La pregunta, de tan repetida en plataformas digitales, redes sociales y conversaciones de paso en Miami, ha dado origen a este Editorial. Ha sido nuestro punto de partida.
El cuestionamiento aparece constantemente por estos días de ánimos caldeados y preocupaciones a flor de piel entre la comunidad cubana de Miami. Los cubanos exiliados asisten con estupor a sucesos y sacudidas bruscas en la política estadounidense hacia Cuba sin que nadie, absolutamente nadie, parezca darse por enterado ni se sienta en la obligación de alzar la voz. A pesar de que inexplicablemente esta misma comunidad exhiba con orgullo a tres representantes federales y un senador en el Congreso de los Estados Unidos.
Pues bien, esos tres congresistas y ese senador, todos de origen cubano, ¿por estos días dónde están?
Eso se han preguntado demasiadas veces los familiares de cubanos detenidos en cárceles para inmigrantes en Louisiana en los últimos meses. Votantes cubanoamericanos, con derechos a recibir respuestas. Están solos. Se sienten solos. Nadie les atiende. Nadie les explica ni se interesa por ellos. Cubanoamericanos de los distritos del sur de Florida donde Mario Díaz-Balart, Ileana Ros-Lehtinen y Carlos Curbelo piden votos siempre, sin excepción, recordando que son adalides inclaudicables en la defensa de los cubanos víctimas de los Castro.
El pasado miércoles 22 de agosto CiberCuba publicó una investigación donde se refleja el último atropello contra la comunidad cubana exiliada y, peor aún, contra la política exterior estadounidense. Los servicios de inmigración del país, representados por jueces y fiscales, están cuestionando y denegando solicitudes de asilo político a cubanos bajo el disparatado argumento de que Cuba ya tuvo elecciones, tiene un presidente sin el apellido Castro, y en consecuencia no hay nada de qué huir.
Cuarenta y ocho horas después de este escándalo del que se han hecho eco casi todos los medios de comunicación locales de Miami, y luego de que CiberCuba y otros medios de prensa intentaran obtener declaraciones de los congresistas cubanoamericanos, estos siguen haciendo mutis por el foro. Nadie sabe a qué otras cuestiones más importantes están dedicando su tiempo como funcionarios públicos.
Entiéndase: los mismos políticos que repiten como un mantra su compromiso con la lucha feroz contra la tiranía castrista, no se sienten obligados a pronunciarse ahora que el servicio de Inmigración estadounidense está dejando de considerar, en la práctica, a Cuba como una dictadura.
No vale la excusa de que no lo sabían. Si hubieran atendido las llamadas y mensajes de CiberCuba y decenas de familiares desesperados, conocerían de primera mano todos esos casos.
Pocas veces en la amarga historia del exilio cubano sus representantes federales jugaron un papel tan lamentable de omisión y silencio. “Tenemos dolor en el corazón”, dijo textualmente Almarelis Martínez, cubanoamericana residente en Hialeah, cuando este jueves en un programa radial de la cadena Caracol se le preguntó si el caso de su familiar, o el de las decenas de cubanos incomunicados en Pine Praire y Oakdale (Louisiana) habían tenido la atención de los congresistas del sur de Florida. “Ninguno nos ha mostrado el más mínimo interés”, admitió Martínez con tristeza.
Pero a este camino de indolencia y desentendimiento oficial no se llegó de repente. La actual política estadounidense hacia Cuba es un exponente como un templo del trabajo de los representantes cubanoamericanos que, al menos en teoría, deben trazar las líneas maestras de esa misma política hacia la Isla vecina.
Cuando el 12 de enero de 2017 Barack Obama puso fin a la política de Pies secos, pies mojados, dejando en el limbo a miles de cubanos que en ese instante atravesaban selvas colombianas o ríos panameños en camino a la tierra prometida, en realidad no hacía nada más que obedecer a un secreto pedido que los mismos congresistas habían ido deslizando año tras año en sus discursos, en sus declaraciones y hasta en proyectos de leyes.
Había llegado la hora de dejar de ver al cubano como un pueblo necesitado de protección. Ya se podían valer por sí solos.
Exactamente un año antes, en enero de 2016, el senador Marco Rubio presentó en la Cámara Baja un proyecto de ley que buscaba, en esencia, limitar el acceso a ayudas federales para cubanos que llegaran a Estados Unidos sin demasiados avales como perseguidos políticos.
La propuesta de Rubio venía a complementar otra propuesta sospechosamente similar introducida en la Cámara de Representantes apenas un mes antes -en diciembre de 2016- por el congresista cubanoamericano Carlos Curbelo. El proyecto de Curbelo buscaba ahorrarle $2.450 millones al contribuyente a cambio de eliminar la elegibilidad automática para ayudas públicas destinadas a cubanos que entraran al país por cualquier vía.
Ambas iniciativas, aunque no prosperaron, fueron aplaudidas públicamente también por Ileana Ros-Lehtinen y Mario Díaz-Balart. Ninguna de las dos cámaras les hizo caso. Los gringos defendieron las ayudas a los cubanos de sus propios congresistas.
La política estadounidense asistió con estupefacción a una especie de canibalismo insólito: los representantes de una comunidad eran los únicos en pronunciarse a favor de cortarle ayudas a los familiares y amigos de esa misma comunidad. Lo nunca visto.
No vamos a poner en duda casos de cubanos que han abusado de la hospitalidad y altruismo del sistema americano. Sin embargo, si estos legisladores no conocidos precisamente por ser muy prolijos en la generación de leyes apuntaban todas sus miras en dirección a retirar ayudas a la comunidad cubana, quizás era porque Cuba había comenzado a avanzar en la dirección correcta. ¿Por qué ayudar tanto a quienes huyen de una dictadura que ha comenzado a ser dictablanda?
Cuando la Administración Obama anunció en 2014 el inicio del deshielo con Cuba, los congresistas cubanoamericanos denunciaron que ellos no habían sido consultados. En consecuencia, poco después de llegar Donald Trump al poder en 2017, prácticamente todos expusieron en público su satisfacción porque ahora, por fin, estaban siendo verdaderamente consultados y escuchados.
¿Entonces lo que sucede en la actualidad les fue consultado? O peor aún, ¿el tratamiento de emigrante común, proveniente de un país normal, sin dictadura, sin violación de derechos humanos, que están recibiendo los cubanos que pisan por estos días suelo estadounidense ha sido instruido o impulsado por ellos?
Hace 24 horas el Departamento de Estado rebajó el nivel de alerta para viajar a Cuba. En su galimatías, el comunicado dejaba entrever que ya no se considera tan peligroso viajar a la Isla, a pesar del conflicto de los ataques sónicos aún no esclarecidos. ¿Los congresistas cubanoamericanos, que ahora sí son atendidos y escuchados, están detrás de esa movida diplomática?
Tienen que pronunciarse. El silencio en estos tiempos de confusión política no es moral ni es aceptable. La causa de los cubanos sigue siendo la misma: atacar al Gobierno dictatorial, proteger a las víctimas y a los que huyen de ese mismo Gobierno.
Y si de repente los Estados Unidos, o el servicio de Inmigración de los Estados Unidos, dejaron de considerar a Cuba como una dictadura en toda regla, es hora de que Carlos Curbelo, Ileana Ros-Lehtinen, Mario Díaz-Balart y Marco Rubio se pronuncien clara e inequívocamente.
Los cubanos de Miami merecen saber si Cuba sigue siendo o no una dictadura a ojos de la política estadounidense. Y ese mensaje tiene que llegar directamente de la boca de quienes fueron elegidos para momentos como estos.
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