En América fuimos los primeros en utilizar semáforos, con diferencia. El semáforo llegó a Cuba en 1914, mucho antes que a otros países de Latinoamérica; Perú comenzó a utilizarlo en 1926 y Colombia en 1929.
Era un modelo "Eagle" norteamericano, del que se colocaron una docena por toda La Habana, el primero de ellos en la popular esquina de Prado y Neptuno, pero ya no existe.
De todos aquellos aparatos pioneros, solo queda uno en la intersección de Zanja y Belascoaín, frente a Super Cake, y sigue funcionando. Tiene 105 años.
Es curioso, porque en toda la literatura técnica cubana reciente se jerarquiza la idea de que el histórico artefacto ha llegado hasta nuestros días “gracias a la innovación de los técnicos de la revolución”. Pero la revolución ha tenido bien poco que ver con su supervivencia.
Además de ser del barrio y pasar por esa esquina todos los días hasta que me fui de Cuba, estuve muchos años vinculado a la Dirección Nacional de Tráfico por mi profesión, cuando la empresa donde trabajaba acometía proyectos urbanísticos que afectaban el sentido del tránsito en la ciudad.
Por aquellos días, estaba muy al corriente de la instalación y funcionamiento de la red de semáforos de La Habana, y supe que la reparación y “salvamento” de los viejos semáforos, se realizaba en condiciones técnicas y materiales paupérrimas y sin apoyo material alguno del gobierno.
A veces no tenían ni cinta aislante para solucionar un cortocircuito. Sin embargo, sin ayuda estatal alguna, los trabajadores seguían dándoles mantenimiento a los aparatos viejos con “inventos” para sustituir piezas y realizar adaptaciones “caseras” de dispositivos modernos, en las carcasas de los semáforos antiguos.
Toda la industria de la isla ha seguido ese método durante 60 años; ha sido el ingenio del cubano de a pie, el que ha permitido que todavía funcionen los almendrones, los ascensores americanos y hasta las cafeteras domésticas.
Pero mientras en Cuba se siguen atando a los perros con longanizas en materia tecnológica, el mundo va a velocidad crucero. Los semáforos no solo han cambiado las luces con la tecnología LED, sino que su programación básica se ha sofisticado con complejos algoritmos que regulan el tráfico en función de su densidad, despojándose de las pautas fijas.
Siemens, Audi y Honda trabajan en sistemas que hacen “conversar” a los automóviles con los semáforos, indicándoles si tendrán tiempo o no para alcanzar la luz verde según la localización del vehículo y la velocidad a la que se mueve. La intención es que finalmente el transporte motorizado encuentre siempre vía libre y no tenga que detenerse nunca.
He sabido que el Centro Nacional de Ingeniería de Tránsito de Cuba (CNTC) desarrolla el primer semáforo de producción nacional con el apoyo de los estudiantes de electrónica de la CUJAE. La iniciativa, como siempre, surge para “ahorrar combustible”, no para mejorar el tráfico. Ese es siempre el talón de Aquiles de la maltrecha economía cubana: lo poco que se innova es para poner parches al descalabro económico del país, y no con una clara voluntad de mejorar la calidad de vida de la gente.
La Habana es el territorio del país con mayor cantidad de semáforos instalados; 222. Pero muchos de ellos no funcionan por falta de fluido eléctrico, los cortocircuitos, el (des)control de la programación, el falso contacto de las tarjetas y las inclemencias del tiempo.
Dicen que en cada intersección “semaforizable” de La Habana hay que invertir unos 10 mil dólares, el costo de comprar los equipos en el exterior y el de las reparaciones y mantenimiento posterior. Según el director del CNTC “el bloqueo obliga al país a desarrollar su propio semáforo”. O sea, que sin bloqueo, quizás también se habrían "ahorrado" acometer el proyecto.
Creo que pasará lo mismo que con los prototipos de lavadoras cubanas -jamás llegaron a producirse- o los aviones de fumigación, que se accidentaban al poco tiempo de levantar el vuelo.
A ver cuánto duran los semáforos cubanos colgados en las calles, si es que eso llega a ocurrir algún día.
LA HISTORIA DEL SEMÁFORO
La historia del semáforo comenzó en Londres el 9 de diciembre del 1868, cuando John Peake Knight, un ingeniero de ferrocarriles en paro, inventó el primero.
Era un artefacto con dos brazos móviles insertados en el extremo de una columna, que funcionaba con gasolina, y que se colgó en la intersección de las calles George y Bridge.
Tenía solo un farol rojo y otro verde, y se accionaba manualmente, por lo que la responsabilidad de su control corría a cargo de un agente de policía, que tenía que estar ocho horas cambiando las luces sin detenerse. Pero el 2 de enero de 1869, menos de un mes después de su instalación, el cacharro de Peake explotó, y le costó la vida al agente que lo accionaba, así que fue retirado de la céntrica calle londinense.
Tuvieron que pasar 40 años para que otro innovador, Ernest Sirrine, mejorara el invento de Peake en 1901, inventando el semáforo automático. Aunque Sirrine cambió las luces roja y verde por las frases «detenerse» y «avanzar», su idea duró poco, porque muchos londinenses pobres no sabían leer, y en 1903 se volvió a las dos luces clásicas.
No había mucho tráfico de automoción en Londres ni en ninguna otra ciudad del mundo a principios del siglo XX, así que aún no era muy necesario el uso de los semáforos. Pero a partir de 1908 se masificó repentinamente la producción y venta de automóviles a nivel internacional, cuando Henry Ford ideó y comercializó su modelo T.
En 1912, Lester Wire, un funcionario de Salt Lake City, Estados Unidos, retomó el modelo de Kight y creó otro semáforo, esta vez eléctrico. Llevaba un zumbador que avisaba del cambio de la luz roja a la luz verde, pero seguía siendo manual.
Se le considera el primer semáforo moderno, y se colgó en la confluencia de las calles Euclid y 105, al este de Cleveland, en 1914.
Ese mismo año, sirviéndose de la tecnología automática militar utilizada en la Primera Guerra Mundial, el inventor norteamericano William Ghiglieri logró superar el mecanismo manual y diseñó el primer semáforo completamente automático, instalado en la ciudad de San Francisco en 1917. El aparato también podía accionarse de forma manual.
En 1920, otro William, Willians Pots, un policía de Detroit, diseñó un semáforo que incluía por primera vez la luz ámbar para indicar a los conductores el cambio entre la luz roja y la verde, y dar tiempo a los peatones a cruzar la calle. Pero Pots no registró su invento a tiempo, y su idea fue patentada en 1923 por un señor afroamericano que inventaba cosas, llamado Garrett Morgan.
Morgan no sabía nada de semáforos, pero sí de patentes y marcas, y consiguió registrar a su nombre el semáforo de tres luces de Pots en 1923. Después le vendió la idea a General Electric por $40 000 dólares, que era mucha plata entonces, y así nació el semáforo de tres fases que conocemos hoy. Morgan vivió como un rey a costa del invento de Pots, que siguió durmiendo en una buhardilla de Camden, más pobre que una rata.
En 1961 nació la señal lumínica que representa al semáforo y que se ocupa de interactuar con los peatones: el dibujo luminoso de un viandante verde. Se creó en la Alemania de Este, y es conocido como el “Ampelmann”, un diseño del psicólogo alemán Karl Peglau.
Desde entonces, y a caballo de la tecnología, se han inventado un sinnúmero de semáforos zumbones, parlantes, de variadas simbologías lumínicas y resultados prácticos de toda índole. Me quedo con el que, a mi juicio, fue el más absurdo:
Los Guardias Rojos de la China de Mao durante la Revolución Cultural establecieron para los semáforos el color rojo como señal de “paso permitido”. Fue un estúpido intento de vincular el concepto de libertad a su color por antonomasia. Como era de esperar, la iniciativa tuvo muy poco recorrido y se reveló como un desastre; la primera semana hubo centenares de accidentes automovilísticos, y Mao tuvo que retirar los aparatos de las calles.
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