El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, es inocente hasta que sea condenado en firme por un tribunal, pero las hordas rojas y rosadas; azuzadas por el establishment, ya lo han condenado, vulnerando el principio democrático de presunción de inocencia.
Prejuzgar siempre es fácil y gratis; la conducta cívica ante cualquier imputación debería ser el respeto a la justicia, pero los totalitarios enseguida saltaron al cuello de Trump; amparándose en que es el primer expresidente de Estados Unidos que será juzgado. Sin duda una gran noticia, pero los añadidos son afanes totalitarios.
Trump había ido librando de varias emboscadas judiciales de sus adversarios, que ahora creen haber agarrado a su presa favorita, aprovechando el protestantismo militante de la sociedad estadounidense, que ya se llevó por delante al entonces precandidato demócrata Gary Hart y tragó con las mamadas de Mónica Lewinski al popular Bill Clinton.
La mayoría de los hombres públicos tienen virtudes y defectos, y corresponderá a la justicia determinar si Trump violó la ley en su presunta relación con una supuesta prostituta que, si no resulta probada, será un asunto privado de tres y carne de sensacionalismo.
Una táctica vieja del comunismo consiste en asesinar la reputación de sus adversarios y las tribus neocomunistas y socialistas post Muro de Berlín no desperdician oportunidad cuando huelen sangre; con la ventaja de gozar de la simpatía de atildados simuladores, que fingen asco para que no vayan a pensar que ellos son como Trump; aunque sean jamoneros de guagua.
El show está servido en Nueva York, donde el expresidente comparecerá esposado, en otra ceremonia cainita de pena de noticiero, porque la gran prensa está al servicio de la falsa progresía; hasta el punto de atacar a Trump y otros políticos de derecha, mientras ensalzan o escamotean atrocidades antidemocráticas de la izquierda y veneran santones crueles como Fidel Castro y Ernesto Guevara.
Como les salga mal la jugada y Trump sea absuelto, sólo habrán conseguido rearmar aún más a un formidable adversario, que ya venció al establishment, que nunca lo ha perdonado y que engrandecía sus salidas de tonos con estadistas extranjeros y periodistas y empequeñecía o manipulaba sus aciertos.
Un mandatario no tiene que ser simpático, solo debe ser eficaz, honesto y respetuoso, aunque la masa siempre suspire por ser poseída por un zurdo carismático.
Trump fue un buen presidente hasta la llegada de la pandemia de coronavirus, propiciando un clima de crecimiento económico récord, que repercutió en la eficaz justicia social estadounidense; no se involucró en conflicto bélico alguno y cometió errores estratégicos como la salida de Estados Unidos del acuerdo del Pacífico, dejando el campo libre a China.
Otro mérito suyo fue cortarle la luz y el agua al tardocastrismo, que no se atrevió a mandarle ni una lanchita con emigrados, como hizo a mansalva y sigue haciendo contra la actual administración demócrata, que ya ha visto a La Habana empinada, cuando cree que los mangos están bajitos.
Su llegada a la presidencia fue fruto de una discrepancia del establishment, que no quería a Hillary Clinton en la Casa Blanca y a su habilidad política para despertar a la América dormida y profunda, que vive alejada del cosmopolitismo de California y Nueva York.
Correrán ríos de tinta virtual, oiremos a exaltados tribunos moralistas y veremos a pelotones de fusilamiento ametrallando a destajo, pero si la sentencia fuera absolutoria; vendrá el cuestionamiento al juez y demás concernidos, quienes serán tildados de fascistas porque no complacieron a la artillería roja.
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