La máscara y la calumnia

La nueva orientación de ciertos perfiles "segurosos" es no sólo monitorear las redes sociales para recopilar datos sino intervenir en ellas de manera más activa.

Cubanos en punto wifi (imagen de referencia) © CiberCuba
Cubanos en punto wifi (imagen de referencia) Foto © CiberCuba

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Este artículo es de hace 4 años

Cuando hace casi diez años el analista bielorruso Evgeny Morozov publicó The net delusion (2011) le llovieron las críticas. Aquel libro, dedicado a refutar la extendida creencia de que las redes sociales fomentan el cambio político en todo el mundo, resultaba incómodo tanto a los gobiernos autoritarios como al llamado "activismo digital".

Su tesis era simple: mientras creemos que los desahogos en las redes de ciudadanos que viven en un sistema autoritario los hacen más libres, en realidad están contribuyendo a un sistema de vigilancia digital donde los mayores beneficiarios son los opresores.


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El desengaño de Internet, como se tituló el libro en español, resultó profético en muchos sentidos. La creencia que marcó el comienzo del activismo digital, aquello de que "Internet nos hará libres", y que el cambio en sociedades cerradas vendría necesariamente de la mano de Twitter, Google o Facebook se ha demostrado hoy como un fiasco gigantesco o, por lo menos, un exceso de optimismo.

Ya en el 2011 Morozov podía citar numerosos ejemplos de que las redes sociales en realidad estaban ayudando a consolidar los autoritarismos tradicionales. Está el caso de China, por supuesto, el país que ha demostrado que la Red de redes sí es censurable: su gran muralla digital filtra día y noche una ingente cantidad de contenidos on line con la ayuda de ciberejércitos que, además, bloquean los sitios no permitidos.

Y, además, China exporta su tecnología de censura. Un informe más reciente de Freedom on the Net nos deja saber que funcionarios chinos dirigieron en el 2018 y 2019 formaciones y talleres sobre los nuevos medios y la "gestión de información" con representantes ¡de 36 países!

Está el caso de Irán, cuyo gobierno logró frenar al activismo digital con una especie de Wikipedia cazadisidentes donde los leales compartían sus sospechas para, de forma anónima o declarada, aportar datos al servicio secreto, que multiplicó así su eficiencia.

No olvidemos la Rusia de Putin, donde las redes sociales han simplificado la tarea de las policías secretas: sólo han de estar atentas y observar algunas cuentas clave en las redes para provocar, detectar, engatusar y encarcelar a los disidentes.

Se ha demostrado que en la mayoría de los países autoritarios hay comentaristas del gobierno, bots, y trolls que manipulan habitualmente las discusiones en línea y se dedican a hostigar a la oposición política. Esta práctica ha aumentado en volumen y sofisticación en los últimos años, mudándose desde plataformas abiertas como Facebook y Twitter a aplicaciones de mensajería cerrada como WhatsApp, donde puede ser aún más difícil de enfrentar.

Y está el caso cubano, decididamente sui géneris, porque combina todas las experiencias de las satrapías ya citadas con la improvisación y el atraso tecnológico. Hasta hace relativamente poco, el impacto de las redes sociales en Cuba era decisivamente marginal por el nivel de penetración y los altos precios de la conexión. Ahora, junto con la Internet más barata, el trabajo de la Seguridad del Estado ha aumentado.

La nueva orientación es no sólo monitorear las redes sociales para recopilar datos y captar el estado de opinión sino intervenir en ellas de manera más activa. No, no se trata de dejar de postear artículos sobre el Comandante en Jefe, eso se mantiene, pero ahora el contenido de trabajo es más amplio (si bien "la jabita" seguirá siendo la misma, compañeros: la situación es difícil y requiere sacrificios).

En estos últimos meses hemos visto los primeros amagos de la nueva política "segurosa" para las redes sociales: una cuenta anónima a la que el MININT suministra información semioficial para que deslice en las redes la versión oficiosa de acontecimientos que antes no trascendían y ahora pueden convertirse en noticias virales (en este caso, el asesinato de un joven tiroteado por la policía en circunstancias confusas).

Hemos asistido también a la vieja política del "asesinato de la reputación" aplicada a una joven periodista independiente, con una mezcla de chismes personales, viejos cargos de mercenarismo y escandalosas faltas de ortografía. Ya vamos aprendiendo que la propaganda, hasta ahora reservada a los gobiernos, también se puede llevar a cabo a bajo coste y con gran eficacia, especialmente si se combina con fotos, vídeos y memes.

Pero aunque mantiene su vocación por la calumnia enmascarada, la nueva generación de compañeros encargados de mover carnaza para estos falsos perfiles parece menos capaz que la anterior que hace unos años se dedicaba a atacar a blogueros y medios independientes. Son unos pobres diablos que redactan a golpe de cliché, orgullosos de poner "el dedo en la yaga" o de acentuar la Í en las siglas de la CIA.

Para ser francos, este rebajamiento de la opinión digital en las redes abarca tanto a tirios como troyanos, al bando de los libertarios y a sus contradictores, igualmente necesitados de escándalo y atención. Quienes saltan a contestarles también les hacen el juego: esa es la trampa. Y esa gran feria digital mantiene entretenidos a unos y otros. Porque mientras el Estado cubano tiene los instrumentos legales (no sólo los ha enseñado, ya hay más de 200 multados o castigados por el Decreto 370), la labor de estos nuevos breteros digitales es aumentar la dosis de “noticias falsas” para desprestigiar a la disidencia y erosionar la confianza en los medios independientes.

Ya era lamentable hace una década que los gobiernos de cualquier signo ideológico reforzaran su control sobre los datos de los ciudadanos. Pero ahora el verdadero peligro de las redes es hacerle la ola a toda esta tropilla de mediocres anónimos que han dado nuevo impulso a los radicalismos de todo tipo.

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Ernesto Hernández Busto

Periodista y ensayista cubano. Fundador del sitio Penúltimos Días.


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