A partir de hoy podrán volar a Cuba sin mayor contratiempo justo aquellos que podían considerarse menos jodidos entre una diáspora donde todos estamos, de alguna manera, jodidos.
Si la capital cubana exhibe los mayores ingresos per cápita entre cualquier provincia del país, y si sus hijos que viven allende a estos mares del sur de Florida pueden llamarse privilegiados por tener a los suyos en La Habana y no en Gibara o Baracoa; desde hoy, 10 de marzo de 2020, ese privilegio alcanza matices muy hondos. Muy graves.
Porque desde hoy solo quienes tienen a La Habana por destino final en sus rutas hacia Cuba pueden decir que algo les ha cambiado, pero no mucho. Para ellos, visitar a los suyos desde hoy solo implicará algunos dólares de más desde Miami, quizás reservas con una anticipación de resguardo, cosas así.
Para la capital cubana, la hecatombe no es hoy. Lo es para el resto. Los que a partir de hoy no tienen ni American ni Swift. Veintiún años de viajes ininterrumpidos a las provincias cubanas después, una medida como un puño de hierro en el gaznate del régimen cubano, barre la posibilidad de que un cubanoamericano llegue al aeropuerto de Holguín y de ahí tome un taxi hasta Banes, donde le espera una legión de parientes y de carencias.
De alguna manera he tenido que pensar en el fatalismo geográfico. Esa figura vaporosa pero presente en las vidas de varios millones de cubanos que tuvieron la mala pata de ir a nacer en cualquier parte que no se llame La Habana.
He ahí una forma de la desgracia. En cualquier otro país los infortunios tienen otros listones. Son más elitistas. No hay forma de que un uruguayo vea en Montevideo una quimera: si no nació, se muda y listo.
Para los cubanos, no nacer en la capital implica una cruz de ceniza que dicta el fatalismo geográfico: si todos los cubanos viven una suerte de martirio lleno de escasez, inestabilidad, desamparo legal, los cubanos del interior multiplican todo eso por dos o por tres, en dependencia de la porción de geografía. Que no es lo mismo Camagüey que Guantánamo, aunque los farsantes del Comité Central finjan no saberlo.
La pobreza del interior de Cuba no tiene comparación con nada que se viva en la capital. Es una pobreza desolada, desoída, aplastada por
maleza natural y por maldad estatal.
Alguna vez recorrí dos poblados llamados Revacadero y La Sierrita, en alguna parte entre Media Luna y Campechuela, provincia de Granma. Los mapas saben de esta zona por golpe de azar: cerca de ahí nació Yoenis Céspedes, esa potencia del béisbol que hoy cuenta sus ingresos por seis cifras pero que aprendió a batear en medio de la pobreza más dolorosa que nadie pueda imaginar.
Cuando el huracán Dennis se ensañó con esos poblados en 2005 yo vi el resultado con mis ojos. Y no importa cuánto daño hiciera el fenómeno: lo que nunca olvidaré es la pobreza coagulada que ya existía antes de que ningún huracán la trajera de la mano. Todos los perros de todas las casas eran esqueletos "ladrantes". El hambre era un horror.
A partir de hoy, si algún alivio les llovía a esos seres olvidados desde un pariente que viajaba de vez en vez, la señal de desgracia se les vuelve a cebar.
Los mismos “palestinos” que deben explicar con súplicas qué hacen paseando o viviendo por las calles de la capital de su país, son los mismos que a partir de hoy tendrán menos a sus familiares de Tampa o Miami entre ellos.
Que nadie se coma el millo: el gasto que va a representar en lo adelante volar a La Habana y pagarse transporte ida y vuelta hasta Jobabo, en Las Tunas, va a ser un poderoso disuasor de viajectos familiares.
Mientras, el aeropuerto José Martí multiplicará su flujo. El aeropuerto por donde entra más turismo a Cuba no ve su nombre entre los sancionados del Departamento de Estado. Por la terminal que sí desfilan viajeros con sus planes de inversión bajo el brazo, o sus negocios ocultos, o sus reservas para Varadero, no pasan de momento las medidas de Donald Trump.
El puño anticomunista prefirió apretar el gaznate a los aeropuertos de Santa Clara u Holguín, por donde entra de vez en vez una brisa de amparo entre tanta miseria de marca registrada local.
Si joder a los más jodidos es el método perfecto para hacer retroceder al castrismo, ellos llevan en eso una ventaja de seis décadas y más. No sé, algo por aquí no termina de encajarme del todo.
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