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La llegada a la jefatura del Kremlin de Mijaíl Gorbachov supuso un peligro para Fidel Castro y un espaldarazo transitorio a las tesis de su hermano Raúl, quizá el más ferviente gorbachoviano de la nomenklatura criolla; aunque la ilusión por la Perestroika y la Glasnot fue barrida con un explote del jesuita en jefe, que se llevó por delante a Carlos Aldana, a quien medios de prensa extranjeros comenzaron a llamar el tercer hombre de Cuba, para su desgracia.
Castro contaba con el antecedente de Yuri Andrópov, que cambió las relaciones entre Cuba y la URSS, obligado por la grave crisis económica y su pensamiento sensato, pero lo de Gorbachov fue demasiado para el corazón del comandante en jefe, que se vio abandonado por Moscú, tras haberse peleado intensamente con los norteamericanos y alardeado de las ventajas del comercio que consideraba justo y seguro, con los soviéticos; a contrapelo de las tesis de Ernesto Guevara, que nunca comulgó con Moscú.
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Al final del camino, el inmolado Guevara ganó la partida ideológica al empecinado Castro porque la URSS desapareció y China sigue existiendo; pero Fidel apenas tenía margen para pelearse con Washington y Moscú al mismo tiempo, aunque no faltaron encontronazos con el Kremlin, como la Crisis de Octubre, decisiva en la maduración política del rebelde barbudo, y los desencuentros en Angola, donde las tropas cubanas tuvieron que corregir costosos errores tácticos de soviéticos y nativos.
La sovietización de Cuba obedeció a una combinación de desprecio estadounidense, oportunismo del Kremlin y del viejo Partido Socialista Popular (PSP) y pasión de Fidel Castro por conservar todo el poder, todo el tiempo; en un mundo bipolar, con marcadas esferas de influencia, que propició la dependencia crónica de La Habana de Moscú, pese a las notables diferencias de cultura, carácter e historia.
La aplazada visita de Gorbachov a Cuba, por un terremoto en la entonces Asia Central soviética, fue seguida por el mundo como si se tratara de un duelo al sol Caribe. Dramatismo al que contribuyó Fidel Castro recordando que la revolución cubana no era hija del Ejército Rojo y variando la ceremonia bilateral en el Palacio de Convenciones habanero, al ordenar cantar a viva voz el Himno Nacional, tras escuchar, con el ceño fruncido, las notas de la Internacional comunista.
Antes de aterrizar en La Habana, Gorby sabía que Fidel no comulgaba con sus tesis reformistas y Fidel sabía que Gorby no compartía sus métodos estalinistas; pero se cerró en banda, como correspondía a su mentalidad de fortaleza sitiada, pese a su lógico temor a quedarse solo frente a Estados Unidos y el poderoso exilio cubano.
En cambio, Raúl Castro y su equipo vieron el viaje del compañero Gorbachov como una oportunidad para aplicar las reformas que durante años intentó introducir, litigando con su hermano, que barrió todo vestigio gorbachoviano, incluido el secuestro de las publicaciones Sputnik y Novedades de Moscú que, de sustituto del papel higiénico, pasaron a ser betsellers, hasta que el comandante cerró el quiosco.
La ilusión raulista estaba afincada en su convicción de que el comunismo era inviable en Cuba, salvo que se reformara de arriba a abajo, y que, sin la URSS, las reformas caerían por su propio peso. Pero no tuvo en cuenta que Fidel había desarticulado un intento parecido, en 1986, cuando tronó a Humberto Pérez González, devenido ahora corresponsal baldío del incapaz Alejandro Gil; y la terquedad de su hermano, evidenciada en Cinco Palmas, donde aseguró que -con siete fusiles- ganaban la guerra, arranque que hizo creer a Raúl que el jefe se había vuelto loco.
Los cubanos no entendían todo lo que estaba pasando, pero sabían que vendrían días negros. La dirigencia cubana se dividió -temporalmente- en dos bloques: fidelistas y raulistas, pero la caída estrepitosa del todopoderoso Carlos Aldana, cara visible del raulismo gorbachoviano, sepultó cualquier opción de reforma, salvo las de más socialismo, como proclamaba Fidel, intercalándola con quejas sobre la chatarrería tecnológica Made in URSS and CAME; y llegando a decir que los países socialistas envenenaban a cubanos con el humo de las guaguas Ikarus, importadas masivamente por su gobierno.
Fidel, viejo zorro político, vio un rayo de luz en el intento de golpe de estado del grupo conservador del PCUS contra Gorbachov, sin evaluar que era solo el canto del cisne de la liquidada URSS, de la que pronosticó su fin; y poco después aupó a Boris Yeltsin, padre político de Vladimir Putin, liquidador de la presencia militar soviética en Cuba.
Pero antes, Castro había cometido un error suicida, al ordenar al sacrificado ministro del Interior José Abrantes Fernández; otro que apostó a la Perestroika y perdió, que le pusiera seguimiento operativo e instalara micrófonos en las embajadas y casas de diplomáticos soviéticos y de otros países del bloque del Este, afrenta que complicó sus vínculos con Yeltsin y Putin, casi hasta su muerte.
El "Período especial en tiempos de paz" y la "Opción cero" cayeron sobre los cubanos, que pasaron hambre, apagones, enfermaron de neuritis óptica y estallaron en el Malecón y aledaños; pese a que no faltaron esfuerzos de François Miterrand, Felipe González, Carlos Andrés Pérez y México por abrir una vía para Cuba, que implicaba reformas políticas y económicas. Pero Castro sabía que sería un suicidio por su temor ancestral a la pujanza económica de la emigración cubana, aunque nunca ha tenido liderazgo político, excepto en la etapa de Jorge Mas Canosa.
A su llegada, Fidel paseó a Gorbachov por las principales avenidas habaneras, flanqueadas por cubanos con banderitas, a bordo de un convertible. A su salida, ceremonia en el aeropuerto porque ese día hacía mucho viento en la capital y no queríamos que, sobre la delegación visitante, cayera el polvo de las innumerables obras que estamos haciendo en La Habana, excusó Castro ante la extrañeza generalizada.
La suerte estaba echada y Cuba nunca volvió a ser la misma, pese al salve de Hugo Chávez. La revolución se había divorciado de las masas, a costa de que Fidel Castro siguiera creyéndose el invicto con más derrotas consecutivas en el siglo XX cubano.
Era primavera y 1989, tres meses después estalló el caso Ochoa, el trauma más saturniano de la revolución cubana, que sirvió para que Raúl Castro se recuperara de su derrota gorbachoviana y cumpliera su viejo y caro sueño de apoderarse del Ministerio del Interior, desequilibrando internamente al castrismo; aunque no le valió de mucho porque el MININT encadenó fracasos sonoros como la caída de 30 agentes en Estados Unidos: 27 de la red Avispa, los esposos Myers y Ana Belén Montes, que sigue presa.
El resto es historia reciente, de potencial Gorbachov cubano, Raúl Castro pasó a ser el Brézhnev de Mayarí, apendejado ante Obama y perturbado por los ataques de su hermano enfermo en las "Reflexiones del compañero Fidel". Espantado de todo, el nonagenario general de ejército cedió el mando -que no el poder- a Miguel Díaz-Canel y Luis Alberto Rodríguez López-Calleja, el segundo falleció y el primero está muerto en vida.
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