Poco antes de que una marea humana, mayormente de jóvenes, desfilara por la noche habanera con una antorcha en cada mano, un balcón de Jesús María se había hartado de advertir intenciones y había matado a tres niñas.
Miguel Díaz-Canel desfiló con Raúl Castro a su lado. Por San Lázaro, donde según la prensa cubana treinta mil almas dieron vivas y refrendaron continuidad. No por Jesús María, donde treinta personas a lo sumo lloraban a las tres niñas y se preguntaban dónde pasarían la noche. El andrajo de cemento donde habían pernoctado durante años no era de fiar, tenía aún sangre en los escombros.
El simbolismo comienza a ser macabro: la comunista marcha de antorchas, con la que el castrismo se empeña en homenajear a José Martí cada 28 de enero, por segundo año consecutivo se erige sobre pestilencias y muertes cercanas.
Hace exactamente un año, un tornado masticó techos, gentes, barrios enteros y desató una desolación en La Habana difícil de explicar. Era natalicio del Apóstol, el humanista que creía en el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud. Sobre aquellos despojos y cadáveres en pleno velatorio, el castrismo marchó con sus latas de candela. Eran las luces que faltaban a solo cuadras de allí, donde el fenómeno natural se había ensañado, donde no había dónde dormir, qué comer, qué soñar.
Anoche hablaron de vindicación martiana en la escalinata universitaria, de revolución para los humildes, patria y amor; gritaron sus consignas tan alto que entre todos lograron vencer los gritos de La Habana por Ismarys y Rocío y otra cuyo nombre no brota de entre los escombros aún. Todas tenían entre 10 y 11 años. Acababan de llegar de la escuela cuando el balcón de su edificio, en peligro de derrumbe por años, detuvo sus infancias para siempre.
Pero la efervescencia, el vigor, el cemento, la pintura de cal, los informes aprobados, los desvelos de la prensa nacional, la luz eléctrica, el combustible, las meriendas, se destinan a lo que hace falta más: Cuidar los bustos martianos, marchar por José Martí.
Entre los treinta mil, si son treinta mil, vociferaron anoche varios miles de los que viven en edificios como tumbas flotantes. En una ciudad que pierde los pedazos como una leprosa terminal, no es posible reunir a treinta mil cabezas libres del peligro de derrumbe. No lo es.
Pero ellos marcharon también. Aunque las campanas que doblan hoy por las tres niñas de Jesús María doblen mañana por ellos mismos. Aunque la próxima marcha de antorchas apague el llanto por ellos mismos, aplastados, cercenados debajo de varios pisos de ladrillos con grietas.
La Habana se vuelve un cementerio infinito, pero el castrismo solo atina a marchar y construir ciertos hoteles cinco estrellas plus. Nimiedades. La Habana escupe huesos de niños, de viejos, de perros, de enfermos, pero el régimen renueva su Tribuna Antimperialista, la vuelve más ciclópea, le redobla los cimientos. Con un José Martí amanerado detrás.
Miguel Díaz-Canel y Raúl Castro inauguraron hace tres meses el SO Paseo del Prado. Un bonito hotel de lujo desde cuya terraza con barandas de vidrio y muebles de diseño puede contemplarse cualquiera de todos los edificios del malecón que se vendrán abajo mañana o en un mes. Con suerte, el honorable huésped podrá disfrutar desde la terraza del colapso y posterior conteo de cuerpos mientras le sirven un mojito con música tradicional indirecta, de fondo.
El mismo suelo al que le crecen cinco estrellas plus como una erupción de capitalismo salvaje, se abona con los cadáveres de sus habitantes. Iberostar Grand Packard, Manzana Kempinski, SO Paseo del Prado, son fundadores de un turismo de necrofilia muy novedoso.
Es el dolor infinito que debía ser el único dolor de aquellas páginas. Martí no supo lo que era un presidio político de verdad: un país entero, una cárcel de mierda y mentira que marcha en su nombre, derrocha en su nombre, malgasta en su nombre, cuando los niños para los que él escribió son sepultados en fosas sin nombre.
Es la indolencia enfermiza, la infamia incurable, la podredumbre nacional que simula no saber lo que pasa. Que simula no ver los edificios caerse, uno hoy, mañana otro, pasado otro, este muerto, aquel, aquellas tres, aquellos cuatro, en Jesús María o Galiano, mientras las estatuas de Julio Antonio Mella son permutadas al confort de algún húmedo almacén, no sea que molesten a Kempinski o cualquier otro compañero de causa.
Esta mañana en que Ismarys y Rocío y otra angelita anónima no fueron más a la escuela, otras niñas como ellas declamarán en los matutinos ciertos versos martianos y somos felices aquí. Aunque en la tarde no sepan si sobrevivirán a los balcones de casa. Aunque el país entero tenga la viruela en el alma.
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