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A mi amigo, el escritor Orlando Luis Pardo Lazo.
No me gusta Trump, en primer término, porque no me gusta su carácter de persona arrogante y avasalladora (bully) que miente o exagera. Los “trumpólogos” le han contado más de veinte mil mentiras, deformaciones de la realidad o “post-verdades”.
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No me gusta Trump, porque en un debate civilizado no se grita o se interrumpe al adversario constantemente, sino se aportan ideas. El primer debate con Biden fue un vergonzoso circo. Esos no son ademanes o mensajes propios de un presidente de Estados Unidos, que es, inevitablemente, un modelo de comportamiento, sobre todo para los jóvenes.
No me gusta Trump, porque no se trata a los aliados de la OTAN a patadas, comenzando por Ángela Merkel, la líder de Alemania y acaso de Europa, siguiendo por Dusko Markovic, Primer Ministro de Montenegro, a quien empujara alevosa y ostensiblemente y luego fue incapaz de disculparse; o a Mette Frederiksen, la Primer Ministra de Dinamarca, a quien le canceló un viaje programado a Copenhague porque la señora se negó a considerar la venta de Groenlandia.
No me gusta Trump, porque está deshaciendo las buenas relaciones de Estados Unidos con sus mejores aliados, como Francia y Australia, probablemente por sus rudas costumbres newyorquinas de developer sin “clase”. Con Emmanuel Macron, el presidente de Francia, tuvo un innecesario encontronazo cuando el francés se cuestionó el curso actual de la OTAN bajo el liderazgo errático del estadounidense. Con Malcolm Turmbull, Primer Ministro de Australia, fue peor: le colgó el teléfono cuando este le reclamó que cumpliera el compromiso establecido por el anterior presidente, Barack Obama, de aceptar un grupo de refugiados sirios. Era un compromiso de USA, no de la persona que ocupaba provisionalmente la Casa Blanca. Australia envió tropas a las dos guerras mundiales, a Corea, a Vietnam y hasta a Afganistán e Irak.
No me gusta Trump, porque todo lo despótico que es con sus aliados, resulta lo contrario cuando se trata de la Rusia de Vladimir Putin o la Corea del Norte de Kim Jong-un. Creo firmemente, como sospecha el FBI, que los rusos pueden chantajearlo, no solo con la mediación autorizada por Trump en las elecciones del 2016 y el 2020 (acaso negociada por Paul Manafort), sino por la procaz “lluvia dorada” que presuntamente le pidió a dos prostitutas sobre el lecho en que había dormido Barack Obama en una visita oficial a Moscú.
No me gusta Trump, porque no respeta la Ciencia y a los científicos, como se ha demostrado en el irresponsable manejo de la crisis del Covid-19, no utilizando la mascarilla, burlándose de Biden por usarla, y recomendando públicamente remedios absurdos. Espero no los tome en cuenta, porque le deseo lo mejor, ahora que a él y a su mujer les han diagnosticado que padecen el coronavirus. Asimismo, esa actitud anticientífica se manifiesta en el tratamiento dado al cambio climático y en creer que el resultado de todas las acciones se mide en dólares y céntimos. Eso, sencillamente, no es cierto.
No me gusta Trump, porque yo soy un inmigrante hispano a USA y él nos rechaza. No es verdad que una buena parte de los mexicanos que cruzan la frontera son traficantes de drogas o violadores. Suelen ser campesinos mexicanos y centroamericanos que no pueden ganarse la vida en sus países, o que son amenazados de muerte por las bandas de delincuentes, atraídos por las estructuras laborales que observan del lado estadounidense. Realizan las labores que casi nadie quiere ejecutar en Estados Unidos, y contribuyen con su trabajo a mantener al país a la cabeza del planeta.
No me gusta Trump, porque el Presidente ni siquiera siente empatía por los “dreamers” y no quiere otorgarles la residencia. Se trata de unos ochocientos mil estadounidenses sociológicos que fueron traídos a USA por sus padres y que están en el limbo migratorio. Estos jóvenes carecen de otra identidad que la norteamericana. En muchos casos ni siquiera hablan español. (Si en los años sesenta Trump hubiera estado en la Casa Blanca los refugiados cubanos no hubiesen sido acogidos en Estados Unidos).
Es verdad que hay leyes migratorias, y que todo país debe cuidar su frontera, pero esos muchachos fueron traídos sin su consentimiento. Existe una cosa llamada “amnistía” que, previamente, ha sido utilizada por otros presidentes, como Ronald Reagan, y les ha resuelto la vida a esos inmigrantes indocumentados. Especialmente cuando se sabe que el 63% de los estadounidenses (mucho mejores que su presidente) están de acuerdo en abrirles los brazos a los “dreamers”.
No me gusta Trump, porque no les extiende un permiso de residencia a los venezolanos o a los nicaragüenses, a sabiendas de que las dictaduras de Maduro y Ortega son inclementes con los venezolanos y los nicas.
No me gusta Trump, porque no anuló los decretos presidenciales de Obama con relación a la reunión familiar de los cubanos; o al programa especial que admitía en territorio norteamericano a los “esclavos de bata blanca”, personal médico “alquilado” a gobiernos insensibles al dolor ajeno; o al principio de “pies secos-pies mojados” que les daba acceso a las autoridades norteamericanas a los perseguidos cubanos que se presentaban dentro de las fronteras del país.
No me gusta Trump, porque un presidente norteamericano debe ser absolutamente pulcro en sus obligaciones con el fisco y la investigación del NYT demostró que Trump no lo era. Probó, además, lo que decían sotto voce los empresarios de NY: había fracasado como negociante. Fracasó como dueño de casinos. Fracasó como empresario de universidades. Fracasó como propietario de hoteles. Tuvo éxito, en cambio, como vendedor de sí mismo en un programa de la cadena de tv NBC que se trasmitió durante años y que le produjo más de 400 millones de dólares.
Por último, no me gusta Trump, porque el nacionalismo me parece el origen de las guerras y las limitaciones al comercio internacional. Porque creo que la primera función de un Jefe de Estado es unir a la sociedad y me parece que estamos ante un racista y supremacista blanco de la peor calaña, como opina Mary L. Trump, la sobrina del Presidente, notable sicóloga clínica en su libro Siempre demasiado y nunca suficiente: Cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo.
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Nota bene. Hace muchos años me inscribí en Estados Unidos en las filas de los “independientes”. Unas veces he votado por los demócratas y otras por los republicanos. Me hubiera encantado que el candidato de los republicanos hubiera sido Jeb Bush, pero no sobrevivió a la primaria.
Afortunadamente para el récord, lo dije con toda claridad en un artículo publicado en el NYT el 13 de octubre de 2014 (Cuba Doesn´t Deserve Normal Diplomatic Relations). No me gustó nada la ruptura de Obama con la tradición de 10 presidentes antes que él, republicanos y demócratas, de no hacerle excesivas concesiones a la dictadura cubana hasta que los Castro no mostraran una clara señal de enmienda y no emprendieran el camino hacia la democracia.
No me gustó nada porque no me gusta que me mientan, y Obama aseguró mil veces que no habría relaciones diplomáticas normales hasta que la Isla respetara los DDHH, mientras sus operadores políticos secretamente gestionaban lo contrario. ¿Resultado? Más represión dentro de Cuba, una mayor presencia de la inteligencia cubana en Venezuela y hasta el envío clandestino de armas y de un avión a Corea del Norte, violando todos los acuerdos de la ONU.
Como buen liberal (en el sentido europeo del término), suelo respaldar una combinación entre el conservador en materia fiscal (un estado limitado, mercado y no planificación, la menor cantidad posible de impuestos y de deuda pública), y el “liberal” americano en materia social (pro-choice, pro-inmigración, y un estado suficientemente laico como para que quepan cómodamente los agnósticos).
Por otro lado, he vivido 40 años en Europa y, previamente, 18 años en Cuba, así que conozco de primera mano la diferencia entre un “Estado de Bienestar”, con sus defectos y virtudes, y una repugnante dictadura comunista. Nadie me va a convencer de que solicitar que la salud y la educación se paguen por medio de los presupuestos generales, como sucede en los países escandinavos, o, en alguna medida, en Alemania o en Suiza, es un síntoma de totalitarismo. Tal vez sea un error, pero eso nada tiene que ver con la dictadura del proletariado preconizada por Marx para armar su enloquecido y empobrecedor tinglado.
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