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¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? Toda la vida. Gabriel García Márquez, El amor en tiempos del cólera.
Ya he perdido la cuenta de las veces que han llamado de la agencia de viajes para decir que el vuelo se cancela, aclarando que el dinero no se pierde, aunque tampoco lo devuelven y este domingo pensaba besarte y darte las nueces que fui recolectando desde Moldavia hasta California, a lomos de Amazon, para que intentáramos juntarlas con helados; y aún oigo tu voz recordándome que el helado está perdido, pero las nueces se han ido amontonando en la despensa y tendrían que superar el trance de la aduana antes de llegar a tu boca.
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Tu idea era almorzar en la paladar que está junto al espigón que delimita el río de La Veneciana, pero alguien avisó que han instalado allí la terminal de ómnibus, desde que se hundió el suelo de la vieja estación; y lo menos que queremos es jaleo, así que propuse comprar una cubera o rabirrubias para hacer en casa, pese a que no te gusta el entra y sale de moscas que sobrevuelan escamas y desperdicios.
Quizá una buena idea habría sido comer en el 1830, como hicimos varias veces, pero una compañera de trabajo avisó que ya no es lo que fue. Casi nada es lo que era, nosotros tampoco, aunque finjamos que si para olvidarnos del mundo, del tiempo, de todo...
Otro plan era haber cenado en la sierra de Madrid, pero aquí también hay toque de queda sanitario y no nos habría dado tiempo a bajar antes que la policía se ponga a multar a los infractores, aunque sea domingo y San Valentín; el consulado sigue cerrado, dando visados a cuenta gotas y complicándolo todo con turnos de Internet y correos electrónicos; y asi seguimos sin saber casi nada.
Menos mal que te llegó el abrigo y, con el dinero pudiste comprar algunos alimentos y algo de aseo, tras aquella cola de horas que me contaste en un whatshapp largo y despiadado, como son las colas de martirio, aun cuando tengas la tarjeta respaldada por dólares que no ves y tardan en llegar porque la tarea ordenamiento ha desordenado lo que funcionaba bien hasta diciembre pasado, cuando pensábamos que la COVID-19 empezaba a reducir la intensidad de su asedio, y solo se estaba multiplicando en cepas sudafricana y brasileña.
Con tu generosidad habitual, me rogaste que no viajara porque la cuarentena iba a condicionar el reencuentro y tuviste razón, aunque a mi me habría gustado tirarnos al agua, nadar hasta el espigón que da a La Conchita y pasear por la orilla de la mar hasta que asomara la luna, y aún después, aunque no mucho porque ya sabes que en noches de calor y sin viento, los mosquitos hacen zafra, aun en febrero, cuando los nortes son más seguidos.
Siento que tengas que volver a sacar los trastos del cuarto de desahogo, donde dejé la atarraya y los carretes Mitchel, y recolocarlos para conjurar esa sensación de vacío que provocan los espacios habitados sin muebles, donde tantas veces nos amamos y, aunque ya no somos unos pepillos, siempre deseamos aminorar el extravío que el teléfono y los mensajes no consiguen aplacar.
Solo que no sabemos cuándo porque los aeropuertos siguen mudos, el gentío deambula intermitente con media cara oculta, como el Zorro, la burocracia a media máquina y nosotros con estas ganas locas de acostarnos sobre el limpísimo suelo de casa, amarnos hasta que amanezca, tu vayas a la cocina a colar un buchito de café y yo a tostar trozos de pan, sujetos por un tenedor y volteándolos sobre la lumbre, con los ojos clavados en tu carne aún joven de hembra tierna y juguetona.
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