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Hacía falta una carga para matar bribones y acabar la obra de las colusiones. El coronavirus vino a detonarla con más de 239 mil ausentes, que resonaron en la plusmarca histórica de 75 millones y pico de votantes presentes a favor de Joe Biden, así como su victoria proyectada en el Colegio Electoral.
La amenaza a la nación estadounidense no vino ya de Rusia, sino de la propia prensa de USA, que al estilo del Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) incurrió en ciego partidismo y malogró irremediablemente el ejercicio de periodismo.
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El Premio Pulitzer (1953) Lester Merkel, editor de The New York Times, advirtió que se ejercía periodismo informativo y de interpretación si, a partir de la información difundida, la audiencia no podía determinar qué posición tenía el periodista con respecto al tema o la personalidad abordados. Esa época ya pasó.
El escándalo de indicios racionales de corrupción y tráfico de influencias en la familia del candidato presidencial demócrata -por obra y desgracia de su hijo Hunter Biden- solo tiene parangón con el escándalo de los medios dominantes y aun de las plataformas digitales monopólicas por taparlo, aduciendo que nada estaba acreditado y todo era maraña de Rusia.
Entretanto las encuestas pronosticaban que “Biden, seguro, a los trumpistas dará duro”. Aunque todas chocaron con la misma piedra de 2016, no dejaron de surtir efecto, porque la gente se desanima bajo el bombardeo de que su candidato va a perder. El único peligro que corría Biden estribaba en que el conteo de votos por correo demorara tanto que no se acordara de haberse postulado. Sin embargo, un peligro mayor acaba de consumarse. Junto con los medios, el orden electoral perdió credibilidad en la puja de banderías.
Luego de que el bando azul sostuviera por años que Trump había ganado con ayuda de los rusos —y tragárselo así la audiencia mayoritaria de la civilización del espectáculo— el bando rojo tenía que apearse con que hubo fraude por acción de los propios americanos. Si el bando rival se había pasado cuatro años recurriendo a todo artificio para salir de Trump, ¿cabe o no imaginar que, con ardor patriótico, eche mano al fraude electoral para tumbar definitivamente al dictador?
La gente solía votar en las urnas y el voto por correo vino a suplantarlas por las oficinas postales, ya que la fecha del voto dejó de ser aquella de echar la boleta en el precinto electoral para convertirse en aquella que indica el matasellos del sobre correspondiente. Votar por correo implicó votar en el correo, con todos los riesgos explícitos o implícitos. Al cabo el infame dossier Steele fue reemplazado por la imagen de cristales tapados con papel para que la gente no viera cómo andaban las cosas en un recinto de contar votos.
La clave democrática de las elecciones se fue a bolina junto con las encuestas decentes y el periodismo inmune a la propaganda política. Porque su esencia no radica en quién gana, sino en que el ganador emerja de un orden electoral tan garantizado que el bando perdedor preste su consentimiento.
El otro virus
La corriente mediática dominante achacó a Trump incluso provocar más muertes en USA que todas las guerras juntas desde aquella hispano-cubano-americana hasta hoy en día, sin ir más allá de mandar a tomar desinfectante de inodoro.
Ahora los gritos de Biden sí, Trump no, espantarán al virus y no pasaremos el invierno negro en que hubiéramos tenido que recoger los muertos con pala. La vacuna será otro espectáculo para el alma divertir, como es regla de oro en Washington por lo menos desde que el regreso de los rehenes de Irán, logrado por Jimmy Carter, se atribuyó a Ronald Reagan porque llegaron cuando tomaba posesión.
La nación americana podrá sobrevivir a un presidente añoso y sin gran brillantez, pero se irá deteriorando con esa virosis mediática que no acepta como verdades evidentes, por ejemplo, que Biden presentó el apego filial cual fortaleza política —con aquel anuncio de que viajaba cuatro horas en tren para acostar a sus hijos y al otro día desayunar en familia— a la vez que mostraba tanto desapego con no saber por qué su hijo Hunter volaba a China con él en el Air Force Two ni por qué una firma de Ucrania reclamaba el concurso de sus modestos esfuerzos.
La guerrita civil
El breve espacio en que no está Trump se ocupará por las fuerzas vivas que le cogieron la vuelta al sistema: la guerrilla maoísta COVID-19, el partido azul y su agitprop: los mainstream media, con encuestadores de opinión del pueblo que predijeron de nuevo una blue wave que nunca llegó; el Deep State y el Big Tech, la idea de Antifa y así hasta los overwhelmingly peaceful (Michelle Obama dixit), protestantes que CNN reportaba prendiendo candela a locales y vehículos.
En la estela de los comicios vendrá el espectáculo por reformar la Constitución que propició elegir en 2016 a un "payaso racista" (Biden dixit), quien obtuvo en 2020 mucho más votos de hispanos, negros y demás minorías “de color”. Al caer el telón del espectáculo circense de Trump, el 20 de enero de 2021, vamos a descansar también del público deplorable (Hillary Clinton dixit) que optó por políticas internas tan absurdas como un muro contra la beneficiosa inmigración ilegal, y políticas exteriores tan atroces como retirar las tropas de guerras que nunca se acaban y exigir a la OTAN que, si toma chocolate, pague lo que debe.
Pues ahora a bailar y gozar con la sinfónica mediática nacional, porque junto con Trump se desvanece tanto la obsesión de caerle arriba como lo que quedaba de confianza en la prensa libre, el sistema electoral y otras cositas que inclinan más bien a militar en el partido de la abstención, con tantos o más votantes que el propio Partido Demócrata, por la simple convicción de que todavía es posible en este país arrostrar la vida sin depender de quién sea presidente ni de qué color tiene tu condado de residencia en el mapa electoral.
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