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¿Tiene algo que ver la Cuba del primer cuarto del siglo XXI con la España de similar período de la pasada centuria? ¿Cuánta similitud guardan nuestros histéricos actorepudiadores y ciberlinchadores con los extremistas, fachos y estalinistas, de la Guerra Civil? ¿Dónde encontraremos, entre tanto opinador desbocado, a nuestro Miguel de Unamuno?
Me vienen a la mente estas preguntas al repasar las listas rojas -armadas, presumiblemente, contra rojos- y las respuestas homofóbicas a aquellas, de la pasada semana. Pienso en ambas con el trasfondo del nuevo documental “Palabras para un fin del mundo”, que se estrena en España. Revelador de nuevos detalles sobre la polémica intervención de Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Antesala de su ostracismo y muerte.
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Unamuno, profesor y filósofo, es el prototipo de persona capaz de tomar abiertamente partido por una causa. De revisar luego sus posturas previas. De mantener, siempre, esa independencia de pensamiento que hace al intelectual digno de ese nombre. Pues, como respondería J.M.Keynes a su crítico “cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. Y ¿usted qué hace?” Porque solo, remataría Albert Camus, “la estupidez insiste siempre”.
Volvamos a Unamuno. En aquella ocasión, celebrándose el Día de la Raza y según las nuevas versiones reconstruidas sobre el relato tradicional, el profesor señaló “en este torbellino de locura colectiva falta imponer una paz verdadera de convencimiento, pues no se oyen, sino voces de odio y ninguna de compasión. Ni siquiera por parte de las mujeres. Lo mismo que las rojas hacen alarde de todos los crímenes y maldades, hay también unas que se regodean entre nosotros con el espectáculo de los fusilamientos. Vencer no es convencer; conquistar no es convertir”.
En respuesta, el general franquista Millán Astray replicó “Los catalanistas morirán y ciertos profesores, los que pretendan enseñar teorías averiadas, morirán también. ¡Muera la intelectualidad traidora!”
Poco después, un mes antes de morir, Unamuno escribía al periodista Francisco de Cossío: “Hoy la envidia, el resentimiento, el odio a la inteligencia, la ferocidad sanguinaria. Y así entre los hunos y los hotros están ensangrentando, desangrando, arruinando, envenenando y -lo que acaso es peor- estupidizando a la patria”. Sustituya fusilamiento por linchamiento y catalanista por comunista o trumpista. Rebaje la sangre de la escena pero mantenga el odio al pensamiento propio. Y tendrá una foto aproximada de nuestro panorama actual. En la Cuba de la isla y de la diáspora.
Llamar la atención contra la intolerancia de ambos bandos no equivale a establecer falsas analogías. No hay equiparación entre las capacidades punitivas y consecuencias últimas de un Estado -dueño y señor de una nación cautiva- y unos influencers que, a lo sumo, empujarán su agenda dentro de los canales legales y mediáticos de una república extranjera. El primero es juez y fiscal de una legalidad a modo, a medio camino entre el Gobierno por la Ley y el Dominio a pesar del Derecho. Los segundos operan bajo las normas, accesibles y predecibles, de un Estado de Derecho.
Tampoco son comparables la suerte de los activistas criminalizados por el primero y los visitantes etiquetados por los segundos. Los primeros pueden, en suelo patrio, perder su libertad o integridad. Los segundos el permiso para viajar y comprar en el país vecino. El destino represivo de los primeros no es otro que el de la propia historia de Cuba por medio siglo. El horizonte de los últimos es, en el peor de los casos, el alejamiento temporal de ciertos beneficios y placeres.
Lo que sí es homologable -y cuestionable- es la capacidad para etiquetar sin recato, borrando la frontera entre la aversión personal y la disputa política. Confundiendo el uso justo e injusto del derecho. Fidel Castro convirtió sus propias fobias -a los emprendedores, a los intelectuales, a la democracia- en marca de gobierno y estilo punitivo. Armar listas caprichosas -donde no están todos los que están ni están todos los que son- con pretensiones sancionatorias, es flaco favor a la justicia.
Las listas rojas, cuando las arman ciudadanos de aspiración democrática, se reservan para violadores flagrantes de Derechos Humanos. Gente con claras responsabilidades represivas. Meter a un científico o, colmo del absurdo, a use opositor que nos adversa, es un despropósito jurídico y cívico. Sin más beneficio que el aplauso momentáneo y la escasa consecuencia práctica en el largo plazo y escala. Si verdaderamente se quiere lograr, algún día, una nación diferente -y no meramente un realengo distinto- hay que empezar por cuidar esos detalles. Desde hoy. Para que los hunos -con la salvajada que su nombre indica- no se parezcan a los hotros. A nosotros.
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