Sabíamos que el milagro cubano no iba a ser eterno. Mientras el Gobierno de Miguel Díaz-Canel mantuvo cerradas las fronteras del país, el coronavirus estuvo a raya en la Isla. Pero fue entrar en la nueva normalidad y la pandemia se desató sin que a estas alturas tengamos fecha fija para el inicio de la vacunación. Para ser más exactos, las vacunas cubanas siguen en fase de prueba.
La propagación de la Covid en nuestro país está descontrolada. A ningún gobierno dirigido por personas en su sano juicio se le ocurriría permitir o alentar colas monumentales en tiempos de pandemia. Pero en Cuba no se pueden prohibir porque eso es lo único que no ha faltado en 62 años de Partido Comunista en nuestro país: la fila de uno en fondo.
Las hemos tenido en la escuela, en los teatros, en los cines, en las bodegas, en las tiendas, en los centros de trabajo, en las paradas de taxis y de guaguas, en las extintas posadas... Somos un pueblo experto en colas, coleros, tiques, listas de espera y sanciones.
Quienes dirigen nuestro país son conscientes de que estamos ante una elección difícil: morir de hambre o de Covid. Y el Dr. Durán ha sido claro: todo no puede ser a base de multas. La razón le asiste. La curva de contagios no se doblega a multazo limpio.
No decimos que Cuba no se toma en serio la pandemia. Decimos que el Gobierno no sabe (ni puede) hacer otra cosa para evitar que la gente salga a la calle en busca de comida. Los cubanos no salen por salir: salen por subsistir.
El gobernante Partido Comunista, que desde el año pasado utiliza el coronavirus como excusa para detener activistas políticos y disidentes, debería ser llamado a capítulo por la Organización Mundial de la Salud por ser y actuar como un colaborador necesario de la propagación de epidemias en la Isla.
A los cubanos sólo nos falta sumar el colapso de los cementerios y funerarias al desplome de la sanidad pública, la economía o a la ineficiencia de un sistema educativo que no puede apelar a las clases online ni a la de un Estado que no puede acudir al teletrabajo porque el país sigue anclado en la prehistoria tecnológica.
Hubo un momento en el que pudimos elegir entre democratizar el acceso a Internet o castigarlo con altos precios y mala conexión. Ya sabemos lo que eligió el Gobierno. Ahora la única salida es cortar los datos móviles cuando hay revueltas para evitar que el descontento cale a lo largo y ancho del país.
Estamos peor que mal y somos conscientes de que esta vez no hay a quién chuparle la sangre. Rusia y Venezuela siguen ahí, en el mismo punto del planeta, pero ninguno de los dos países está en condiciones de aceptar una revampirización cubana.
Tampoco debería el Gobierno de Cuba esperar un salvavidas de Europa o aferrarse a la idea de que Biden será el remedio santo que necesita el país. Ninguna potencia está hoy por hoy en condiciones de echarnos una mano. La crisis es global. Unos tienen colchón para amortiguar la caída y otros caen directamente al asfalto: caen por su propio peso.
En ese último caso está el Gobierno de Cuba que se ha encontrado en una encrucijada difícil en la que el único camino posible es el cambio. Cambio de moneda pero también de mentalidad, de gestión y de formas.
Estamos en un callejón sin salida. Es ahora o nunca. Los cubanos de dentro y fuera del país tenemos la capacidad para decidir si seguimos permitiendo que nos distraigan con colas en tiempos de pandemia o pedimos el último en la cola de la libertad.
Es muy fácil hablar cuando se está fuera. Pero con el cambio ganamos todos. Cada uno de nosotros puede pedir el último por motivos personales, pero en esencia todos queremos lo mismo. Los de afuera, queremos entrar a nuestro país cuando queramos, a disfrutar de nuestra Isla, nuestra familia o a ponerle flores a nuestros muertos. Los de dentro, para acabar con las penurias. Así de simple.
No podemos prometer el cielo; pero sí podemos prometer prosperidad. Hemos tocado fondo, no queda otra que hacer esa última cola antes de que el coronavirus nos robe esa posibilidad.
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