Evarista Obdulia de Jesús Calderón Sevilla nació en Cienfuegos el 5 de septiembre de 1936, y ocho meses después ya la habían traído para La Habana. Hija de un ama de casa y un zapatero, quiso ser doctora, pero a la universidad no podía ir sin dinero.
Al concluir el octavo grado, en su casa no había ni para comprar los libros. Pero Evarista, a quien casi todo el mundo llama Yuya, tenía hambre de conocimientos. Así, se levantaba diariamente a las cinco de la mañana para hacer las tareas domésticas y luego se sumergía en los materiales escolares. “A mis padres les preocupaba que yo fuera culta, trabajara donde trabajara”, recuerda.
Como en las noches impartían clases gratuitas en Santiago de las Vegas -donde ha vivido hasta hoy-, Yuya estudió inglés y matriculó en una escuela de comercio en la que también aprendió mecanografía y taquigrafía. A sus 84 años, siente que la persona que fuera analfabeta en ese pueblo era porque quería serlo o porque le apenaba que otros se burlaran de que aprendiera a leer y escribir a edad adulta.
A Yuya no le costó resaltar en el colegio nocturno. Su rendimiento sobresaliente hizo que una de sus profesoras, que “era negra como yo y quería ayudarme”, la preparara desinteresadamente para ingresar a la Escuela Normal de La Habana. Ya le habían dejado claro que por el color de su piel tendría más porvenir en un aula que en algún comercio. “Solo como maestra podría encontrar trabajo. Cuando aquello no se permitían a los negros en las tiendas. Con (Fulgencio) Batista fue que empezaron a dejar a las mulaticas, pero yo era negra prieta, imagínate tú”.
Corría 1953 cuando hizo la prueba para entrar en la Normal. Muchos lo intentaron, y no todos eran jóvenes: había quien pasaba de los 40, y quien se presentaba por segunda o tercera vez a los exámenes, que eran muy rigurosos. “Yo iba a la buena de Dios. Tuve la suerte de pasar y no entre las últimas. Temblaba cuando me vi en la lista de aprobados”.
Su juventud quedó marcada con la inauguración de la Cuban Telephone Company. Alguien fue a la Normal a reclutar estudiantes para que trabajaran allí, y Yuya, empeñada en asegurar un puesto habida cuenta de que no todo el que se graduaba de Magisterio tenía garantizada una plaza, entregó sus datos y su fotografía. “Cuando aquello te graduabas de maestra y te sentabas en la casa a ver qué pasaba, o ibas para la Junta de Educación a ver si había alguien que faltara para cubrirlo como sustituto y cobrar el poquito del día”.
Yuya nunca olvidará las palabras que le espetó el reclutador: “Cuando vean tu retrato, no te van a aceptar. ¿Por qué tú crees que lo piden? Las negras, o son maestras o enfermeras”. A ese hombre, sostiene, “Dios lo puso en mi camino para que yo me diera cuenta de las cosas, para que fuera aprendiendo en la vida. Yo no me molesté con él, sino que se lo agradecí”.
El estreno como maestra le llegaría en la escuela privada de uno de sus profesores de Santiago de las Vegas en 1957. Pasado el tiempo y establecido un nuevo gobierno en el país, alfabetizó a cuatro personas y al nacionalizarse las escuelas pasó a trabajar enseñando español en la casa que perteneciera a Máximo Gómez en Calabazar.
Yuya, que con tres años ya se sabía el catecismo y podía rezar un Padre Nuestro porque siempre tuvo muy buena memoria, no dejó de ir a la iglesia a pesar de que su esposo fuera corresponsal de guerra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. En la pared de su casa colgaron un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y otro del Che Guevara. “No nos metíamos el uno en lo del otro. Respetábamos nuestras creencias”, afirma al hablar del matrimonio dentro del que tuvo cinco hijos.
Vio con tristeza cómo hubo escuelas de las que sacaron a las maestras por ser católicas, “algo que después Fidel Castro reconoció como uno de los errores de la Revolución”. A Yuya intentaron hacerle lo mismo. Una funcionaria llegó a decir que había que quitarle sus niños, pero “yo daba tremendas clases y tenía claro que en el aula no había por qué hablar de religión”.
“Entre los más grandes regalos que me ha dado Dios” –así lo califica ella- ha estado el haber recibido la comunión del papa Juan Pablo II durante su visita a Cuba en 1998. Eva estuvo entre los 50 católicos de Pinar del Río, La Habana y Matanzas que gozaron de ese honor. “Cuando me vi delante de esa persona, lo miré, le besé la mano y comulgué”.
Poco después el Gobierno decidió que los maestros de enseñanza Secundaria debían dar más de una asignatura, y de esa manera culminó su carrera en la educación pública. “¿Con la edad que yo tenía cómo me iba a poner a dar física, química y matemáticas?”, comenta esta mujer que a partir de ese momento se puso a dar clases particulares en su casa.
“Si yo puedo contribuir con mi palabra al desarrollo de la humanidad, estoy pidiéndole al Señor que me permita trabajar hasta el último momento de mi vida en la enseñanza”, afirma alguien que, además de la Biblia, revisa constantemente pasajes de El Principito y Platero y yo, y lee sobre Martí, Maceo y Céspedes.
A lo largo de los años Eva ha formado a varias generaciones -incluso de una misma familia- y ha encontrado tiempo para estudiar francés, italiano, alemán y ruso. Se ha ido adaptando a sus jóvenes alumnos. “Si bien es difícil porque tienen una forma de ser que quieren imponerle al maestro, hay medios para tratarlos y ganarme su confianza. He estudiado Pedagogía y sé cómo manejar una situación. Busco la forma de conectar con ellos y a la vez ser fuerte, enseñándoles lo que está bien y lo que está mal.
“No pueden hablar mal porque lo único que nos queda es la palabra y yo me he empeñado en que la palabra salga recta, en forma, de manera que cuando digas algo se te entienda y no te tergiversen las ideas”. Sus padres le enseñaron a compartir lo poquito que tenía porque “hay que dar de comer al hambriento, hay que dar de beber al sediento, enseñar al que no sabe. Eso es lo que te convierte en una verdadera cristiana”.
La iglesia, “que estuvo en mí toda la vida”, le mostró que sola no es nadie y que no todo es una panacea, “que hay que sufrir y saber cómo canalizar y superar ese sufrimiento. Mi hija menor casi se muere. Se le paró dos veces el corazón delante de mí y los médicos no me sacaron de la sala porque yo solo me quedé mirando, ni lloré, ni grité, sabiendo que Dios estaba allí”.
“No siempre vas a tener felicidad. La felicidad la da Dios, la naturaleza, pararme en las noches a ver las estrellas. Es algo inefable, que no puedo decir con palabras, que no se puede explicar. Tienes que hacer vivir a los que te rodean y amarlos, aunque no piensen como tú porque son hijos de Dios también. Tienes que hacer lo posible porque esa persona disfrute la vida tal como venga”, confiesa una mujer que lleva a Dios dentro de sí y que sabe que el amor es la fuerza que mueve la tierra.
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