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Al comienzo de su novela El Siglo de las Luces, Alejo Carpentier imagina una guillotina que viaja al trópico sobre la oscilante cubierta del mismo barco que lleva al Revolucionario. El escritor la llama, indistintamente, la Máquina y la Puerta-sin-batiente, "reducida al dintel y las jambas con aquel cartabón, aquel medio frontón invertido, aquel triángulo negro, con bisel acerado y frío, colgando de sus montantes". "Ahí estaba —escribe— la armazón, desnuda y escueta, nuevamente plantada sobre el sueño de los hombres, como una presencia —una advertencia— que nos concernía a todos por igual".
La guillotina, invento dieciochesco del cirujano francés Joseph Ignace Guillotin, es un artefacto inseparable de las revoluciones. No hay que olvidar que sus promotores obraban movidos por consideraciones humanitarias puesto que antes de ella los métodos legales de ejecución implicaban una alta e inevitable dosis de tortura para el condenado. Los libros de historia cuentan cómo llegó a convertirse, no sólo en signo racionalista del Terror sino también en un espectáculo muy popular. Porque la guillotina, como las banderas, es algo para enseñar; mientras más visible, mejor.
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La nueva mole de cemento que el Gobierno cubano ha alzado frente al sobrio edificio modernista de Harrison y Abramovitz que alberga la Embajada norteamericana pretende erigirse en reclamo patriótico pero no ha conseguido ocultar su íntima vocación reaccionaria: en vez de una bandera, les ha salido una enorme guillotina.
Su implacable geometría tridimensional define muy bien, sin embargo, el brutalismo decadente del régimen actual.
Hablando de aquella guillotina exportada al Caribe sobre la proa de la nave que lleva al Investido de Poderes, Carpentier explica cómo ya no la acompaña el entusiasmo jacobino de antaño: ahora está sola, sin pendones, tambores ni turbas, "no conocía la emoción, ni la cólera, ni el llanto, ni la ebriedad de quienes, allá, la rodeaban de un coro de tragedia antigua, con el crujido de las carretas de rodar-hacia-lo-mismo, y el acoplado redoble de las cajas". Es difícil encontrar mejor definición de aquello en lo que se ha convertido la Revolución cubana: mole solitaria y nocturna, mascarón gigante, Puerta hacia ninguna parte.
Ese filo diagonal que pende sobre la cabeza de todos los cubanos en busca de un futuro mejor es una bandera despojada de los dones naturales de cualquier estandarte patrio. Es la Muerte por encima de la Patria. La suma de Nación, Revolución y Estado es ese inmenso túmulo de concreto, una gigantesca parálisis que solo es capaz de anunciarse como amenaza. A su manera, el nuevo monumento, fraguado con el cemento necesario para restaurar una ciudad en ruinas, es un símbolo perfecto, un frío y riguroso emblema de la realidad cubana.
En la novela de Carpentier, la guillotina que viaja del Viejo al Nuevo Mundo es accionada por el Investido de Poderes, cuya mano no resiste la tentación de probarla en falso. "Hay que cuidarla del salitre", dice, antes de cubrirla con una funda. La presuntuosa guillotina-bandera de cemento que ahora se alza en el Malecón habanero también debe cuidarse del salitre y, sobre todo, del ritmo implacable de la Historia, sepulturera de dictaduras.
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