La guardia pretoriana de Fidel y su lealtad a la “continuidad” de Díaz-Canel

Debe producir cierto sonrojo en quienes evitaron 600 gatillazos contra Julio, tener que llevar paraguas para evitar que 600 escupitajos caigan sobre Cómodo.

Díaz-Canel y su escolta recorren San Antonio de los Baños un día después de las protestas del 11J © Granma
Díaz-Canel y su escolta recorren San Antonio de los Baños un día después de las protestas del 11J Foto © Granma

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Este artículo es de hace 1 año

Los césares de la “continuidad” felicitaron este miércoles a su guardia pretoriana, esa “silenciosa familia de Seguridad Personal que durante más de seis décadas cuidó al Comandante en Jefe y otros compañeros”.

Así agradeció Díaz-Canel la “legendaria lealtad” de sus “compañeros de todos los días”. También les llamó “hermanos”, y llevado por la leyenda y la épica revolucionaria, celebró el fracaso de “más de 600 atentados contra Fidel”.


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Debe ser frustrante para el inquilino del Palacio de la Revolución que los únicos atentados contra su “liderazgo” provengan de sus ministros y titiriteros, de sus fauces y de quien pone en ellas las palabras, y de la primera o la segunda dama.

Debe producir cierto sonrojo en quienes evitaron 600 gatillazos contra Julio, tener que llevar paraguas de Cherburgo para evitar que 600 escupitajos caigan sobre Cómodo. Pero eso define a una guardia pretoriana, una lealtad que se paga bien, tengas que empuñar la espada o la sombrilla.

La dinastía Julio-Claudia que bajó de la sierra y llega hoy hasta el Nerón de Placetas, ya está representada en el imaginario del vulgo como una tiranía. Le llame como le llame, el cubano de hoy es consciente de la opresión, del miedo, la falta de derechos o la corrupción.

El que no es consciente, padece esta realidad y se pregunta, se lamenta, se atormenta o se indigna. Algunos explotan. Y todos, o la gran mayoría, sienten un vacío inmenso en sus estómagos, en sus almas, o al escuchar la palabra “revolución”.

El pueblo cubano está harto de ese vacío en la praxis y en la retórica de los tribunos. Harto de promesas, de resistencia, de enemigos, de cuotas, de libretas para racionar el hambre. Harto de ver engrosar el cuello de quienes le dicen que el sacrificio es necesario, de quienes revientan guayaberas frente a ciudadanos famélicos.

Cualquiera que haya sentido curiosidad por la historia y no por la doctrina sabe que la búsqueda de libertad de los cubanos enfrentados a la dictadura de Batista terminó con la llegada al poder del gran traidor.

Ese que trastocó el ideal republicano y democrático en el dogma de la revolución, el que orquestó la farsa y usurpó el poder para imponer su tiranía, encubrir su ilegitimidad y perpetuar un orden de sumisión total a una ideología, contrario a la libertad y ajeno a los derechos humanos.

Ese que armó a su guardia pretoriana y construyó un régimen a su medida, donde la fidelidad era más importante que el conocimiento o la búsqueda de la verdad, que la dignidad o la libertad. Y ahora los herederos de esa tiranía rodean de privilegios y parabienes al régimen y su guardia pretoriana.

Pero Cómodo no es Julio, los legionarios murmuran (no todos son clarias), la gens Claudia marchó al exilio, muchos ilustres languidecen en su desencanto, otros quieren “un cambio”, el vulgo vocifera, golpea los calderos y sale a las calles a la primera.

Y la guardia pretoriana -ese estamento que no son solo guardaespaldas; sino estrategas, necios, casamenteras y clientes apiñados tras las murallas del régimen- empieza a dudar entre Materno y Majencio.

Es imposible que no escuchen el rugido sordo que recorre el foro, el llanto de las madres, el chirrido de dientes de los padres, el treno de las familias. Y algunos entre sus generales saben aquello de que a los seres humanos les asiste el “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

Así que hoy aceptan la dádiva y las felicitaciones de Nerón, Cómodo y Calígula. Y cuidan sus espaldas, sus prominentes panzas, sus estrabismos, sus mansiones, sus orgías. Pero presienten que ese vacío que el vulgo rumia exacerba el apetito por un nuevo gobierno que se funde en principios y derechos inalienables; como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

El vulgo no cocina y no come términos de filosofía política, pero tiene el derecho de reformar o abolir cualquier forma de gobierno que se haga destructora de estos principios y derechos inalienables.

Porque siglos de cultura y evolución han dado al hombre la noción sagrada de libertad e igualdad de derechos, y con ello le han dado la facultad de organizar las voluntades y participar en la cosa pública. O sea, le han dado poder a quien represente una voluntad mayoritaria.

Y si algo sabe la guardia pretoriana es que el poder forja lealtades, que un gobierno tiránico es menos noble y más turbulento que una república, y que no hay fuerza alguna que detenga a quienes deciden sacudirse el yugo y volver a vivir como ciudadanos libres.

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Iván León

Licenciado en periodismo. Máster en Diplomacia y RR.II. por la Escuela Diplomática de Madrid. Máster en RR.II. e Integración Europea por la UAB.


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