Vivir las miserias de esta campaña electoral en Estados Unidos me ha hecho reflexionar sobre el sentido pleno de la libertad de expresión; esa libertad cuyo ejercicio depende más de uno que de la sociedad donde vivimos porque, en última instancia, solo uno puede ejercerla.
En este mundo polarizado de simplificaciones, clasificar a una persona por las etiquetas al uso -progresista, reaccionario, neoliberal, izquierdista, comunista, anticomunista, etcétera, etc- se ha vuelto problemático. ¿Cómo clasifico a otros y cómo me clasifican a mí? Hoy en día, las etiquetas políticas confunden más de lo que aclaran.
Somos entes complejos, permeados de múltiples influencias y en constante transformación. ¿Qué digo de mi amigo Montaner, al que por rechazar a Trump le atacan hoy quienes lo alabaron por décadas? Solo porque se resiste a actuar según exigen los mismos taxonomistas que antes lo declararon derechista. Porque quieren que sea “uno de ellos”, que viven cómodos con una etiqueta que a fin de cuentas otro les colgó al cuello. ¿Cada evolución o complejidad en nuestras ideas debe ser tildada de traición por los taxonomistas políticos?
He transcrito buena parte del mensaje de un amigo, como marco introductorio a esta columna. La que escribo después de leer una reciente y necesaria reflexión en CiberCuba. Tras asistir, durante meses, a la polarización virulenta instalada en los ámbitos de la cubanía virtual. Medios del exilio que censuran macartistamente temas y columnistas, por no sumarse al trumpismo militante. Agentes de la Habana y Moscú que pretenden confundirse, pescando en río revuelto, en las redes de opinión del contradiscurso demócrata.
No es solo un tema de Estados Unidos. Vivimos hoy mundialmente, desde el encierro y la incertidumbre, una radical mutación de todos los órdenes y referentes políticos. La resaca de la democracia coincide con el incremento del poder de los gobiernos, de cualquier ideología. El individualismo posesivo, la apatía cívica y la mediocridad intelectual hacen mella en nuestras comunidades. Pensar simple, atrincherarnos en la tribu y agitar banderitas, es lo más fácil en estos tiempos. Es lo celebrado y premiado.
Pero captar la complejidad del mundo, para actuar en libertad, es lo sensato. Aunque no sea popular. Porque la política es esencialmente un fenómeno complejo, relacional y dinámico. Y más allá de ciertos elementos básicos -cómo los que diferencian el monopolio autocrático del pluralismo democrático- no hay trincheras permanentes, aliados eternos o batallas finales. Hay que salir del binarismo simple, erigido sobre fake news.
Fake news es, por ejemplo, que Trump o Biden sean meros agentes de potencias extranjeras. Si Putin apuesta a la victoria del primero y Xi al triunfo del segundo no lo hacen porque sean sus marionetas, sino porque las fortalezas y estrategias de Moscú y Beijing operan mejor, respectivamente, con los candidatos republicano y demócrata. Los rusos, carentes de músculo económico, privilegiaran al juego rudo de corto plazo y el entendimiento entre hombres fuertes. Debilitar el multilateralismo -la OTAN- y apostar a la psicología de Trump les ofrece ciertas expectativas. Los chinos, temerosos de perturbaciones sistémicas, procurarán que su ascenso global sea menos molestado. Negociar con un político de carrera adverso a los gambitos populistas les permite planificar el largo plazo, con menores riesgos económicos y geopolíticos.
Lo único cierto es que China, Rusia, Irán, Cuba y Corea del Norte quieren debilitar a los Estados Unidos y sus aliados. Independientemente de quién resulte ganador en las venideras elecciones. Entonces, los usos que las campañas republicana y demócrata hacen de las apuestas y movidas de los enemigos de Estados Unidos no es otra cosa que pura y dura manipulación electorera.
Lo que sí es real son los desafíos -populista y autocrático- que amenazan a la democracia en Estados Unidos, Occidente y el mundo todo. Cada uno demandará ideas y resistencias políticas cualitativamente diferentes. El populismo es un virus que carcome, desde dentro, la democracia. La autocracia es su opuesto radical. Populistas y tiranos amenazan hoy de forma diferenciada, por las formas y alcances de su daño, al orden republicano. Para la veterana democracia liberal americana, Donald Trump es un saboteador nefasto. Xi Jinpin y Vladimir Putin son sus enemigos existenciales.
En la actual coyuntura, Joe Biden y Kamala Harris son la mejor opción disponible. Pero solo lo validarán si recuperan al país neutralizando a los extremistas. Tanto los de la izquierda radical, infiltrada en las huestes demócratas, como los de la derecha nativista, secuestradora del Partido Republicano. Ambas fuerzas han intentado desestabilizar el centro democrático -conservador, liberal y progresista- estadounidense. El legado justiciero de John Lewis y el conservadurismo decente de John Mc Cain deberían acompañar, como ejemplos de una política con principios, cualquier proyecto para la reconciliación y el futuro de Estados Unidos.
Esta larga explicación me lleva a interpelar al lector cubano, especialmente al que vive y vota en Estados Unidos. Si usted adversa la autocracia cubana pero celebra el populismo trumpista, su compromiso democrático es precario. Si celebra -franca o veladamente- al castrismo mientras critica a Trump ese compromiso es, simplemente, falso. Lo único coherente con la democracia, en el más exacto sentido del término, es oponerse de modo simultáneo pero diferenciado a ambos fenómenos. Y mantener, también, una postura crítica a los leninistas que pretenden desvirtuar la agenda reformista del Partido Demócrata.
Cuando le parezca difícil evitar el pensamiento dócil, lea a gente ajena a los lugares comunes. Si es gente que toma partido, tanto mejor. Lea a gente como Néstor Díaz de Villegas, Enrique del Risco e Iván de la Nuez, por ejemplo. Cruce y contraste la mayor cantidad de informaciones y pareceres posible, desde CNN a Fox News. Sacúdase los Granmas y los CDR que todos llevamos dentro.
Evite evaluar las necesidades de los cubanos -rehenes todos del desgobierno insular- desde las coyunturas y urgencias de Estados Unidos. Y viceversa. Revise su propio accionar. Si apoya las presiones de Trump, medite si son compatibles con las repetidas vacaciones que pasó durante el deshielo en los hoteles de GAESA. Si simpatiza con el engagement de Biden, piense como los emprendedores cubanos fueron asfixiados, también desde Obama, por los monopolios de GAESA.
Insistamos, gane quien gane, en que la política hacia Cuba sea bipartidista, sostenida y planificada. Sin chances para la improvisación o el apaciguamiento. Como sucede en los casos de Israel o Taiwán. No más rehén de la politiquería electorera, de aquí a cuatro años. Sí orientada a la solidaridad democrática con la sociedad civil insular.
La batalla del 3 de noviembre no es solo otra contienda democrática en las urnas de esa gran nación. Se libra, también, en la mente de cada ciudadano de Estados Unidos de América. Incluidos los cubanos y cubamericanos, sean inmigrantes, naturalizados o nacidos en ese país. Ojalá haya ahí espacio para dejar de un rato lado la llamada de la tribu. Para captar, libremente, la complejidad del mundo. Pues, como diría el gran Scott Fitzgerald la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar.
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