Mi abuela materna era la que nos llevaba al cine a mi primo y a mí durante casi toda nuestra infancia, mi madre a veces nos acompañaba cuando lo permitía su trabajo como camarera.
Mi infancia transcurrió entre cuatro cines: el cine Habana, el Cervantes, el Universal, y el Actualidades; en este último viví albergada de forma obligada durmiendo en lunetas y aseándome en los lavabos concebidos para el público dos años consecutivos cuando el solar de la calle Muralla donde vivía se desmoronó a nuestras espaldas salvando la vida por un tín a la maraña.
A muchos de nosotros nadie puede hacernos un cuento desde Madrid o desde Miami de lo que es el socialismo, porque mientras algunos pusieron a Fidel Castro en el poder -y a su hermano llamándolo “reformista” cuando le tocó el turno, o sea la herencia del poder- y luego se largaron dejándonos embarcados, e incluso enriqueciéndose fuera, viviendo a costa de nuestro dolor, nosotros tuvimos que morder el cordobán a pulmón.
De modo que socialismo es eso: Desmoronamiento de la sociedad y tener que dormir con apenas diez años encima de unas incómodas lunetas, hacer las tareas escolares cuando terminaba la última tanda de programación del cine, cayéndonos de sueño con las tripas cual sonajero; en fin, mejor volvamos a los cines…
Mi cine preferido era el Cervantes, allí pasaban películas japonesas y españolas. El Universal me daba miedo, pues era frecuentado por un pedófilo que intentó toquetearme en varias ocasiones, introduciendo su mano por la ranura de la banqueta, hasta que mi abuela se dio cuenta y me hizo levantarme de pronto y le trabó los dedos, no sin antes pincharlo con un alfiler de criandera, el vejete huyó de dolor de la sala en penumbras.
El cine Habana era el predilecto de mi primo, más pequeño que yo, porque allí repartían bombones en formas de pezones, muy sabrosos. Y, por último, el Actualidades llegó a ser nuestro hogar, pese a los clavos soviéticos y norcoreanos que debíamos sonarnos en pantalla.
En el Cervantes vimos una gran cantidad de películas de samuráis japoneses, la mayoría en blanco y negro, casi todas las de Toshiro Mifune que, junto con Alain Delon, eran los dos novios secretos de mi madre.
Sin embargo, con las pelis de samuráis teníamos un problema: mi primo no las entendía nunca. Yo tampoco, pero fingía que las entendía hasta que a fuerza de verlas una y otra vez conseguía al menos enterarme de algo. A veces me quedaba absorta salivando mientras Toshiro devoraba un bol humeante de arroz blanco que en aquella época ya escaseaba en las bodegas.
El tema es que invariablemente mi primo preguntaba siempre a la salida del cine: “…pero, abuela, por fin quién ganó, ¿el bueno o el malo?”
No sabíamos responderle, mi abuela se hacía la chiva con tontera, lo que me hacía suponer que ella tampoco había entendido demasiado si muriéndose con un sable clavado por la espalada nuestro héroe Mifune había ganado o perdido.
Mi abuela, nacida en Dublín, encontraba y echaba mano de una especie de solución moral que no nos convencía demasiado y soltaba aquello de “ha perdido la vida, pero ha ganado el cielo, la eternidad le pertenece”.
Entonces, mi primo vuelta a preguntar: “¿Y qué es la eternidad esa, abuela?”.
Hoy mi primo tiene casi sesenta años, continúa viviendo en un solar de La Habana Vieja, trabaja como un mulo para ganar un miserable sueldo con el que apenas puede vivir; de toda la familia fue de los primeros en querer largarse de Cuba, y la vida le impuso sinsabores en el camino, no consiguió escapar. Finalmente se ha quedado allí, de reliquia, dice él, y añade que ya está muy viejo para empezar desde cero en otro lugar.
A veces, mientras hablamos por un teléfono que le recargo me comenta que el infierno pudiera confundirse con el limbo, y cosas bastante disparatadas, que sé que me las cuenta para desear tranquilizarme o entretenerme.
Llevo tres días convencida de que en esta película que estamos viendo y padeciendo, es muy probable que con el tiempo el bueno gane la eternidad, y el malo haga absolutamente lo que hacen los malos: morirse en su cama más temprano que tarde, mientras la mejor sociedad de todos los tiempos se hundirá por su propio placer. Perdón, por el placer de los traidores y fraudulentos.
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