No seré yo otro verdugo de Elián

Entiendo lo que ha vivido, entiendo lo que quizás ni siquiera él, militarizado e impulsado a renegar de su madre muerta, pueda todavía entender: cuán víctima de los peores sentimientos del ser humano ha sido él, sin quererlo.

Elián González en 2018 © La Joven Cuba
Elián González en 2018 Foto © La Joven Cuba

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Este artículo es de hace 5 años

Este fin de semana se cumplieron 20 años de aquella tragedia con nombre de niño que sacudió los nervios de las dos orillas como ningún otro acontecimiento desde, quizás, la Crisis de los Misiles: Elián.

Entre la maraña de artículos, posts nostálgicos, resentidos, enfurecidos o historiográficos, se ha vuelto a compartir aquella entrevista filmada en 2015 en Ecuador, donde se ve a Elián González llorar mientras hablaba de un simple saludo entre Obama y Raúl Castro, aquel primer apretón de manos durante las exequias de Nelson Mandela.


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He vuelto a repasar ese fragmento de entrevista, ahora en este contexto de 20 años después de su tragedia, y me ha estremecido ver al joven adulto Elián sollozando. Y por algo tan, en apariencia, intrascendente.

Porque al margen de las incoherencias que salen de su garganta triste, y del desfile de comentarios de bodega (en boca de filósofos de parquecito provincial) que provocan en las redes sociales estos vídeos de Elián, hay algo tormentoso, terrible, en el corazón y la conciencia de ese muchacho, y que con un mínimo de agudeza y sensibilidad puede palparse en ese video vuelto a rodar en internet.

Hay un trauma solapado pero horrible en esas lágrimas ridículas para todo el planeta Tierra que no se llame Elián.

Nadie quiere llorar, nunca. El llanto es un reflejo que intentamos frenar a como dé lugar. Más aún, frente a cámaras. Se llora por lo que no se puede contener.

Y para Elián González, un apretón de manos entre los símbolos de dos países que descuartizaron su psiquis y su personalidad para siempre, es algo perturbador hasta las lágrimas. Un síntoma de la procesión que lleva por dentro.

El calvario de ese muchacho no se le desea a nadie. Vive con el conflicto existencial de defender el sistema del cual huyó su madre, por el que murió su madre. Lo enseñaron a pelear contra esa idea: con cinco años era sentado en los muslos del Fidel Castro que hechizó a un pueblo de cerebros adultos. Elián tenía cinco años.

Pero su madre sigue en su cabeza, hinchada por el agua, mordisqueada por tiburones.

Algo contra lo que difícilmente pueda un adoctrinamiento sistemático y letal: Elián, de alguna manera, en lo más recóndito de esa psiquis adolescente, presiente que cada día que grite Viva Fidel, cada vez que masculle frases inyectadas contra Miami, el cadáver de su mama saldrá a flote como mismo flotó él escoltado por delfines como ángeles de mar.

Y ahora Miami está lleno de odiadores de Elián. Sí. Este Miami con un ejército de obreros ejemplares que hasta ayer también marchaban en las plazas y gritaban consignas, y que solo luego de escaparse a América quieren hacernos creer en sus cojones anticomunistas; esos, señalan y escupen a un niño martirizado, utilizado, estupidizado y amargamente confundido por una guerra ideológica que puso todos sus tanques, los de las dos orillas, en función suya.

Ahora el Miami donde hay carceleros de Castro, verdugos hasta ayer de los Castro, militantes de Castro, chivatones y adulones de Castro, babea de furia contra un muchacho que hace bastante comenzó a dar sus primeros signos de agotamiento mental: quiere venir de visita a Estados Unidos. Lo ha dicho en más de una ocasión. Lo dijo en esa entrevista en Ecuador.

Quien vea incongruencia en eso, que se modifique las neuronas. Es lo más congruente que puede pasar por un cerebro triturado como el de Elián: es la derrota de un veneno castrista con fecha de caducidad.

A Elián González, ese muchachito por cuya causa siendo yo mismo adolescente viví madrugadas abominables, utilizado junto con treinta mil estudiantes de preuniversitario para llenar plazas y clamar por su regreso a Cuba; el mismo Elián por el que la maquinaria diabólica cubana se alzó como defensora de la patria potestad -maquiavelismo infinito- yo le daría un abrazo el día que pudiera hacerlo, y si él llorara probablemente lloraría yo con él.

Porque entiendo lo que ha vivido, entiendo la magnitud de lo que ha sido víctima, entiendo lo que quizás ni siquiera él, militarizado e impulsado a renegar de su madre muerta, pueda todavía entender.

Porque imaginarlo a la deriva en un mar hostil, con cinco añitos como los que tiene mi hijo; ver después su rostro aturdido y espantado con un rifle ante los ojos aquella madrugada en que el SWAT le devolvió a La Habana, y suponerlo más tarde a merced de una legión de psicólogos e ideólogos del aparatchiek cubano, es como para guardar un silencio de misericordia ante tanta desgracia reunida en un solo niño.

Elián González, el balserito Elián, que a nadie se le olvide, representa de forma sublime, novelesca, la tragedia de estos casi sesenta años en su forma más macabra y soterrada. Que lo señalen otros y que se burlen de él otros. Que sean otros sus verdugos. No yo.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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