Lidia Señarís: El terror deja una secuela de muerte que perdura

Hace 21 años que no pongo un pie en Cuba, por una decisión absolutamente personal.

Lidia Señarís, intelectual cubana © Antonio Garci
Lidia Señarís, intelectual cubana Foto © Antonio Garci

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Este artículo es de hace 2 años

Lidia Señarís, la flaca (La Habana, 1966) es una comunicadora plural, que de niña anduvo por los meandros de la poesía española y cubana que provocó en ella el olfato de los buenos periodistas y el reposo maduro de observar el mundo con la certeza de la relatividad de tantas cosas y la gravedad de lo imprescindible.

Acaba de publicar su poemario En una calle sin mar (Iliada Ediciones), ya disponible en Amazon, que es un recorrido lírico por su geografía vital, un cuaderno de emigrado, con la cruz de llevar la casa a cuestas; cual caracol, pero gozoso ante el revuelto Cantábrico o sudando en la escarpada serranía andaluza, que aun llora a Federico.


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Su mirada transversal y madura huye del maniqueísmo doctrinal y de la vanidad efímera del éxito fulminante, cuestionando errores contemporáneos, incluido el leninismo cubano; pero atenta siempre a la barranca de todos; allá, mamá, tu me ves allá, donde se sientan los pobres, donde se sientan quienes sufren delirios y excesos del poder decadente.

¿Cómo fue tu descubrimiento de la poesía?

Fue gracias a mi abuela materna, Lidia Ravella. Desde los cuatro años ya me hacía aprender y recitar poemas, que ensayábamos juntas, uno de nuestros juegos preferidos. Tuve la fortuna de crecer en una casa grande y algo vieja, en el municipio habanero de Playa, repleta de libros y con un patio lleno de gatos, perros y rosales, el primer público de mis propios e imagino que horripilantes versos.

En términos de autores, uno de los primeros descubrimientos fue José Martí. Pero también tropecé muy pronto con el llamado Siglo de Oro español. Me recuerdo, de adolescente, recitando las redondillas, romances y coplas que conforman Fuenteovejuna, esa obra maravillosa de Lope de Vega, y también sus Rimas, sus sonetos. Así como a Francisco de Quevedo (a quien siempre he preferido a Góngora). Y entre los cubanos, desde el romántico Heredia hasta el modernista Julián del Casal, pasando por la indomable Gertrudis Gómez de Avellaneda (Tula) y, ya del siglo XX, los poetas del grupo Orígenes, y también los posteriores. Y luego, la llamada generación del 27 española, incluidas sus mujeres (injustamente menos conocidas) y la generación del 50, hasta llegar a la llamada poesía de la experiencia, con la que mucho me identifico. La poesía me ha acompañado desde que tengo memoria y en algunas etapas, por cursi que pueda resultar, diría que me ha salvado, incluso.

¿Cuándo vamos a poder leer tus sonetos, esos que guardas en un cuaderno?

Eso es periodismo atento y lo demás, tontería… No se te escapa una. Bueno, sinceramente, no lo sé. Ese libro nació hace 21 años, y ha ido engordando golosa y calladamente a través de los años. Yo estaba recomenzando mi vida desde cero, personal y profesionalmente, en un pequeño pueblo perdido de Asturias. Llamé por teléfono a Nidia (Puchi) Fajardo, que había sido mi admirada profesora de Literatura Cubana en la Universidad de la Habana y a la sazón vivía en Tenerife y le dije: «Puchi, el frío y la lluvia me están volviendo loca, pienso en endecasílabos». Y ella me respondió: «No estás loca, eres poeta, lo que pasa que no te lo crees». Y de ahí pasamos a uno de nuestros pasatiempos favoritos, reírnos de nosotras mismas. Tuvimos un encuentro posterior en Madrid y acordamos que lo leeríamos juntas. Ella marchaba a un viaje a Brasil y luego a México. Pero después el cáncer se atravesó en su camino y ya no volvimos a vernos. Después de su muerte, durante años no pude ni abrir ese cuaderno. Luego, poco a poco, le fui sumando versos. Pero no sé si alguna vez me animaré a publicarlo.

¿Cuánto queda en ti de la joven periodista habanera?

La flaquencia se esfumó a base de fabadas y bombones, obviamente. Pero queda la energía, la vocación, el interés genuino y el cariño por la gente. Si no eres capaz de mirar más allá de tu nariz, si vives todo el tiempo encantada de conocerte, mejor no hagas periodismo. En España me he sentado horas junto a víctimas del terrorismo que me contaban su historia; en ocasiones esas entrevistas me han provocado incluso pesadillas y no pocos conflictos, pero a la hora de escribir jamás he contado ni mis pesadillas ni mis conflictos, sino los de mis entrevistados.

Esa conciencia de que los demás son los protagonistas, de que estás ahí para contar su historia, me sigue acompañando. Y también la certeza de que hay que interrogar a la realidad, sin prejuicios. El mundo es como es, y se resiste a cualquier intento de encorsetarlo. Por supuesto, como diría una canción de Serrat, «cada uno es cada quien y baja las escaleras como puede»; todos tenemos nuestras ideas, sueños, nuestra visión del mundo, pero la realidad es diversa, contradictoria, y hay que salir a buscarla y abrazarla con todos sus matices y colores, por mucho que difiera de tu «paleta» personal.

¿A qué atribuyes que en Cuba se haga mal periodismo, teniendo buenos profesionales?

Hace 21 años que no pongo un pie en Cuba, por una decisión absolutamente personal. Pero resulta obvio que uno de los principales motivos es esa confusión entre propaganda y periodismo que tan enraizada está en el sistema y la sociedad cubana. Es un problema de fondo, de concepto: Ese afán leninista de usar la prensa como un instrumento de movilización y propaganda e incluso de adoctrinamiento y educación de las llamadas masas. Esa concepción del periodista como soldado e instrumento es funesta y castradora. Si el periodista es un soldado (incluyo a hombres y mujeres, por supuesto), lo es únicamente de la tozuda realidad y de la variopinta gente que camina por la calle. No de ningún partido, gobierno, casta o lo que sea.

Dicho esto, permíteme ser muy honesta. El periodismo está en crisis en todas partes. En Cuba apenas existe, es un esperpento, con muy honrosas excepciones. En el resto del mundo sobrevive, pero está en peligro de extinción. Apenas hay contrastación de fuentes, ni contextualización, las consignas y diatribas de Twitter sustituyen con demasiada frecuencia al análisis de fondo y la investigación.

La televisión es un show de una frivolidad y una zafiedad espeluznantes y la prensa escrita, a duras penas sobreviviente, a menudo se atrinchera en la parcelita de su perfil editorial. Se le ve demasiado el plumero ideológico a la mayoría de los periódicos. Precisamente por eso, hace muchos años decidí ser un electrón suelto, y en vez de sumarme a la plantilla de algún medio de comunicación tradicional, ser eso que en España llaman «profesional liberal autónoma», con toda la incertidumbre económica y hasta el relativo anonimato que ello conlleva.

En España eres —entre otras muchas cosas— editora, ¿cómo se ve el mundo desde tu mesa de edición?

Tan ancho como siempre, pero nunca ajeno. Eso sí, por momentos algo desesperanzador. Por un lado, avanza el populismo y el totalitarismo de diverso signo, tanto de izquierda como de derecha. Es muy difícil defender posiciones matizadas, centradas, con un debate civilizado, porque los extremos están cobrando una fuerza tremenda. Volvemos al blanco o negro, al todo o nada. Perdemos a marcha forzada el sentido del humor. E incluso en instituciones creadas expresamente para la negociación, el encuentro y el debate cívico y político, como los parlamentos, se suceden lamentables rifirrafes de insultos epatantes y gestos violentos.

Al mismo tiempo, hay una exasperante tendencia al buenismo, a la corrección política (también extrema y descontextualizada), un afán de juzgar a figuras históricas de hace siglos con criterios actuales, o a personas de 60 o 70 años por algo que dijeron o hicieron a los 20. Una cacería de los verbos incorrectos, de los libros incorrectos, una hipersusceptibilidad y unos complejos con los que es muy difícil convivir y que, en lugar de hacerle honor a las causas (la mayoría inicialmente justas) que defienden, las devalúan y desprestigian.

Mientras esto ocurre, sobre todo entre quienes disfrutan de comida en sus mesas, todavía buena parte del planeta no tiene acceso siquiera a agua potable y a unos mínimos estándares de calidad de vida. Y ya la pandemia del coronavirus ha sido como el tiro de gracia para un mundo plagado de desigualdades, asimetrías y enconos. Como soy una optimista patológica y algo me queda de tanta dialéctica que estudié, confío en que vivamos simplemente una de esas espirales temporales de la historia y que, de algún modo, podamos remontarla.

Tu trabajo en comunicación te ha puesto en contacto directo con víctimas del terrorismo, un flagelo reciente en España; ¿qué secuelas deja el terror?

Deja una secuela de muerte, sufrimiento y destrucción de las personas, las familias y las sociedades, capaz de perdurar durante décadas. No sólo despoja a los seres humanos del mayor derecho, el de la vida, sino que les arrebata a quienes les sobreviven su condición ciudadana, de miembro de pleno derecho de una sociedad y los deja en una especie de limbo del cual resulta muy difícil salir. El terrorismo cosifica a los seres humanos y los echa a la cuneta de la vida.

La narrativa sobre la vivencia de esas víctimas, en cambio, las humaniza, les devuelve la dignidad y es una de las mejores herramientas para la deslegitimación social del horror y el error mayúsculo del terrorismo; por eso he dedicado los últimos 15 años de mi ejercicio profesional, entre otros proyectos, a la revista Andalupaz, de la Asociación Andaluza Víctimas del Terrorismo.

Portada de En una calle sin mar / Foto: Iliada Ediciones

En una calle sin mar es tu último poemario, ¿qué encontrará el lector cuando camine por el libro?

Encontrará una calle polisémica pero luminosa, de viajes interiores y exteriores, en los que podemos reconocernos esas metáforas caminantes tan diversas que somos los humanos. Quizás algo de alegría y su reverso también, la inevitable tristeza; un poco de ironía, incluso algo de sentido del humor y poemas que funcionan como pequeñas piezas narrativas.

Son 45 poemas, 42 de ellos de verso libre, estructurados en tres cuadernillos encabezados cada uno por un soneto que les da título. El primero, "Donde La Habana no está" es mi personal mirada a la delirante utopía isleña que viví en carne propia; el segundo, "Sinalefas te doy" es un compendio de poemas de amor (de varios tipos de amor, pero sobre todo de ése que alborota los poros) y el tercero y último, "Dos calles más allá" agrupa una diversidad de escenas y momentos: Un amanecer en el Mediterráneo, un atardecer en lo más profundo de la serranía andaluza, un ajuste de cuentas con mis raíces asturianas, y reflexiones varias sobre lo milagroso y complicado que resulta este oficio de respirar.

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Carlos Cabrera Pérez

Periodista de CiberCuba. Ha trabajado en Granma Internacional, Prensa Latina, Corresponsalías agencias IPS y EFE en La Habana. Director Tierras del Duero y Sierra Madrileña en España.


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