Chernóbil, Ucrania, 26 de abril de 1986: a la 1:23 de la madrugada, el cuarto reactor de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin saltaba por los aires, derramando a la atmósfera una gigantesca y letal nube radioactiva que avanzó rápidamente sobre gran parte del territorio occidental de la hoy extinta Unión Soviética (URSS) hasta alcanzar Europa central y los países nórdicos.
En el momento del fatal accidente, cerca de 10 mil cubanos se encontraban en tierras soviéticas, en su mayoría jóvenes entre 18 y 30 años, muchos inclusive en las regiones más amenazadas por la radiación. Sin embargo, el régimen encabezado entonces por Fidel Castro optó por desestimar cualquier medida preventiva de evacuación, obligando a los estudiantes a permanecer en “sus puestos” como un gesto de demostración de la “amistad inquebrantable con el pueblo soviético”.
Secretismo y solidaridad
El teniente coronel Rubio, jefe de la misión en Kiev, capital de la antigua república soviética de Ucrania, condujo el matutino ese día. Dirigiéndose a 30 cadetes del curso preparatorio de idioma ruso del Instituto de Ingenieros de Aviación Civil de Kiev (KIIGA, según sus siglas en ruso), el militar cubano habló de un accidente en una planta eléctrica cercana a la ciudad. A los jóvenes, uniformados con trajes de la compañía aérea estatal Aeroflot, Rubio aseguró no haber mayores problemas y que la vida seguiría su curso normal.
“Esta fue mi primera referencia del accidente, uno o dos días después, si la memoria no me falla. Lo tomé sin preocupación ninguna. Tenía 18 años, recién cumplidos”, recuerda Javier Nuez, que había llegado a la capital ucraniana, en el verano de 1985 para estudiar la lengua antes de ingresar al curso de técnico de vuelo de helicópteros de combate MI-8.
Tras el parco anuncio, el grupo continuó asistiendo a clases normalmente una semana más, hasta que el centro de estudios, a solo 95 km de distancia de la zona 0, optó finalmente por suspenderlas.
Pasados algunos días de la interrupción del curso, la ansiedad aumentaba y las autoridades cubanas convocaron a una reunión general de estudiantes. Como emisario de La Habana se presentó nuevamente el teniente coronel Rubio, acompañado del cónsul en Kiev, coronel Hidalgo. “Habría esta vez entre 500 y 600 alumnos, desde la preparatoria hasta el quinto año”, recuerda Nuez.
Sin dar explicaciones sobre la magnitud del accidente, la reunión fue básicamente un acto de reafirmación política donde se resaltó la hermandad entre los pueblos de Cuba y la URRS.
“Leyeron una carta que decía que esta era la hora de demostrar solidaridad con los soviéticos, estar al lado de ellos, y que por ese motivo los cubanos permaneceríamos allí”, cuenta Nuez, quien, a pesar del tiempo, recuerda claramente que los dirigentes hablaban “en nombre del Partido y del Comandante en Jefe”.
“Pero en las calles sí se notaba que pasaba algo, las personas dejaban la ciudad, los otros estudiantes latinoamericanos, árabes y africanos ya no estaban más en la escuela, nos quedamos solos en el albergue”, relata el exbecario.
Ya para entonces, la radiación lanzada al aire desde Chernóbil había sido captada por sensores suecos, a 1.200 kilómetros del local de la explosión, poniendo en alerta a la comunidad internacional.
Alejandro Monzó Socarrás, exestudiante de ingeniería del transporte aéreo (especialidad piloto), también participó en esa reunión en el KIIGA. “Supimos que algo pasaba por los estudiantes de países capitalistas y de algunos países del ex campo socialista de Europa. Todos abandonaron la Universidad y fueron para sus casas hasta nuevo aviso; entonces sospechamos que algo grande había pasado”, relata.
“Había mucha inquietud y dudas, hasta que al final vino el segundo de la embajada en Moscú y se reunió con nosotros en el teatro de la universidad... Habló del apoyo incondicional al pueblo soviético y al Partido, dijo que nadie se movería de ahí y que no escucháramos la propaganda y las calumnias habituales del enemigo, que todo estaba bajo control, que no había radiación y que no se corría ningún riesgo”, recuerda Alejandro.
“Jamás olvidaré que nos dijeron que la radiación que podría llegarnos era la misma que se recibe sentados bajo el sol en una playa en Cuba”, asegura el exestudiante.
Los cubanos se quedaron en el instituto “por motivos obvios”, explica Alejandro, que recuerda las donaciones masivas de sangre que se organizaron entre el estudiantado cubano y hasta un alabado caso de donación de médula ósea.
“Fue la primera vez que doné sangre, a los 19 años. Nos obligaron del consulado, sabiendo que si no lo hacías te botaban”, asegura Manuel (nombre ficticio), que estudiaba ruso por entonces en la lejana Frunze, actual Bishkek, capital de Kirguistán, en Asia Central.
Pocos meses después de la explosión, el joven fue transferido a la ciudad de Kremenchug, a orillas del Dnieper, el gran río que baña Ucrania y adonde afluye el Pripyat, cuyas aguas servían la central accidentada.
“Llegué a la Escuela de Pilotos de Aviación Civil de Kremenchug entre junio y julio del 86. Recuerdo que había un helicóptero apartado en la academia, al que no podíamos acercarnos, porque era uno de los que participó en las labores de los primeros días después de la explosión”, cuenta el piloto de helicópteros.
Chernóbil, la serie
El accidente de Chernóbil ha recobrado actualidad por la exitosa miniserie de HBO que recuenta en cinco episodios los sucesos alrededor de la explosión en la central. Lanzada en mayo de este año, la producción se ha convertido en una de las más populares de todos los tiempos, desplazando a las consagradas sagas Breaking Bad y Game of Thrones.
La serie expone de manera desgarradora cómo la élite partidaria soviética negó las reales proporciones del accidente e intentó cubrir con un manto de desinformación la tragedia, poniendo en marcha una desastrosa gestión de crisis, tras lo que se considera el mayor desastre nuclear civil de la historia.
A esta fallida política de secretismo, en aras de no ceder un milímetro en la carrera por la superioridad nuclear de los tiempos de la Guerra Fría, se alió el régimen de La Habana cuando decidió restarle importancia al desastre y no evacuar a sus ciudadanos en zonas de riesgo.
Desde comienzos de los años sesenta hasta el fin de la Unión Soviética, en 1991, se estima que entre 100.000 y 300.000 cubanos recibieron becas para cursar estudios universitarios, técnicos medios, postgrados y capacitaciones en ese país.
Protagonistas de la liquidación
La serie retrata además el heroísmo de quienes desde las primeras horas, y durante meses, se dedicaron a mitigar el avance de la radiación, conocidos como los ‘liquidadores de Chernóbil’. Más de 600.000 personas participaron en la ‘liquidación’, de acuerdo con informe del Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas (UNSCEAR, por sus siglas en inglés).
El relato de camiones cisterna que lanzaban chorros de agua sobre las calles, árboles y fachadas de los edificios es el recuerdo que más comparten los cinco exestudiantes cubanos entrevistados por el reportaje.
“Siempre me preguntaba que si, supuestamente, no había radiación por qué desde el día siguiente al accidente a diario pasaban pipas de aguas regando todas las calles y aceras de la ciudad. Eso duró meses en Kiev”, recuerda Alejandro Monzó.
“Eran muchas cosas extrañas sucediendo y nosotros no sabíamos qué pasaba, relata Yania Vallejo, exestudiante de Matemática Aplicada en la ciudad de Odesa, a orillas del Mar Negro y en la desembocadura del Dniéper.
“Me acuerdo de que un día nos levantamos y solo estábamos los estudiantes del campo socialista, checos, búlgaros, cubanos y coreanos, los extranjeros de otros países habían desaparecido en la madrugada; pipas mojaban las calles de la ciudad de arriba a abajo y en el mercado faltaban productos”, cuenta Vallejo.
El rociado de las calles de Odesa, a 534 km de Chernóbil, se mantuvo durante mucho tiempo. Vallejo recuerda que se “vivía chapoteando” y se llegó a preguntar si eso “sería para siempre”.
De acuerdo con el informe “Consecuencias ambientales del accidente de Chernóbil y su remediación”, de la Agencia Internacional de Energía Atómica, de la cual Cuba es miembro activo, el objetivo del lavado constante no era otro que arrastrar al suelo los radionucleidos depositados sobre superficies abiertas de las áreas urbanas, como parques, calles, plazas, techos y paredes.
“El Consulado nos reunió y dijo que no pasaba nada, pero nos prohibió terminantemente ir a la playa y comprar en el mercado, bajo amenaza de ser expulsados para Cuba”, recuerda Vallejo.
Evitar salir, tener las ventanas cerradas, humedecer las cortinas y mantener el pelo mojado para ir a la calle fueron algunas de las instrucciones dadas a los estudiantes por los funcionarios cubanos.
Radiación en exceso
Con el pasar de los días, la población abandonaba Kiev hacia donde podía, los lugares públicos y el transporte urbano se notaban vacíos en contraste con un insólito ajetreo de helicópteros sobre la ciudad, el barrido a presión de las construcciones y unas patrullas muy peculiares que aparecieron en la ciudad.
“Me pararon dos veces en la calle. Eran unas ambulancias del tipo ‘guasabita’ de donde se bajaron tres personas vestidas de blanco, me interrogaron y me pasaron un detector de radiación”, relata Javier Nuez.
“La primera vez parece que estaba todo dentro de los parámetros, me soltaron y me dijeron que no siguiera en la calle. En la segunda ocasión, me montaron en la ambulancia, me llevaron a un centro de atención y más tarde en otra ambulancia al hospitalito del propio KIIGA”, recuerda el exestudiante que pasó una semana ingresado, tomando tres veces al día unas pastillas negras “que sabían a carbón”.
A pesar de tener conocimiento del ingreso, ninguna autoridad cubana se acercó al hospital donde permaneció ingresado por radiación el joven de 18 años.
Prohibido tener hijos
Ramón Navarro estaba en Odesa cuando el accidente. Concluía la carrera de ingeniería en Sistemas Automatizados en una academia militar de comunicaciones y radares de esa ciudad. Antes de regresar a Cuba, a su grupo lo concentraron en un lugar que no logra precisar con los años. Pero de lo que sí está seguro es de una advertencia hecha por los superiores ese día: estaba terminantemente prohibido donar sangre y tener hijos hasta dentro de 5 años. “Eso se me quedó grabado, me acuerdo como si fuera ayer, tanto que yo le cogí respeto a la advertencia y mi hijo nació en el 91, exactos cinco años después del accidente”, cuenta.
“Arribé a Cuba con una enfermedad rara en la piel y llegué a relacionarlo con la radiación, pero después me curé y concluí que no era esa la causa”, relata Navarro.
El mismo temor lo tuvo Virginia Ogando, graduada de Matemáticas en la Universidad de Jarkov, a 380 km al suroeste de Chernóbil, durante una enfermedad en la piel que padeció su hijo menor nacido años después.
Engañados todo el tiempo
Dos meses después del accidente, arribaba a Cuba de vacaciones la mitad del contingente de becarios cubanos en la URSS. “Yo no tenía idea de la magnitud de lo que había pasado. La primera noción de la gravedad de aquello la vine a tener cuando el barco en el que viajábamos atracó en La Habana. Llamaron por el audio a los estudiantes de varias ciudades de Ucrania y Bielorrusia afectadas por el accidente y nos reunieron en el teatro. Ahí nos advirtieron que después de ir nuestras casas, tendríamos que presentarnos a hacernos análisis”, cuenta Ogando.
“Mirando la serie sobre Chernóbil es que me entero de que la radiación llegó muy fuerte a Bielorrusia y también reviví cosas de esa época, como las pipas echando agua y niños que trajeron y albergaron en las residencias universitarias en Odesa”, recuerda el Navarro.
“Nosotros nos quedamos allí porque no teníamos opción, pero además nunca supimos qué nivel de peligro corríamos, nunca se nos dijo, todo se manejó como un problemita técnico que no trascendería”, agrega.
A pesar de tener conocimiento de los riesgos que corrían sus ciudadanos y lejos de intentar minimizarlos, el gobierno de Cuba no interrumpió los programas educativos en la ex URSS y en el verano siguiente, dos meses después del derrame nuclear, envió un nuevo contingente de estudiantes a ciudades de Ucrania, Bielorrusia y Rusia, las exrepúblicas soviéticas donde se concentró el 71% de la contaminación.
El propio autor de este reportaje puede dar fe de esto. Llegó a Moscú con 18 años, a dos meses del desastre, sin él ni ninguno de sus compañeros jamás haber oído hablar de Chernóbil. Específicamente su grupo, integrado por cerca de 60 jóvenes, tenía el objetivo de prepararse para operar la planta nuclear de Juraguá, que se construía en la provincia de Cienfuegos con tecnología soviética.
Para Alejandro Monzó, “lo insólito de toda esa experiencia es que hasta ‘ayer’ no le daba importancia gracias a la ingenuidad, la inocencia y la manipulación que se usó. Se manejó como si hubiese sido una rotura de un acueducto, un día sin agua y después a la normalidad. El hermetismo y el engaño de los gobiernos de la URSS y Cuba prevalecieron. Para ellos no pasó de una pequeña insolación en Bacuranao”, ironiza el exbecario.
“Nos usaron como conejillos de Indias políticos”, reflexiona Monzó 33 años después del más terrible accidente nuclear de la historia, ocurrido a menos de 100 km de donde dormía aquella madrugada de abril de 1986.
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