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Ese fenómeno histórico denominado revolución cubana viene cumpliendo años e incumpliendo promesas desde que nació, el 26 de julio de 1953, con los fórceps del asalto a los cuarteles de Bayamo y Santiago. Sólo que también se incumplen, año tras año,las profecías de remplazo del Estado totalitario que desovó aquella revolución por otro de tránsito hacia la democracia.
Las lecciones olvidadas del 11 J son que el aparato represivo del Estado aplastó las protestas populares en menos de 48 horas, con apenas un muerto, y que el liderazgo del movimiento opositor brilló por su ausencia para confirmar que la protesta de masas sin tales líderes equivale a tales líderes sin masas.
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La alternativa política ha sido siempre balas o votos, pero dar entrenamiento militar y armas a los opositores, como propuso el cubanólogo Jaime Suchlicki, es canto de cisne de la contrarrevolución beligerante, mientras la contrarrevolución pacífica ha llegado incluso a convocar a quedarse en casa sin hacer nada en vez de ir a votar contra el gobierno.
Nadie debe alarmarse por el término contrarrevolución para definir la posición política contra el gobierno imperante en Cuba. Si este prosigue entonando en cada barrio revolución, todo opositor puede y debe adoptar la misma tesitura de Ronald Reagan frente a la revolución sandinista: “Yo también soy un contra”.
La guerra electoral
Pero tal como demostró el politólogo Albert Otto Hirschman en Exit, Voice, and Loyalty (Harvard University Press, 1970), para nada sirve en política contar a quien se queda en casa o se va del país [Exit]. Sólo tiene relevancia la correlación de fuerzas entre disidencia activa [Voice] y lealtad al régimen [Loyalty].
Así que, a falta de balas, tan sólo quedan votos, pero la contrarrevolución pacífica se estanca entre el desespero, porque el Estado totalitario no acaba de caerse y el embullo con cualquier ademán opositor sin consecuencia política práctica.
Se vocea por doquier que dar guerra electoral no conduce a nada —¡como si otras formas de lucha hubieran dado algún resultado!— pues habrá fraude, pero el fraude siempre ha sido y será inherente a toda elección. Sólo cabe minimizarlo. Así, el opositor pacífico que no vota equivale al alzado en armas que deserta.
Y si el pueblo cubano -o su mayoría- está contra el gobierno, ya sea de manera visible en protestas callejeras y descargas por medios sociales o invisible dentro de casa, no tiene ni tendrá mejor oportunidad política para demostrar lo que ejerciendo su derecho al voto. Abstenerse malogra esta oportunidad única.
Si ese pueblo sale a la calle en retazos, pero no acaba de votar en su mayoría contra los candidatos del gobierno y a favor de opositores —a mano alzada en las asambleas de vecinos para nominarlos y en secreto en los colegios electorales para elegirlos— a Cuba le tocará perder una y otra vez. No lo van a impedir los generales de la OTAN ni los cascos azules de la ONU ni el exilio.
El peso del hastío
Ningún orden político se conmueve porque la gente se abstenga de votar. La abstención en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, por ejemplo, siempre ha sobrepasado la tercera parte de los electores desde que en 1980 comenzaron a computarse los porcentajes de participación sobre la base del censo de personas aptas para votar.
Tampoco el orden dictatorial en Cuba se conmueve por abstención rampante. Embullarse con que casi la tercera parte del electorado en todo el país y casi la mitad en La Habana no acude a votar es otra vana ilusión política que campea por sus respetos en la contrarrevolución pacífica. La abstención sólo facilita que el partido único se lleve todos los escaños sometidos a votación en los municipios.
Si los albañiles de la transición democrática prefieren capitalizar el descontento de la población amasándola como políticamente inerte con eso de quedarse en casa en vez de dar guerra electoral, tendrán que irse a otra parte porque se acabó la mezcla. La contrarrevolución pacífica seguirá entonces desfogándose en denuncias de la represión sin generar voluntad política capaz de meter opositores en las asambleas municipales para fracturar el Estado totalitario.
Y si la contrarrevolución pacífica no se articula en torno a la acción directa del voto en el mundo terrenal de la política, tanto el desespero, porque la dictadura sigue muriendo sin entierro como el embullo con cualquier ademán opositor irracional continuarán marcando el paso frenético en el mundo mediático.
Desde luego que algún día el Estado totalitario desovado por la revolución cubana se vendrá abajo, pero ese día tardará otros 70 años o más en llegar si la contrarrevolución pacífica de hoy prosigue tal y como la contrarrevolución beligerante de ayer: viviendo de desengaños hasta morir de ilusiones.
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