el dinero procedente de sus oleadas de emigrados, mayormente avecindados en la potencia vecina, el archienemigo oficial; si hay un grupo financieramente parasitario e ideológicamente hipócrita en el zoo del autoritarismo global, es la cúpula que maneja la isla.
Cuba funcionará cómo un Garrison State soviético, pero sus estándares administrativos no se distancian mucho de los implementados por Pánfilo de Narváez.
Entretanto, quienes insistan -incluso desde tribunas intelectuales- en maquillar aquello, no lo hagan, por favor, en nombre de “ismo” alguno. Es legítimo defender la justicia social del socialismo, creer en la fraternidad de la doctrina cristiana, buscar la democracia desde coordenadas liberales.
Pero hay que ser demasiado cínicos, fanáticos o desinformados para creer que dentro de la camarilla que regentea Cuba, alguien crea en otra cosa que no sea en conservar sus privilegios. Ante esa realidad, la erudición cortesana puesta al servicio de aquello, solo abona a la añeja tradición de pensadores filotiránicos y conservadores (2).
El deterioro de Cuba ya no remite a más ideología que la reacción inmovilista frente a cualquier iniciativa autónoma. Al sometimiento, la enajenación y la despolitización, disfrazados de patriotismo. Al freno a cualquier cambio desde abajo, en nombre -y eso es lo más perverso- de utopías decrépitas.
Cuba, mantenida con nuestros dineros contantes y nuestros silencios cómplices, no es hoy sino un puro y duro conservadurismo reaccionario.
Ante eso, es comprensible que la mayoría de la gente consuma sus energías en conseguir comida, que reduzca sus esperanzas a escapar, pero quienes vivimos lejos no somos muy diferente; nuestro cálculo y cobardía nos orillan a callar -para que nos permitan visitar la familia, para mantener la casita- reproduciendo afuera la censura y el temor aprendidos antes de emigrar.
Al final, la mayoría de los cubanos somos, en cualquier sitio, sus rehenes. Es ese silencio aún mayoritario, justo cuando la miseria y opresión generan cada día más malestar, más víctimas y más rebeldes, el que nos impide reinventarnos como nación.
A lo reaccionario, entendido como condición y sentido del poder vigente, podemos contraponer nuestras reacciones, actitudes de respuesta a su dominio. Los más lúcidos y valientes -siempre minorías- forjarán nuevas ideas, difundirán otros valores, se negarán a cooperar, construirán nuevas redes de solidaridad e incidencia cívica., dentro y fuera de Cuba e interconectadas entre ellas.
Mientras, la mayoría de los cubanos, podemos reaccionar con algo menor: Recuperar la verdad, con pequeños actos cotidianos. Sin asumir la rebeldía franca. Pero dejando de alabar aquello en que ya no creemos, de reclamar por causas ajenas.
Preguntándonos cuan lícito es llorar por el incendio en Notre Dame y al asesinato de George Floyd, mientras enmudecemos ante el desplome en la vieja Habana o por el preso que languidece en la ergástula. Aprender, a retazos, que es vivir en la verdad. Solo así podremos, poco a poco, trascender nuestra prisión personal y colectiva.
(1) Ver Lachapelle, J., Levitsky, S., Way, L., & Casey, A. (2020) Social Revolution and Authoritarian Durability, World Politics, Cambridge University, pág 1-44.
(2) Ver al respecto, de Mark Lilla, The Shipwrecked Mind: On Political Reaction. New York Review Books, 2016 y The Reckless Mind: Intellectuals and Politics, New York Review Books, 2016.
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