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Todo el mundo comprende que el 31 de diciembre es de fiesta en Cuba, pero la bulla de este fin de año superó con creces los precedentes.
Como las grandes fiestas para celebrar el nuevo año suelen ser carísimas, y distan del alcance de la mayor parte de los cubanos, se impusieron las celebraciones caseras, o en las pocas guaguas o boteros que estaban funcionando, mediante las bocinas portátiles, que competían a ver cuál gritaba más o colocaba el más agresivo reguetón.
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En los barrios, en las calles, apenas se distinguía alguna música, pues todo estaba inundado por un ensordecedor barullo que nadie controla ni le importa a ninguna de las autoridades competentes, pues los incultos y bulleros aprovechan la coartada de las celebraciones por el aniversario sesenta del triunfo de la Revolución para imponer la más completa incivilidad.
Mil veces se habla por los medios cubanos de la epidemia acústica, pero cuando llega el momento del festín apoyado e impulsado por el gobierno a nadie le importa la violencia acústica o si está haciendo padecer a un vecino, a un anciano, a un enfermo o a cualquier prójimo que tiene derecho al silencio o a escuchar otra música a otro volumen.
Cada quien saca para el portal su bocina portátil, o la lleva consigo invadiendo cada calle por donde pasa de un ruido insoportable. Y el caos se consuma en las ferias por fin de año donde aparecieron los huevos, desaparecidos durante un mes y súbitamente resucitados en estas ferias, acompañados por el estruendo de las bocinas y la gritería del tumulto, metido en colas inacabables a ver si alcanzaba huevos que duraran hasta enero.
Y si al principio hablé de las fiestas oficiales, privadas o estatales, para celebrar el fin de año, tal vez no hacía falta asistir a ningún lugar demasiado caro, porque en cualquier sitio público, parque, kiosco o paladar los dependientes, e incluso algunos clientes, se valen de las dichosas bocinas para imponerle sus números preferidos a todos los presentes. Y mientras tanto las leyes cubanas que regulan la contaminación sonora —Ley 81/1997 y el Decreto-Ley 200/99— son letra muerta, difunta, y su cumplimiento no le importa a ningún inspector ni policía.
Sin embargo, no solo en las ferias y fiestas de año ocurre el ataque sónico de las bocinas portátiles. En todos los barrios de La Habana hay vendedores, sobre todo de helado, que las usan para repetir altísimo, y sin parar, a cualquier hora del día, sus propuestas de bocadito de helado o paletica. Porque no existe ningún respeto en Cuba por el espacio público, y el irrespeto se agrava en época de fiestas.
Y no solo se trata del problema del ruido excesivo, sino de la música grosera en la que cualquier reguetonero proclama sus virtudes fálicas o de sus habilidades sexuales, o le canta al sexo en grupos, todo ello en un país que protesta mayormente airado cuando se intenta aprobar un decreto que legitima el matrimonio igualitario.
Es como se muchos cubanos hubieran optado por la grosería y la obscenidad en menosprecio de los valores de la tolerancia, la compostura y el respeto al derecho de todos a realizarse como seres humanos. Porque las bocinas portátiles, y su invasión ruidosa del espacio público, no es más que la punta del iceberg.
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