Crónica de un sacerdote: Cuba es como un gran teatro, donde nos mentimos unos a otros

“Cuba es una cárcel grande donde, si te portas mal, te meten en otra más pequeña. Y como cárcel al fin, nos sentimos controlados”, dijo el cura.

Sacerdote Alberto Reyes © Facebook / Alberto Reyes
Sacerdote Alberto Reyes Foto © Facebook / Alberto Reyes

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Este artículo es de hace 4 años

El Padre Alberto Reyes, quien se desempeña como párroco en el municipio Guáimaro, perteneciente a la diócesis de Camagüey, subrayó en su muro de Facebook que el país “necesita un cambio, necesita una transición”.

“En este momento, en mi opinión, solamente la Iglesia católica está en condiciones de liderar un diálogo y de proponer una transición”, dijo.


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Reyes, de 53 años, suele publicar crónicas sobre su labor pastoral en pueblos y ciudades de su provincia natal. Dada su experiencia, ha comprobado que uno de los mayores éxitos mayores del sistema comunista es echar a pelear a los cubanos entre sí.

“Creando una red de espionaje y delación urbanas que te sumerge en una paranoia continua. Nadie confía en nadie y todos nos cuidamos de todos, porque nadie sabe ‘con quién estás hablando’”, expresó el sacerdote quien asegura que el comunismo es una mentira.

“Tenemos miedo a decir lo que pensamos, a decir lo que queremos. Tenemos miedo a que de un modo u otro nos bloqueen el estudio o el trabajo, que nos hagan la vida más difícil de lo que ya es. Tenemos miedo a que nos citen y nos ‘regañen’, advirtiéndonos de nuestra ‘mala conducta’”, recalcó.

A continuación, CiberCuba reproduce el texto íntegro del post del Padre Alberto Reyes con su atorización.

“Crónicas del Noroeste III.

Cosas que pasan.

La vida da, de tanto en tanto, giros. Yo tenía pensadas unas crónicas diferentes. Había recogido meticulosamente en mi celular muchas anécdotas parroquiales sucedidas este mes, pero la vida es caprichosa, impredecible, incluso extraña, podríamos decir. Y es que las anécdotas ya no están, mi celular murió en un aguacero y se llevó muchas cosas a la tumba.

Los domingos en la tarde suelo ir a dos pueblos relativamente cercanos: Caonao y Tabor. Hace un par de semanas mi transporte era una motorina. El cielo amenazaba agua pero a la hora de salir no había caído una gota. Fui a un pueblo, luego al otro. Al regresar comenzaba una tenue llovizna, que un poco más adelante se convirtió en lluvia firme y terminó siendo un torrencial aguacero, cargado de electricidad.

Con cañaverales a derecha e izquierda, la única opción era seguir, intentando no terminar por los suelos. Los relámpagos y su administración pertenecen al Señor de los cielos, así que mejor no preocuparse por lo que no nos es dado controlar. Por motivos técnicos relativos a la humedad y que no domino, la motorina, que era eléctrica, empezó a acelerarse sola, mientras yo me enfocaba en mantener el equilibrio y mi visión de túnel me impedía darme cuenta de la posibilidad de cortar la corriente apagándola. Con horror vi venir de frente, rebotando en los charcos, un autobús a toda velocidad, luego una máquina, luego otro autobús. Mi mente se disparó. Paralizado sobre la motorina, que había adquirido vida propia y que iba a toda potencia por una carretera encharcada, empapado hasta los huesos, con el casco que se movía en todas direcciones…, a mi mente no le quedó nada por decir.

Más adelante, de repente, la motorina dejó de funcionar. Luego me explicarían que se había disparado el breaker de seguridad, pero yo no lo sabía, así que empezó la segunda etapa. Chorreando agua, motorina en mano, caminar, mientras los relámpagos se expandían a derecha e izquierda.

En una situación así, sólo hay dos cosas que hacer: quejarse y maldecir a la galaxia, o pensar. Y yo pensé, pensé en que más allá de mi pasión por atender a mis pueblos las cosas no tendrían que ser así, pensé en toda la gente que en cada aguacero vive una situación similar, porque tiene que andar a pie, o en bicicleta, o en carretón de caballos, pensé en tanta gente con casas precarias donde llueve más dentro que fuera, y pensé que podría haber tenido un accidente, que podría haber muerto, y que había cosas que nunca había dicho. Y tuve miedo, no de morir, sino de morir sin haber dicho cosas que tengo entre pecho y espalda.

Hipótesis química.

Amo la química, me seducen las reacciones. Y desde hace tiempo, cada vez que pienso en la situación de mi pueblo, me viene a la mente una fórmula química que me explique por qué mi pueblo está como está. Y mi fórmula es esta:

(Miedo + Mentira + División) x Silencio cómplice = Opresión

Miedo.

Tenemos miedo, nacemos en el miedo, crecemos en el miedo, vivimos en el miedo.

El miedo es una sensación de inseguridad ante algo que nos puede dañar y que no controlamos. El miedo es automático e incontrolable, y como toda sensación, no es manejable por la voluntad. Pero la eficacia del miedo no radica en el sentimiento sino que funciona porque paraliza a la voluntad. El miedo secuestra a la voluntad contándole historias de terror.

No tenemos mucho poder sobre el miedo que “sentimos”, pero superar la parálisis y actuar según lo que queremos hacer sí depende de nuestra decisión. La voluntad no está sujeta al sentimiento, y esa es nuestra fuerza. Hacer algo puede convivir perfectamente con el miedo a hacerlo.

Cuba es una cárcel grande donde, si te portas mal, te meten en otra más pequeña. Y como cárcel al fin, nos sentimos controlados. Tenemos miedo a decir lo que pensamos, a decir lo que queremos. Tenemos miedo a que de un modo u otro nos bloqueen el estudio o el trabajo, que nos hagan la vida más difícil de lo que ya es. Tenemos miedo a que nos citen y nos “regañen”, advirtiéndonos de nuestra “mala conducta”.

Y mientras tanto, seguimos cantando nuestro Himno nacional y repitiendo que “en cadenas vivir es vivir, en afrentas y oprobio sumidos”. Digámoslo de otro modo, a ver si lo entendemos: lo que estamos diciendo es que “vivir sin honor, sin respeto, sin honra, es vivir como esclavos”. ¿Y no es esclavitud vivir con miedo a decir lo que se cree y se piensa?, ¿y no es esclavitud no poder decidir sobre la propia vida y sobre la vida de nuestra patria?, ¿y no es de esclavos vivir teniendo como horizonte sobrevivir o irse del país?

Entendámoslo de una vez: siempre tendremos miedo, y nunca haremos nada si no aprendemos a vivir a pesar del miedo, si no actuamos según nuestra conciencia mientras el miedo fluye por cada una de nuestras arterias.

Mentira.

Siempre quise decir esto: el comunismo es una gran mentira. Todo es mentira. Goebbles, el ideólogo de Hitler, decía: “Una mentira mil veces repetida, se transforma en verdad”.

Cuba es como un gran teatro, donde nos mentimos unos a otros como parte de una obra que ya no necesita ser ensayada:

Que somos una potencia médica: mentira.

Que el sistema de educación es extraordinario: mentira.

Que somos internacionalistas por pura generosidad: mentira.

Que el Noticiero Nacional de Televisión muestra la realidad del pueblo: mentira.

Que las manifestaciones del primero de mayo y del 26 de julio son naturales y voluntarias: mentira.

Que las brigadas de respuesta rápida no son otra cosa que la reacción espontánea del pueblo enardecido que defiende a su Revolución: mentira.

Que no tenemos presos políticos: mentira.

Que en Cuba se respetan los derechos humanos: mentira.

Que no existe la oposición y la disidencia: mentira.

Que como pueblo apoyamos incondicionalmente el socialismo: mentira.

Que creemos que el sistema electoral es el mejor del mundo: mentira.

Que la vida digna de la ancianidad está garantizada: mentira.

Que somos felices aquí: mentira.

Pero estamos acostumbrados a mentir, y tenemos miedo a la verdad, y enseñamos a nuestros niños a actuar en este burdo espectáculo, esperando, eso sí, que un día pase “algo” que nos permita existir y no fingir, sin darnos cuenta de que si todos dijéramos lo que creemos y lo que pensamos, si todos dijéramos la verdad, este sistema colapsaría.

División.

Divide y vencerás. No podemos negar que los antiguos romanos eran sabios.

Uno de los éxitos mayores del sistema comunista es echar a pelear a hermano contra hermano, creando una red de espionaje y delación urbanas que te sumerge en una paranoia continua. Nadie confía en nadie y todos nos cuidamos de todos, porque nadie sabe “con quién estás hablando”.

Nos cuidamos de los vecinos, de los compañeros de trabajo, incluso de nuestros mismos familiares. Calculamos cada palabra, cada reacción, y como babosas en sus caracoles, nos exponemos más o menos según el ambiente, pero siempre con cautela, siempre bajando la voz ante ciertos temas, siempre asustados de “vendernos en bandeja” al que luego irá a dar informes, no por dinero y ni siquiera por convicción, sino porque se ha creído que así puede sobrevivir mejor.

Silencio cómplice.

Y en medio de todo esto, el silencio. Vemos, escuchamos, sabemos…, pero no hablamos. Como espectadores pasivos, esperamos a que otros hablen, y espiamos las reacciones de lo que dicen, prontos a volver la vista hacia otro lado, para no comprometernos.

Y aquí no puedo menos que decir con dolor, que sufro el silencio de mis obispos. No es verdad que la Iglesia no ha hablado, no es verdad, porque la Iglesia somos todos, y muchos laicos, sacerdotes, religiosas, incluso algún obispo en lo personal…, hemos dicho lo que pensamos y lo seguimos diciendo.

Pero los obispos son un cuerpo, son una instancia definida a la que todos miramos, esperando.

Este país necesita un cambio, necesita una transición, necesita vivir y dejar de arrastrar la existencia, y en este momento, en mi opinión, solamente la Iglesia católica está en condiciones de liderar un diálogo y de proponer una transición.

Hay mucha gente empujando en la dirección correcta, mucha gente comprometida, tenaz y valiente. Hay mucha gente en el extranjero apoyando a este pueblo y luchando por esa transición, pero desde donde están no tienen el poder para provocar un cambio interno.

La oposición interna está dividida, sin entender que, como el legendario Voltus V, sólo puede ser fuerte si se dejan a un lado las pretensiones individuales y se trabaja en conjunto. Cuando he viajado al extranjero y me han preguntado: “¿Qué tal la oposición en Cuba?”, me encojo de hombros y sólo puedo decir: “No lo sé”, porque no me queda claro a dónde mirar, ni el pueblo maneja ninguna propuesta concreta. La oposición sería mucho más eficaz si estuviera unida. Si se pusieran de acuerdo, todos podríamos mirarla entonces no sólo con más confianza sino con más claridad. A fin de cuentas, de un modo u otro, todos buscan la libertad de esta tierra y, si trabajaran en conjunto, encontrarían mucho más apoyo de un pueblo que necesita y anhela un camino distinto.

Las iglesias protestantes están divididas, unas a favor, otras en contra del sistema, y tampoco tienen un cuerpo único que coordine un proyecto social.

Por eso este pueblo mira a los obispos, y espera, espera una postura clara a favor de la justicia, de la libertad, del Evangelio en definitiva.

Cuenta Vargas Llosa en su libro: “La fiesta del chivo”, sobre la dictadura de Trujillo en República Dominicana, el momento en el cual los obispos se posicionaron en contra de la dictadura. Y no sé si es histórica la anécdota o no, pero Vargas Llosa pone en labios de su protagonista, católico, esta frase llena de orgullo: “¡Por fin mi Iglesia habla!”.

El cántico de Simeón.

Cuando la Virgen María y San José entraron al templo a presentar al niño Jesús, el anciano Simeón lo tomó en brazos. Dios le había prometido que no moriría sin antes ver al Mesías. Y cuando Simeón tuvo al niño en brazos dijo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.

Yo no sé cuáles serán las reacciones a estas crónicas, ni tengo mayores expectativas, pero he dicho lo que tenía guardado entre pecho y espalda. Ahora puedo seguir yendo a los pueblos en motorina, aunque llueva y pase lo que pase. Ahora estoy en paz.

Esto es, también la Cuba de hoy.

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