Se cumplen cinco años de la reapertura de las embajadas de EE.UU. y Cuba en La Habana y Washington, ese momento de esperanza que supuso la reanudación de relaciones diplomáticas entre los dos países tras 54 años congeladas.
El deshielo orientado por la administración demócrata de Barack Obama y su histórica visita a la Isla estaban concebidos como giro histórico de la política exterior de la Casa Blanca. Pero también eran, de cierta manera, la confesión de una derrota: horas antes de que el presidente norteamericano aterrizara en La Habana, Raúl Castro había dejado claro que seguiría reprimiendo: las Damas de Blanco y los activistas del Foro por los Derechos y Libertades fueron detenidos con violencia; también esta vez se repitió la rutina de la represión y la vigilancia (golpes, progroms de dudosos simpatizantes espontáneos coreando consignas progubernamentales e insultando a los disidentes, teléfonos móviles desconectados por la única compañía telefónica del gobierno, medios censurados, gente detenida al salir de su casa, periodistas independientes amenazados, traslados a las estaciones de policía y liberación pocas horas después, etcétera).
Muchos, sin embargo, prefirieron pasar eso por alto, animados por las promesas que aquel deshielo parecía traer consigo.
Para Obama, Cuba era la oportunidad perfecta de marcar una huella fundamental, y sus asesores, en especial Ben Rhodes, no pararon de repetir lo que el presidente quería escuchar: que la nueva doctrina podría conjurar el fracaso de cinco décadas de políticas agresivas y fallidas.
En la Isla, Obama desplegó una agenda muy bien diseñada, con la intención de conectar directamente con el pueblo cubano. No programó un encuentro con Fidel Castro, que habría sido un espaldarazo simbólico al castrismo y una ofensa para el exilio cubano. Dejó claro que se reuniría con los disidentes. Pidió que su discurso oficial fuera televisado en vivo. Su participación en el programa humorístico más visto de la TV cubana, y sus guiños lingüísticos -no siempre felices- en el argot local apuntaban al cubano de a pie.
No hay dudas de que el presidente correspondió a la curiosidad de los cubanos y logró ganarse sus simpatías. En su paseo bajo la lluvia por la Habana Vieja o la comida en una paladar elegante, el recibimiento y la "obamanía" de los habaneros logró desbordar por momentos el acartonado protocolo oficial y los cordones sanitarios de la propaganda oficial, que había advertido contra un exceso de efusividad.
El deshielo brillaba en el horizonte, como esos glaciares que caen lentamente cuando cambia la estación.
Al mismo tiempo, un grupo de compañías (cruceros Carnival, AirB&B, Western Union, Booking, la cadena de hoteles Starwood…) se apresuraron a anunciar sus nuevos planes de negocio en la Isla. Todas estas inversiones -vinculadas sobre todo al turismo- tuvieron que negociar a través de intermediarios estatales o a pactar con las poderosas compañías militares que controlan cualquier sector con dólares de la vida cubana.
¿Recuerdan la improvisada conferencia de prensa en que un locuaz Obama y un nervioso y antipático Raúl Castro se enfrentaron a la prensa extranjera, luego que el primero consiguiera convencer a su anfitrión de responder “una o dos cuestiones”?
El espectáculo que siguió, y que toda Cuba pudo seguir por televisión, fue uno de los grandes momentos de esta visita. La torpeza de Raúl Castro ante la prensa no complaciente demostró a propios y ajenos lo lejos que está Cuba de tener como presidente a un verdadero estadista, y los años luz que la separan de un gobierno realmente democrático. El ridículo de ver al enfurecido general negar la existencia de presos políticos en la Isla fue una experiencia didáctica y no por divertida menos preocupante.
Lejos de los grandes momentos de John F. Kennedy ("Ich bin ein Berliner") o de Ronald Reagan en Berlín (“Mr. Gorbachev, tear down this Wall!”) el estilo conciliador de Obama dejó claro, sin embargo, que el gobierno cubano “no debe temer a EE.UU. ni a las voces diferentes del pueblo”.
Sin embargo, detrás de esta retórica soft power y la confianza en que el turismo creciente y la nueva dinámica económica lograrían facilitar una transición política, había un problema conceptual: esa política ahora criticada tenía una razón de ser (expropiaciones, fusilamientos, financiación de guerrillas a través de todo el continente, presos políticos, campos de concentración/trabajo forzado, discriminación violenta contra homosexuales y disidentes, y un larguísimo etcétera que no ha perdido la menor actualidad).
El equipo de Tampa derrotó a los cubanos en el partido amistoso de béisbol. Se fueron Obama y su sonrisa, y todo en la Isla volvió a la gris normalidad. La propaganda oficial desplegó su maquinaria para opacar el mensaje democrático del presidente cool. Y el deshielo acabó siendo un espejismo.
Dos años después, en 2017, Trump consiguió ganar las elecciones.
Sus asesores lo convencieron de que la idea de incentivar un capitalismo de Estado controlado por el mismo aparato militar encargado del control y la represión en la Isla no era tan buena. El monumento a una sociedad civil casi inexistente y el sueño efímero de un país donde los jóvenes podían llegar a ser prósperos empresarios independientes y desafiar el statu quo demostró ser también una figura de hielo. El raulismo había conseguido controlar el peligro que representaba un sueño de apertura.
Las medidas que siguieron dejaron claro que para los intereses norteamericanos no era tolerable ayudar a pagar un régimen que, con Raúl o sin él como cara visible, seguía siendo contrario a los intereses de Estados Unidos en la región y en todo el mundo.
GAESA es hoy el núcleo del poder económico que sostiene el aparato político cubano, y para detectar cualquier competidor que ponga en peligro su monopolio sobre los sectores más rentables tiene a todos los auditores estatales a su disposición. Así, cuando el vicepresidente Marino Murillo advertía desde un estrado que "no se permitirá la concentración de la propiedad y la riqueza" estaba hablándole a aquellos a los que Obama y sus asesores pretendían "empoderar".
Para ellos también se han dictado decretos en los últimos meses: suspensión de nuevas licencias a restaurantes privados, guerra y competencia desleal del Estado contra a los boteros o taxistas privados, acoso fiscal, sindicalización forzada en organismos gubernamentales, guerra abierta contra quienes pretenden vender café y tabaco directamente a EE UU sin pasar por la mediación del Gobierno, etc.
La crisis de Venezuela vino a confirmar que Cuba sigue siendo un serio peligro para las aspiraciones democráticas en el continente.
El Estado cubano quiere siempre llevarse la mejor tajada. Pudo haber aprovechado la benevolencia de Obama para darles una salida democrática a seis décadas de castrismo y sacar al país de su profunda crisis. Pero no: quienes están en el poder en la Isla lo quieren todo a cambio de nada. Y eso, definitivamente, no puede ser un buen negocio para EE.UU., cualquiera que sea su gobierno. Esa es, en realidad, la gran lección del deshielo fallido que ahora cumple cinco años.
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