Por fin partiste Oscarito, como tantos otros de tu quinta, sin pagar la fiesta. Y te has llevado contigo el “know how” de cómo se goza la revolución desde dentro.
Tú sí que supiste desde el principio por dónde le entraba el agua al coco, doctor. Ya lo sabías mientras los otros delincuentes de tu banda aún estaban en pañales, en lo que a recholatear la revolución se refiere. En el futuro, ni los ladrones de GAESA te pondrían “un pie alante” en la ardua labor de vacilar el comunismo con dinero robado a Liborio. Le llevabas a todos medio siglo de ventaja. Imposible competir con eso.
¿Qué te podían enseñar las nuevas generaciones de sátrapas cubanos, de lo que era vivir como una Carmelina revolucionaria? La partiste desde el primer día de la revolución, compañero. Te lo comiste todo y te llevaste la receta.
LA INFANCIA: GALICIA SANTA
Naciste en Colón, matancero de cepa, pero tus papis gallegos te llevaron a su tierra natal junto a tus cuatro hermanos cuando tenías un año.
Pasaste siete en Lugo, a caballo entre la parroquia de Bretoña, de donde eran tus viejos, y Mondoñedo, donde fuiste a la escuela. "Era una situación muy difícil, fue un viaje muy complicado, por la guerra, del que solo recuerdo que pasamos por A Coruña y Lisboa, y que en los dos sitios me perdí...”, comentabas de aquella España republicana y subdesarrollada.
Pero tiempo al tiempo, Oscarito. 70 años más tarde se te arreglaría el GPS, y encontrarías de nuevo el camino a Lugo, para disfrutar de un retiro de lujo, vetado al resto de tus paisanos.
Adoptaste esa ciudadanía española tan preciada, que te pertenecía por sangre, y no la soltaste nunca más, ni bajo tortura. Lo tenías todo arreglado desde chama; a previsor nunca te ganó nadie.
LA SIERRA NECESARIA, SIN ANESTESIA
Volviste a Cuba a los 8 años, en el 39, porque la Isla ya era un país fantástico para vivir, mientras Lugo era una mierda provinciana atrasada e infumable. Lo tuyo era estar donde se estaba mejor. Sana costumbre de comunista con posibles, que nunca perdiste.
Terminaste la educación media en Colón y te fuiste a La Habana a hacerte un hombre. Médico, que era una profesión noble y bien retribuida. Esa fue tu carta de triunfo, la llave que te abrió las puertas del vacilón comunista posterior.
Nadie podía sospechar lo que serías después, cuando te graduaste de médico en el 56. Eras guapo, popular y mujeriego, como debe ser todo líder revolucionario que se precie. No ha habido un médico adscrito a la dictadura que le haya sacado más partido al título que tú. Ni siquiera tu examigo René Vallejo, galeno personal, cirujano y asesor espiritual privado del dinosaurio en polvo.
Ahora se miente mucho sobre tu alzamiento en pro de engrandecer tu nombre post mortem. He leído varias veces en los libelos de la dictadura que “eras un traumatólogo y ortopeda de cierto prestigio, que atendías de modo semiclandestino a dos chicos rotos por el estallido de las bombas que llevaban encima, y esa doble asistencia profesional te puso en el punto de mira de la policía de Batista”. Falso.
En realidad, eras un jovenzuelo e inexperto médico recién graduado, con cero repercusión profesional y ningún prestigio formado todavía. Te fuiste a La Sierra en el 58; tampoco es que te tiraras mucho tiempo luchando por la Patria. Lo justito para trascender, y en la retaguardia con los enfermos y los heridos. Buen sitio para sobrevivir.
Llegaste a Niquero, y te destinaron a la Columna 8, al mando de Crescendo Pérez, donde había un hospital de campaña que dirigían tus colegas René Vallejo y Piti Fajardo. Pero caíste de pie en las lomas de Oriente. No tenías experiencia en tu oficio, pero ya estabas pegado al poder como una lapa.
Dime con quién andabas, Oscarito, y te diré quién fuiste, porque tú sí que supiste andar por la sombra. Y te guareciste bajo la mejor sombra de todos los árboles verde olivos disponibles: Ernesto, asmático crónico y asesino inolvidable, el mejor amigo del dueño de los caballitos. Y tu mejor amigo.
“El Ché me enseñó a combatir la gonorrea en el Congo”, solías decir orgulloso. ¿La tuya o la de otros, doctor? Te fuiste sin dejarlo claro. Pero aprendiste con el mejor de los peores, y eso para un revolucionario, ya es un grado.
Lo conociste cuando te montó en un jeep para llevarte a Platanito, “Para que me veas allí a unos enfermos”, te dijo. Te sentaste en el asiento del copiloto, y él se lanzó a conducir de forma temeraria por los desfiladeros peligrosos de montaña, hasta las Minas de Bueyecito. Ya viste tú que manejaba mal. Después supiste por él mismo que era la primera vez en su vida que cogía el timón.
Y en Bueyecito estaba Sergio del Valle, médico titular y sacamuelas. También era un improvisado, porque había aprendido el oficio del Ché, que a su vez lo aprendió malamente en Buenos Aires. Pero Sergio se iba con Camilo Cienfuegos para el llano, así que te dejaron a ti con Ramiro, para que te encargaras de los enfermos y de los heridos. Ramiro… tú siempre escogiendo la mejor compañía, doctor.
PRACTICANDO CARPINTERÍA CON DOLOR
Al principio todos los alzados te tenían terror. “Cuida'o con éste, que todavía está aprendiendo”. Nadie quería ser herido o caer enfermo en tus manos. Y era cierto en rigor; tu salón de prácticas fue la manigua y tus primeros pacientes, tus compañeros heridos de guerra. Cualquiera se animaba a servirte de conejillo de Indias.
Anécdotas médicas de campaña, viviste muchas y variopintas. Tus primeras víctimas: Guillermo García Frías, cuando aun no había visto un avestruz, y Vitalio Acuña, guajiro analfabeto de La Conchita.
Los dos con flemones, pero reacios a dejarse sacar una muela por ti. Y lo tenían fatal, porque nadie más podía resolverles la extracción de sus piezas: o se las sacabas tú, o se las sacabas tú. Y poquita anestesia, que en La Sierra había que ahorrarla. Los gritos de Guillermo se oyeron en todo Bueyecito. Pero se las sacaste a los dos, ya vendría más tarde la revolución generosa que les pondría un puente para tapar el hueco.
Después te fuiste con Ramiro a Jigüe, a los Cocos, a amputarle una pierna al teniente Puentes. Con un serrucho, como debe ser. Eso sí, lavaste el serrucho con jabón y alcohol. Y ris ras ris ras, le serruchaste la pata como si fuera la de una mesa. Puentes quedó de fábula, unipiérnico, pero vivo.
También te trajeron al capitán Meriño, herido de bala en el abdomen cinco días atrás. Le pediste ayuda a Juan Almeida, porque necesitabas a otro médico como anestesista. Almeida te trajo a Piti -que tenía más dientes que una cabeza de ajo- y volvió Vallejo, con su brujería. Entre los tres salvaron a Meriño de una neumotórax. Pero en Aguarrevés se te murieron el Coronel Rodríguez y Carlitos Más. También se te fue al otro mundo en Providencia, Daniel Ramos Latour, que estaba herido de muerte, pero fue porque llegaste tarde. No se podía tener todo. Ni a todos.
Allí en Aguarrevés descubriste también la extraña dolencia de Ramiro Valdés, que cojeaba de la pierna derecha, sin recordar por qué. Tú lo adivinaste. No se acordaba el Asesino de Artemisa de que le habían metido una bala en el pie años atrás, cuando el descalabro del Moncada.Y ahí estaba aun la bala escondida. Se la sacaste con un alicate de cortar alambradas de púas, sin anestesia, por supuesto. Ramiro te amó para siempre. Y tú a él.
En Las Villas, Güinía de Miranda, salvaste a Silva y a Mcintosh, a este último, de un tiro en la cabeza. Pero se te murieron Cabrales y Amengual. Hacías lo que podías con tu serrucho.
Entre el Ché y tú, operaron a Darcio Rodríguez del hígado y el intestino, destrozado por un morterazo. Otra vez sin anestesia, entre los dos le sacaron un pedazo de hígado. Darcio no se enteró, porque perdió el sentido. Tampoco quedó bien, pero quedó vivo. Males menores de la Sierra.
Pero ibas progresando, Oscarito. Tu intensa labor sanitaria te sirvió para salir de la anodina Columna No. 8, y caer, otra vez de pie, en III Frente Mario Muñoz, donde sí había figuras ilustres del Movimiento. Se te estimaba. Es que eras cercano y bonachón, para qué negarlo. Y los alzados te querían, las cosas como son. Había que estar en buena con el médico, que era en última instancia, el salvador. Te empezabas a hacer imprescindible.
EL TRIUNFO. TU TRIUNFO
Llegó el 1 de enero del 59 y tú ya te codeabas con la plana mayor, ahí, donde se batía el cobre de la revolución. En el lugar correcto.
Ya eras el mejor y más cercano amigo de Guevara; el más fiel y el de mayor confianza. Fuiste tú quien le presentó a Aleida March, la que sería después su segunda mujer, y la primera más o menos mona. La anterior había sido Hilda Gadea, que era un mariachi peruano con bigote; lo más parecido que tuvo el comandante a una relación homosexual. Le hiciste un gran favor al asesino. Tú siempre tan solícito con tus superiores, doctor.
Pocos los recuerdan, pero viviste con el Ché en su misma casa al principio de la revolución; lo compartían casi todo. Y enseguida dieron frutos tus desvelos para con el monstruo rosarino. Él premió tus esfuerzos médicos en La Sierra; te hizo presidente del Colegio Médico de Cuba, y director del Hospital Frank País, así por tu cara linda, habiendo mil médicos más y mejor preparados que tú para el cargo.
Eran tiempos en que te encontrabas a un barbudo iletrado al frente de cualquier institución o ministerio, aunque del ramo no supiera ni papa. Así que tu caso no era el más clamoroso. Era un procedimiento que estaba en el manual no escrito de la revolución, y hoy sigue siendo así.
Pero eras un hombre agradecido, doctor. Por eso en el 60 le correspondiste el gesto al Ché viajando a Chile, cuando el terremoto, para llevarle un millón de pesos a los pobres andinos, de parte de Liborio.
También te habías enamorado antes. Ella era una guajira espirituana de Jarahueca, que se llamaba Celia. Pero ya toda Cuba la conocía por su segundo nombre y su apellido fresco como el agua: Odalys Fuentes.
ODALYS, GUAJIRA DE SALIR: TU SUERTE Y TU DESGRACIA
Por eso, cuando bajaste al llano con el triunfo, y llegaste a La Habana, te fuiste de cabeza a buscarla. Por entonces, ella ya era una modelo rimbombante, aunque mediocre actriz. Y triunfaba como la Coca Cola. O mejor, como la cerveza Hatuey, que la tuvo en exclusiva, como la tuvo Max Factor, por su cara linda. Era la reina de las portadas y el alivio calenturiento de los camioneros solitarios.
Odalys era una de las más bellas mujeres de Cuba. Y era tuya.
Tú hiciste todo lo posible por borrarle aquella imagen de actriz capitalista, anunciadora de alcohol y maquillaje, y armarle un currículo más a tono con lo que debía ser la esposa de un dirigente de la revolución.
A ella la política le importaba un bledo, pero la metiste de cabeza en las nacientes organizaciones políticas y de masas. Pero menuda era Odalys para entrar por el aro; de hecho, en plena revolución, se te escapó a los Estados Unidos.
Sin embargo, tampoco podía vivir ya sin tu cama, ni sin tus beneficios revolucionarios. Por eso pudiste convencerla de regresar a Cuba en el 62, y de que se comportara como una artista revolucionaria.
Fue cuando empezamos a verla en la tele interpretando aquellos personajes femeninos que escribía con revolucionaria devoción, la inefable escritora Aleyda Maya, amiga de Vilma Espín y colaboradora de la Federación de Mujeres Cubanas.
Eran historias reivindicativas de la “mujer nueva”, que celebraban el papel de las féminas en la nueva sociedad recién nacida, antimachista, liberadora y anticlerical. Odalys era siempre la guajira “salvada” por la revolución, o la puta rescatada del arroyo, por obra y gracia de Fidel. Tú estabas más tranquilo doctor.
Pero por poco tiempo.
Movías ya muchos hilos del poder. Como los otros miembros de la corte roja, lo tenías todo. Una cosa sí es cierta: nunca fuiste egoísta. Siempre repartiste bienestar a otros. Más bien a otras, para hablar con propiedad. Eso: propiedades. Residencias de lujo para tus amantes, que siempre tuviste por docenas. Casas, viajes al extranjero, vidorra a todo tren. Se te veía en tus andanzas nocturnas que tampoco ocultabas, recogiendo bailarinas en la puerta de Tropicana a altas horas de la noche, vestido de verde y con pistola al cinto. Fuiste muy generoso con tus conquistas: regalaste apartamentos en el Vedado a cuanta guaricandilla te beneficiaste, como quien reparte pan. Total, eran de Liborio.
Pero si eras tan generoso con tus ligues, ¿cómo no te ibas a serlo con la mujer que amabas, la más bella entre las bellas? Por eso, para que tu guajira exuberante no se fuera con otro, la metiste en un apartamento regio en el edificio Someillán. ¿Recuerdas el escándalo, doctor?
Después del 59, el Someillán aun seguía manteniendo cierto estatus como domicilio de “cubanos bien”. El edificio de lujo que el mafioso Santo Trafficante Jr. le financió a su dueño original, Guillermo Someillán González, se convirtió después del triunfo en residencia de lo más granado del gobierno, el ejército y la cultura cubana.
Allí vivían Nicolás Guillén con sus santos, y Olga Navarro Tauler con su música, entre una decena de figuras famosas. Y allí intentaste meter a Odalys Fuentes, guajira hermosa, pero bruta como un arado y tan malhablada como los camioneros que ponía calientes. Mala idea.
A los pocos días, a la Fuentes se le cruzaban los cables, y te metió un escándalo público en el edificio, enterada de otra de tus muchas traiciones. Por supuesto, sus vecinos finos pidieron su expulsión inmediata del inmueble.
Así que tuviste que cambiar de planes y meterla con tus hijos en otro apartamento regio, pero sin tanta clase. Debió ser el cargo de conciencia.
Tú le adornabas la cabeza de cuernos con todas las mujeres que se cruzaban en tu camino de sex symbol revolucionario. Pero ella te llevaba ventaja, porque hacía lo mismo con los hombres que se cruzaban en el de ella, e incluso con otras mujeres. La bisexualidad duplica las probabilidades de éxito, y Odalys lo sabía.Tú no calculabas a la Fuentes, doctor, pero aguantaste como todo un hombre sus traiciones, como ella las tuyas. Hasta la de Mario Balmaseda, que fue un drama pistolero histórico en La Habana.
Odalys no tuvo reparos en beneficiarse a Mario, justo en la cama de su entonces mujer, la sufrida y temeraria Laura Alonso, hija de nuestra ciega bailarina máxima.
Allí en su apartamento se presentó con ganas de meneo la guajira de Jarahueca una mañana, a consumar su traición con el mulato, en aquel edificio de 7ma entre 26 y 28, que aun merece una tarja que conmemore el hecho. Era frente por frente al domicilio de otro de tus compinches de la gran farra revolucionaria, César Escalante. Y allí la sorprendió Laurita, en pleno intercambio de fluidos con su mulato bello.
Lo demás ya es historia; la maitre de ballet enfurecida persiguió a los infieles con una pistola, disparando a lo John Wayne, como si Miramar fuera Kansas en el XIX. Odalys escapó en traje de Eva, pero Balmaseda fue alcanzado por las balas de la pistolera enfurecida, que lo dejó en el suelo del garaje sobre un charco de sangre, y después, varios meses debatiéndose entre la vida y la muerte. Uno de los mejores dramas revolucionario que vivió La Habana.
LOS ASCENSOS CONTINÚAN
Mientras tanto, la revolución se hacía mayor. Y otra vez el Ché, salvador y amigo, te paseó por varios cargos jugosos en el Ejército Occidental, para terminar regalándote la jefatura de los servicios médicos de las FAR. El nombramiento no fue muy bien visto por tus antiguos compañeros de armas. Piti ya no era competencia, porque se fue del aire en el Escambray en el 60, pero René Vallejo desde entonces te retiró el saludo.
En el 61 fue Girón, tu verdadero bautizo de fuego como asesino. Hasta entonces andabas siempre por la retaguardia, sacando muelas sin anestesia y serruchando piernas. Pero en Girón soltaste el estetóscopo y agarraste tu fusil checo, para escribir tu primera historia sanguinaria.
Tu víctima quedó para la historia con nombres y apellidos. Fue uno de los pocos pilotos norteamericanos que volaron a Cuba voluntariamente, para proveer de suministros a la infantería que había desembarcado por Cochinos.
Desobedeciendo a sus mandos superiores, los pilotos estadounidenses Wade Caroll Gray, Frank Leo Baker, Riley W. Shamburger y Thomas Willard Ray, conocido como “Pete Ray”, volaron hacia Cuba, pero fueron abatidos en el aire.
Thomas sobrevivió a la caída de su avión, pero tuvo la mala suerte de caer a tierra, cerca de tu columna. Y allí mismo, herido, e indefenso, lo encontraste y le metiste un tiro a quemarropa. Valiente. Su cuerpo fue reclamado infructuosamente por su hija durante casi dos décadas, pero ustedes, ni caso.
Tu acción “heroica”, sin embargo, disgustó mucho a Castro. Según reveló Matías Farías, coronel retirado del Ejército de los Estados Unidos y también piloto de la Brigada 2506, Castro reaccionó violentamente al enterarse de lo ocurrido; necesitaba vivo al piloto americano para probar la implicación directa del los oficales del Imperio en la invasión.
Por suerte para ti, también te apuntaste la captura de Manuel Francisco Artime Buesa, antiguo compañero de lucha del comandante, y ahora líder de las fuerzas terrestres “invasoras”. Su captura te libró de la furia del monstruo de Birán.
LA BODA
Por fin te casaste con Odalys en 1963. Bodorrio. Fiesta subvencionada por la Patria, como Dios manda. Se dieron el “sí, quiero” en Las Mercedes, una de las muchas fincas robada por el nuevo régimen para sus fiestecitas. Y cómo no, el Che fue tu padrino de tu bodas.
Concurrió lo que más valía y brillaba del espectáculo y de la política de la Isla. De allí saldrían tres hijos como soles: Oscar, Oscar Ernesto (había que honrar al Che) y María Carla, que después se hizo actriz como su madre.
En el 65 empezó la desquiciada aventura del internacionalismo proletario cubano, un nombre muy bien puesto porque fue el pueblo proletario el enviado a morir en una guerra que no era suya. ¡Cuánto despropósito, doctor!
Y entonces acompañaste al Ché a su frustrada aventura congolesa. A los cubanos nunca se nos dijo que aquello fue un fracaso estrepitoso. Dicen que regresaste totalmente mal de la cabeza por la derrota, y por las salvajadas que presenciaste allí.
¿O lo fingiste todo, doctor?
Me da que sí. Hasta el Ché decidió prescindir de tus servicios en la nueva aventura injerencista que se avecinaba: Bolivia, la que iba a ser la última de sus paradas de heroico guerrillero asesino.
El argentino no quería locos en su columna, y eso te salvó de terminar como él. Tu amigo del alma fue capturado en tierra andina, ejecutado en el 67, y cortadas sus manos y sus sueños de expandir el terror por América Latina, a Dios gracias.
Pero tu lealtad hacia él (¿tu servilismo?) te dotó de una hoja de servicios brillante. Y ¡milagro! ¡De pronto, solo un año más tarde, ya no estabas loco, doctor!
Dicen que los médicos se curan solos. No sé. En cualquier caso, fuiste electo miembro del primer Comité Central del Partido Comunista de Cuba, vicejefe del Estado Mayor General de las FAR, fuiste cofundador del celebérrimo Ejército Juvenil del Trabajo, de la Columna Juvenil del Centenario y como colofón, rimbombante alcalde de La Habana. Tú, que de administración y gobierno no sabías un pito. Lo tuyo era el serrucho, doctor.
Allí estuviste una década entera, entre el 76 y el 86, desgobernando la capital de Cuba. Gastaste otra vez el dinero de Liborio en el fallido proyecto del Metro de La Habana, que nunca se hizo. Fuiste uno de los primeros responsables de que la ciudad hoy se caiga a pedazos.
Y además, metías la cuchareta en todas partes. Cuba aún recuerda el modo en que vetaste a su ídolo deportivo Armando Capiró, la mayor gloria del béisbol cubano de entonces, prohibiéndole su participación en los campeonatos nacionales. Lo dijiste clara y públicamente en 1980: “Mientras esté yo aquí, que se despida de las Series Nacionales”. Ya eras un dictador, como tu maestro gaucho. Fuiste un alumno aventajado en el ejercicio del poder.
En el ínterin, Odalys te la dejó en la mano en 1980. Se quedó con tu casa y con tus hijos, de los que has dicho hace poco que “no tienen el mismo compromiso con La Patria que yo”. Sutil manera de admitir que han nacido gusanos en casa. ¡Lo siento tanto, doctor!
Fue tan mala fue tu gestión al frente del consistorio habanero, que Fidel te relevó de tus funciones como gestor del gobierno provincial. Pero te vino bien. De gobernador de una ciudad bananera en ruinas te catapultó en 1988 a embajador flamante en Reino Unido. Fantástico; Europa a tus putos pies. Y ya no estaban Odalys ni la prole; eras libre como el viento para seguir viviendo de Liborio con tus mujeres.
EXPULSADO POR LA PUERTA DE ATRÁS
En Cuba nunca nos enteramos, Oscarito, pero te duró poca tu fiesta británica.
Uno de los miembros de tu infame cuerpo diplomático, tu secretario, el espía Carlos Medina Pérez, a los pocos meses de llegar a Londres montó un tiroteo en una concurrida calle del barrio de Bayswater. Quería impedir la deserción del régimen de otro diplomático y espía castrista, el arrepentido Florentino Aspillaga Dualde.
Aspillaga escapó indemne, pero Medina dejó a otro hombre herido de bala en plena calle. Hubo escandalazo diplomático en el mundo entero, pero en La Habana aun hablábamos de lo bien que había cantado Farah en Sopot’77. Un país completo detrás del palo.
Florentino se refugió en los Estados Unidos y habló por los codos, poniendo patas arriba la compleja estructura de la inteligencia cubana. Murió allí el año pasado, siendo aún el delator que más daño ha hecho en la historia de los servicios de inteligencia de la Isla.
Después del escándalo diplomático, regresaste a La Habana para que Fidel decidiera otra vez qué hacer con tu azarosa vida.
Y volviste a desafiar la gravedad, doctor. Te asignaron la embajada de Finlandia. Helsinki. El Báltico y Laponia. Prácticamente nada que hacer en un país al que Cuba no le importa nada. Maravilloso doctor, buen sitio para esperar el retiro.
EL RETIRO Y LA MUERTE
Pero tu guanajita estaba echada en Galicia desde hacía años, y cuando te llegó el fin de tus días laborales, como buen revolucionario, te fuiste a vivir la buena vida al extranjero, como cualquier jubilado revolucionario. Mejor Lugo que La Habana. Y de esto, ni una palabra a los cubanos. Quedaba feo que un dirigente de la revolución, se fuera a jubilar al extranjero.
Al pueblo se le dijo que “ahora vivías en Cuba como un cubano más, sin ningún privilegio", ¿qué importaba una mentira más, después de tantas? Pero hacía años que andabas por Galicia, comiendo pulpo a feira y poniéndote hasta arriba de Ribeiro. Viviendo de Liborio, como siempre hiciste. Hasta tu huella en Wikipedia está en gallego, como si de cubano tuvieras lo que yo de belga.
Y allí enfermaste, porque el frío pudo con tus pulmones viejos. Tromboembolismo pulmonar. Se te trajo a La Habana a la carrera, para que no murieras en tu dorado exilio. Eso sí habría sido muy antiestético para la revolución.
Y por fin te partiste en La Habana, Oscarito. Te han cremado hace 48 horas, y expuesto tus restos de carbono en el panteón de veteranos de Colón. Allí esperas, en polvo, como tu Comandante, tu traslado al Mausoleo del Frente de Las Villas, la que será tu última morada.
No creo que recibas en los años venideros la visita de Odalys, que ya es anciana y me han dicho que, como tus retoños, también está harta de la revolución. Quizás, por puro amor filial, alguna vez vaya a llevarte flores algunos de tus hijos, no sé.
De lo que sí estoy seguro, es de que costará mucho seguir tu ejemplo insuperable de vividor y guarachero de la revolución. Como al resto de los de tu banda, deseo que tu alma de bandido no encuentre nunca sosiego, allá donde hayas ido.
Y que como tus comandantes asesinos, jamás consigas descansar en paz, doctor.
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(Dedicado con gran cariño, admiración y respeto a mi amigo Yin Pedraza Ginori)
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