Mi amigo Raúl ha perdido a su madre. La noticia lo tomó por sorpresa en medio de los preparativos de un reencuentro postergado por caprichos gubernamentales. Un infarto y una ambulancia que nunca llegó le arrebataron definitivamente el abrazo al que no tuvo derecho durante tres años.
Mientras Raúl recibía la noticia de la muerte de su madre, Carlos lloraba la pérdida de su hermano del que tampoco se pudo despedir, no pudo ir a Cuba cuando sus dos hermanas enfermaron de cáncer y su madre cayó en una profunda depresión y, en cinco años que lleva viviendo en Ecuador, el gobierno cubano le ha negado la habilitación de su pasaporte, la repatriación y dos visas humanitarias.
Por estos días, se cumple el primer aniversario de la muerte de la madre de Ailín. Alcibiades, su hermano residente en Cuba, comenzó los trámites para una visa humanitaria que le permitiera a su madre ver a su hija por última vez. La respuesta nunca llegó. Ailín, quien tenía unas pocas semanas de embarazo en aquel momento, ya había perdido a sus abuelos sin poder darles un último abrazo y quedaba ahora huérfana de madre sin poder sostener la mano de quien le había dado la vida, sin poder cerrar sus ojos tras el último suspiro.
La visa humanitaria tiene una doble finalidad: sirve como método de drenaje de denuncias de derechos humanos contra el Estado cubano, al tiempo que persigue debilitar en los destinatarios el deseo de justicia a cambio de la posibilidad de estar con sus seres queridos una vez al año. Anécdotas de chantaje por parte de las autoridades cubanas en este sentido se resumen en “si te portas bien, podríamos otorgarte una visa el próximo año”.
Raúl, Carlos y Ailín son apenas tres de los miles de profesionales cubanos de la salud que un día decidieron rescindir sus contratos laborales en el exterior y establecer su residencia en otro país. Por este motivo, el gobierno cubano los castiga a ocho años de prohibición de entrada a Cuba y, por tanto, les priva de su derecho a disfrutar de su familia en la isla. También se les priva de asistir a un funeral y de poner una flor en el lugar donde reposan sus seres queridos. La normativa legal por la cual se les castiga nunca ha sido publicada. Es una “ley fantasma”.
Estas prohibiciones no son las únicas que enfrentan, el decreto ley 306 les impide salir del país y contratarse libremente en el extranjero por interés nacional, por ser “necesarios” para el funcionamiento del sistema de salud, pero sus contribuciones al bienestar del pueblo son ignoradas por quienes trazan normativas legales, ordenamientos económicos y acuerdos salariales. Este instrumento legal, al igual que la cláusula de inadmisibilidad del decreto 302, la miseria y los paupérrimos sistemas de remuneración en la isla allanan el camino a la cooperación medica vía contratos estatales en el exterior.
Una vez contratados, se enfrentan a otros problemas que no todos están dispuestos a tolerar callados. Unos denuncian y otros abandonan sus contratos, a sabiendas de que les tomara ocho años regresar a su propio país. Sí, a sabiendas. De la misma manera que la nueva “Sherezada” saudí conduce un auto a pesar de las mil y una noches de prisión que le esperan por su “atrevimiento”, el médico cubano abandona su contrato laboral más allá del destierro que le aguarda.
Si deciden regresar a Cuba antes de cumplir estoicamente su castigo, existe otra ley, el artículo 135 del Código Penal, que impone hasta 8 años de cárcel “por abandono de funciones laborales” y que, en la práctica, ha sido suplantado por órdenes de deportación.
“Eres un desertor, no puedes entrar aquí”, fue la excusa de un oficial de inmigración al doctor Ernesto para impedir que traspasara el umbral del aeropuerto y abrazara a su hijo y a sus padres. Su madre, enferma en aquel momento, también murió poco después sin poder verlo por última vez. Algo similar sucedió con Nayibis al intentar regresar a Cuba tras conocer el diagnóstico de su madre. Y Manoreys también recibió negativa de entrada a Cuba en un aeropuerto de la isla cuando su hija se debatía entre la vida y la muerte en un hospital pediátrico de Cuba.
La oficialidad cubana es capaz hasta de impedir la entrada de un crucero al puerto de La Habana con tal de frustrar el reencuentro entre los mal llamados “desertores” y su familia en Cuba.
Las autoridades los deshumanizan, llamándoles “gusanos”; Fiscalía los sentencia por “traidores”, la política editorial en las redacciones de prensa veta el tema en los medios y los periodistas ignoran mensajes electrónicos al respecto. La cancillería de Cuba, que apuesta por valorar “caso por caso”, necesitará unos cuantos años para procesar la información de, al menos, 6 mil “desertores”, mientras el Estado cubano acepta el dinero de los “traidores” por concepto de remesas familiares, pero no admiten su presencia en la isla. Cerrar los ojos y mirar hacia otro lado es uno de los requisitos imprescindibles del discurso oficial para evadir responsabilidades.
Todos los conocen; nadie piensa en ellos. Y son decenas de miles los perjudicados. Y tampoco parece importar que el gobierno cubano convierta en ley el crimen. Porque sí, es un crimen imponer medidas arbitrarias de tipo migratorias a quien rescinda un contrato laboral; utilizar de manera aleccionadora a los seres humanos es un método de tortura. Pero vivir en opresión favorece la naturalización del crimen y algunos ven como “normal” o incluso “justo” que a un médico que tantas vidas ha salvado en Cuba y en el mundo, se le prohíba regresar a su país, mientras se horrorizan por crímenes cometidos fuera de las fronteras nacionales.
La familia cubana, más que “la célula fundamental de la sociedad”, es la moneda cambio y el instrumento de coacción perfectos para un gobierno que culpa a una nación extranjera de separar a padres e hijos, pero que es incapaz de levantar un castigo absurdo que atenta contra el pueblo cubano.
Mientras tanto, en una Cuba azotada por la pandemia, la escasez, la emigración y la incompetencia gubernamental han quedado los hijos y los padres de estos cubanos, a los que también les son violados sus derechos más elementales, y que se ven impedidos de ver, abrazar o dar un último adiós a sus seres queridos.
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, hay familiares gestionando visas humanitarias para que algún hijo visite a su madre agonizante en Cuba.
En esta historia, donde solo hay perdedores, se impone una pregunta: ¿Cuántas madres más deben sufrir y morir en Cuba para que el gobierno de la isla devuelva los derechos confiscados a la familia cubana?
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