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Nada representa mejor el colapso de un país que la imagen de un anciano de 74 años escarbando entre la basura para encontrar algo tan básico como la sal. En Cuba, la escasez ha llegado a un punto en que lo elemental se convierte en un lujo, y lo cotidiano, en una amenaza mortal.
El trágico incidente en La Habana, donde una niña de cinco años y su madre, de 25, murieron tras consumir sal de nitro en lugar de sal común, es la última demostración de que el régimen ha convertido la supervivencia en una ruleta rusa.
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Nada representa mejor el colapso de un país que la imagen de un anciano de 74 años escarbando entre la basura.
En cualquier otro país, una confusión como esta sería impensable. Pero en la isla de los "logros revolucionarios", donde la sal cuesta más de 500 pesos el paquete y conseguirla implica una odisea, lo raro es que no haya más tragedias de este tipo. Aquí, las personas no mueren solo por accidentes, sino por el resultado de un sistema que las obliga a mendigar lo esencial.
El culpable directo fue el hombre que recogió el paquete. Pero la culpa real es de un modelo que ha convertido a la necesidad en la madre de todas las desgracias. El régimen prefiere hablar de "errores humanos" antes que reconocer que la escasez crónica, el mercado negro y la desesperación son consecuencias directas de sus políticas fallidas. No hay una "mala gestión" en Cuba. Hay un crimen económico sistemático que se ha convertido en política de Estado.
El régimen prefiere hablar de "errores humanos" antes que reconocer que la escasez crónica, el mercado negro y la desesperación son consecuencias directas de sus políticas fallidas.
Que en un país rodeado de mar la sal sea un artículo de lujo dice mucho más de la realidad cubana que cualquier discurso oficial. No es que falte la capacidad para producirla. Es que el sistema está diseñado para que incluso lo más básico dependa del mercado negro. Y si bien en el discurso oficial se insiste en la "soberanía alimentaria" y en la "eficiencia del socialismo", la realidad es que la gente sigue racionando el arroz, estirando el aceite y ahora, incluso, dudando de la sal que pone en la mesa.
El acceso a los bienes esenciales no debería depender de la suerte, del tráfico ilegal ni de la recolección en la basura. Pero así funciona Cuba: el pueblo sobrevive a base de remesas, sobornos y migajas. Y cuando todo esto falla, ocurren tragedias como esta.
No se trata de cambiar la distribución de la sal. No es cuestión de reorganizar almacenes o de hacer más eficiente el transporte. El problema es que Cuba está atrapada en una espiral de miseria programada, donde cada crisis es la antesala de la siguiente. Y cada tragedia como esta es el recordatorio de que, bajo este sistema, lo único garantizado no es el bienestar del pueblo, sino la perpetuidad de los mismos responsables del desastre.
Si algo debería quedar claro después de este suceso es que las muertes no fueron un accidente. Fueron el resultado lógico de un modelo que ha fallado en lo más básico: alimentar, vestir y cuidar a su gente. No basta con indignarse, ni con buscar culpables individuales. Es el sistema entero el que debe ser derribado.
Porque cuando hasta la sal mata, es evidente que el país está podrido hasta la médula.
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