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Parece todavía demasiado cercano y común el 21 de enero de 2020, cuando Estados Unidos reportó el primer caso de COVID-19 en su territorio. Las primeras 14 personas que dieron positivo en la nación americana habían viajado a China, antes de que el 26 de febrero se detectara un caso autóctono de contagio, en California. El 29 de febrero se confirmaba la primera víctima por el virus.
En vísperas de ese aniversario fatídico, el país más poderoso de la Tierra -epicentro financiero, industrial y militar del mundo- llegó a los 500,000 muertos por la pandemia.
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Es una cifra difícil de pronunciar y aún peor de digerir: 500,000 personas, entre las que cuentan seres queridos, familiares y amigos entrañables. Nadie ha podido sentirse ajeno a la tragedia que toca aún a nuestra puerta.
Un siglo atrás, la devastadora influeza de 1918 arrasó con 675,000 americanos en tiempos en que los recursos científicos y la capacidad de respuesta gubernamental suponíamos inferiores. Sin embargo, es muy probable que para entrada la mitad del presente año, nuestra estadística de mortalidad supere por largo margen los decesos de la influenza del siglo XX y se acerque al millón de pérdidas.
Ningún otro país ha tenido tantas muertes como resultado del azote del COVID-19. La escalofriante realidad es que han perecido más estadounidenses por coronavirus que los que perdieron la vida en las batallas de las dos Guerras Mundiales y de la Guerra de Vietnam.
Ha muerto hasta hoy uno de cada 670 estadounidenses. Un total de 28.2 millones se han contagiado, es decir, el 9% de la población del país.
Estados Unidos ha declarado cinco días de duelo para honrar a las víctimas de esta magna tragedia americana.
El país que conocimos hasta hoy ya no es el mismo ni la recuperación emprendida nos va a llevar al mismo punto de antes. Cada uno de nosotros es diferente y ha sido puesto ante situaciones límite de emoción, dolor, soledad y compasión de manera vertiginosa. Definitivamente hemos cambiado ante la evidencia de la fragilidad de nuestras conquistas materiales, la erosión de nuestras certezas sentimentales y la imploración de la fe.
¿Pero realmente el cambio nos da para mejorar la vida y entonar el canto del mundo?
Hay quizás un hálito de esperanza con la disminución de los casos de contagio en el país, la reducción de las muertes y el avance sostenido de los planes de vacunación.
Estados Unidos está ante una prueba suprema y la superación de este diabólico episodio es algo que tenemos que asumir como un necesario paso de gigantes. Lo requiere esta nación grandiosa y lo espera también el mundo como un faro de la prevalencia humana sobre la destrucción y la muerte.
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