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Una tarde con Sadam y Álvarez Cambras

Visiblemente disgustado por la descripción de las reacciones de su amigo Saddam Hussein, Álvarez Cambras expresó, tajante, su opinión: Yo no firmo un informe así para el comandante.

Rodrigo Álvarez Cambra con Saddam Hussein © Russia Today
Rodrigo Álvarez Cambra con Saddam Hussein Foto © Russia Today

Este artículo es de hace 1 año

Saddam Hussein interrumpió con un gesto de su mano derecha la ya larga explicación del jefe de la Inteligencia Militar cubana, que sobre un amplio mapa de la península arábiga describía en detalle el creciente despliegue de las fuerzas norteamericanas y aliadas que, en muy pocos días castigarían a Irak por su invasión a Kuwait.

"He recibido varios informes parecidos al de ustedes. Me los envía mi embajador en Naciones Unidas y casi siempre van a parar allí", dijo en voz alta y pausada el ídolo de Takrit, al tiempo que señalaba hacia un recipiente de mármol.

El comentario pareció más bien dirigido al puñado de dirigentes militares iraquíes que ocupaban uno de los lados de la larga mesa cubierta de dátiles y flores. Al otro, donde yo me encontraba, los cubanos enviados por Fidel Castro para intentar convencer al aliado de Bagdad de su previsible derrota de estallar una guerra en el Golfo, comprendimos que sería una tarde muy difícil en el palacio de Al Qadissiya.

Fidel alertaba a Saddam sobre el potencial bélico de Estados Unidos, pero para salvar el honor iraquí, un asunto clave, le ofrecía una mediación de amigos, un sacrificio tardío, pero necesario.

Eran los primeros días de noviembre de 1990. Cuatro meses atrás, el inoportuno avance iraquí sobre las fronteras kuwaitíes estremeció al mundo entero e inquietó a la lejana Cuba. Un amigo desafiaba a su propio mundo árabe, a persas, turcos e israelíes, al Occidente en pleno y a todos los demás, y lo hacía, para colmo de males, mediante la superioridad militar abrumadora contra un pequeño vecino independiente. Un escenario enrevesado, con desafortunadas similitudes a los peores augurios de Cuba sobre su propio gran vecino.

La diplomacia de la isla intentó jugar al avestruz. La cancillería, alarmada, recomendó callar, no tomar partido. Los kuwaitíes, a fin de cuentas, eran apenas unos conocidos lejanos, sin dividendos tangibles para Cuba. Otra monarquía absoluta podrida en un mar de petróleo; no alineados sí, pero inclinados hacia Estados Unidos. Saddam, en cambio, era un amigo de muchos años y posiciones comunes.

Deuda moral con Cuba

Desde el Comité Central del partido comunista, algunos de los negociadores de la retirada de las tropas cubanas de Angola proponíamos lo contrario: marcar la distancia con el último arrebato de Bagdad. Demasiados malabarismos nos debía Saddam por su anterior guerra contra los ayatolás que habían terminado con el Sha Reza Pahlevi; muchos los malentendidos con la clientela tercermundista no islámica de la política cubana; muchos también los opositores de la variante sanguinaria del baasismo iraquí, incluidos casi todos los comunistas de la Mesopotamia, que habían colgado de sus cuellos en la plaza de los Ahorcados.

La agresión era irreconciliable con el derecho internacional. Había que tomar distancia de la aventura, en beneficio de los mejores intereses de Cuba.

El comandante en jefe decidió criticar la invasión. Cuba, miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, votó el 2 de agosto de 1990 a favor de la resolución que condenó la invasión de Kuwait por parte de Irak.

A mediados de aquel otoño resultaba evidente que la obstinación por prolongar la ocupación del emirato que Bagdad consideraba como su provincia 19 y la determinación en sentido contrario de Estados Unidos, al frente de una coalición internacional sin precedentes, conducían a la guerra. Un conflicto que, en opinión de Cuba, sólo serviría para una demostración descomunal de fuerza de los vencedores de la Guerra fría.

Para La Habana, donde se iniciaba el descenso en picado de la economía, sostenida hasta entonces por los aliados socialistas, las circunstancias no podían ser peores. Era necesario cualquier empeño que evitara la previsible catástrofe de una guerra por Kuwait. Hasta el último recurso sería ensayado, incluso una apelación directa a Saddam. La idea fue del propio Fidel Castro: convencer al número uno iraquí de la enormidad de la respuesta militar que se preparaba, de la cual Cuba, por fuentes propias y soviéticas, estaba muy bien informada.

La misión debía ser discreta. La encabezaría el vicepresidente del Consejo de Ministros, José Ramón el gallego Fernández. Oficial profesional de las Fuerzas Armadas incorporado a la revolución, hombre clave en la batalla librada contra la invasión de bahía de Cochinos en 1961 y desde entonces de la máxima confianza del comandante en jefe. Rodrigo Álvarez Cambras, el ortopédico que años atrás había removido un tumor de la médula espinal de Saddam Hussein -y que por esa y otras razones ha ocupó cargos prominentes de la traumatología y la política nacional-, fue incluido casi que por derecho propio. Su presencia subrayaría el carácter amistoso, casi íntimo, del largo viaje a Bagdad.

En mi caso, además de las funciones que recién asumía en las relaciones exteriores del Comité Central del Partido Comunista, valía el conocimiento personal del país y de su mandatario durante una larga estadía en el Medio Oriente. En la primavera de 1975 fui el único periodista cubano que llegó junto con el Ejército iraquí al cuartel general del mulá Mustafá Barzani en las pedregosas y heladas cordilleras del Kurdistán, una de las victorias que consolidó el poder de Saddam en el mosaico étnico y religioso de Irak.

Para exponer la preciada colección de datos sobre el despliegue aliado, preludio de la Operación Tormenta del Desierto, Raúl Castro designó al joven coronel Jaime Salas, jefe en funciones de la Inteligencia Militar (DIM). Escoltas, ayudantes, traductores y el viceministro de la cancillería a cargo de los asuntos árabes completaron la nómina.

El portafolio del coronel era el más cargado. Los militares soviéticos, al corriente de la misión, proporcionaban minuciosas descripciones de fuerzas y medios de combate instalados o en camino hacia la península Arábiga o Turquía. Se detallaban los preparativos en Europa o en el Índico, las características de nuevas armas que esperaban por la primera demostración. Desde la base soviética de Torrens, en las afueras de La Habana -también apodada Lourdes por los norteamericanos- se compartía una abundante cosecha de datos electrónicos obtenidos de los centros de mando en La Florida y de todo el territorio norteamericano, a la cual se añadían precisiones enviadas por Moscú. Los analistas militares cubanos, acostumbrados al estudio minucioso de todos los conflictos armados en los que participa el Pentágono, elaboraban sus apreciaciones.

De inmediato se inició la redacción de un mensaje personal de Fidel a Hussein. Cuatro páginas meditadas, de tono pausado y cordial, que subrayaban la opinión del remitente sobre el carácter extremo de la situación. El propio comendante dio los toques finales al documento, junto a Fernández, quien debería exponerlo a Sadam. El texto se entregó al mejor experto cubano de los asuntos soviéticos para una versión en ruso convenientemente editada para enviar a Mijaíl Gorbachov.

Fidel Castro nos despidió tarde en la noche en su oficina del Palacio de la Revolución. El comandante examinó los mapas, tablas y fotos que conformaban el expediente militar. Se extendió en comentarios sobre el carácter crucial de la misión y en los riesgos personales que asumíamos al acudir, de su parte, a un Irak ya sitiado por las fuerzas aliadas. Nos consideraba soldados rumbo al combate. Antes de un desacostumbrado abrazo a cada uno, en un discreto aparte y con un brazo sobre los hombros de Fernández, le entregó un sobre cerrado. "Para los gastos", dijo, "por si acaso pasa algo". Un arreglo en voz baja, entre gallegos.

Volamos de La Habana a Madrid y al día siguiente a Ammán. En el aeropuerto jordano aguardaba el embajador de Cuba, quien nos informó de que el avión privado de Sadam Husein venía ya para trasladarnos a Bagdad. Volar en una nave tan notoria reflejada en las atentas pantallas de cientos de radares de la coalición enemiga desplegada en el área no era la mejor de las opciones. Era la única. Los vuelos a Irak habían sido prohibidos por las sanciones ya en vigor y no podía siquiera pensarse en rechazar el amable ofrecimiento del anfitrión. Por algo éramos considerados soldados rumbo al combate.

El impecable jet de Saddam se posó diestramente en el aeropuerto internacional de Bagdad y un rápido convoy nos condujo a una residencia prevista por la misión cubana. La espera por el encuentro apenas comenzaba.

Entrega fallida

Al día siguiente, un primer tanteo iraquí por lograr la entrega adelantada del mensaje de Fidel a Saddam fracasó ante la cerrada defensa organizada por el gallego Fernández, que exhibió dotes adquiridas en sus estudios en la Escuela de Artillería de Fort Silk, en Oklahoma. La misiva de Fidel sólo se entregaría a su destinatario. La puja duraría varios días. Álvarez Cambras recurrió inútilmente a sus múltiples relaciones en el entramado político iraquí para facilitar la esperada entrevista. Infructuoso también fue mi intento por encontrar al viceprimer ministro Tarek Aziz, a quien conocía desde su ya lejano desempeño como director de la agencia oficial de noticias. Sólo Saddam decidía sobre su precioso tiempo.

Al cuarto día, los anfitriones sugirieron una visita a Babilonia. Partimos hacia el sur. Cuando recorríamos las obras, en las cuales Saddam, como Nabucodonosor, había hecho grabar su nombre en millones de ladrillos, llegó desde Bagdad el aviso esperado y urgente: el encuentro sería al día siguiente. La delegación repasó esa noche por última vez los temas a exponer.

El convoy definitivo partió al mediodía en medio de un impresionante despliegue de los anfitriones hacia un lugar desconocido. Pronto, el embajador Juan Aldama, asignado a Bagdad dos años atrás, identificó la ruta. Nos conducían al palacio preferido por el presidente, Radwaniyah, también conocido como Al Qadissiya. Para Aldama, ese fue uno de sus últimos encuentros con Saddam. Graduado de la academia diplomática de Moscú, había asumido en Bagdad, junto a una simpática esposa rusa, su primer destino como embajador.

Una noche de la primavera de 1991, se disparó en la sien con una pistola Makarov que siempre le acompañaba. Las verdaderas causas del suicidio nunca revelado del embajador Aldama permanecen como un misterio político.

El palacio de Al Qadissiya formaba parte de los llamados sitios presidenciales, sospechosos después de albergar ocultos laboratorios letales. Nuestro convoy atravesó los controles de acceso y arribamos a un edificio construido según los patrones de lo que se ha dado en llamar el estilo islámico moderno. Por amplios corredores de azules de Samarcanda y patios interiores de espléndidas fuentes, arribamos al salón previsto para la entrevista. Saddam no se hizo esperar. Apareció al frente de media docena de altos jefes militares, según indicaban los grados e insignias en sus uniformes de campaña, tan impecables como el de su jefe. Con expresión adusta, el iraquí saludó al gallego Fernández, quien introdujo de inmediato a sus acompañantes, algunos conocidos por el gobernante. Saddam señaló a sus acompañantes con un vago gesto y nos invitó a ocupar uno de los lados de una larga mesa en medio del salón.

El gallego inició sus palabras tras la invitación del anfitrión. Nos motivaba, dijo, la probada amistad entre Irak y Cuba, entre Saddam y Fidel. Nos preocupaba el perjuicio que ocasionaría al Gobierno iraquí la inminente confrontación. Y también el beneficio que Estados Unidos obtendría con la demostración de su poderío militar. Fernández expuso todos los argumentos indicados en La Habana. El mensaje de Fidel, convenientemente traducido, fue entregado al fin a su destinatario, quien lo leyó con detenimiento y sin formular comentarios, salvo unas pocas palabras apenas musitadas para sí mismo y algunos movimientos de cabeza de difícil interpretación.

Tras el largo parlamento del gallego, el iraquí transpiraba impaciencia. Entre sus acompañantes era difícil descubrir una expresión de coincidencia con el análisis presentado por los cubanos. Tales circunstancias recomendaban que mi turno debía ser escueto. Una solución diplomática era todavía posible. Enviados de distintos países arribaban a menudo a Bagdad desde que la posibilidad de una guerra se había hecho evidente. Entre ellos, la insistente gestión de los diplomáticos rusos -todavía soviéticos- trataba de evitar el abandono público por primera vez de un aliado árabe.

Con la URSS podía contarse para alguna iniciativa de última hora en el Consejo de Seguridad, a la que seguramente se sumaría China. Eran, sin embargo, los integrantes de ese órgano que representaban al Tercer Mundo los que se empeñarían en una solución honorable, siempre que Irak ofreciera por adelantado su retirada de Kuwait. Las reclamaciones territoriales podrían replantearse en otra coyuntura. La buena disposición del secretario general de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, cercano amigo de La Habana, formaba parte de la ecuación negociadora. La explicación de las opciones diplomáticas tampoco motivó comentarios.

El coronel Salas se dirigió, por indicación de Fernández, hacia un pizarrón en el que se habían dispuesto en riguroso orden los numerosos mapas, tablas, fotos y esquemas que ilustrarían su explicación. Salas expuso las diversas etapas en que se había desarrollado el despliegue de los norteamericanos y sus aliados desde bases en Europa y EE UU a partir del último otoño. Explicó con detenimiento las características de aquellas tropas, algunas estudiadas por Cuba durante muchos años, su alto grado de disposición combativa, el número estimado de sus integrantes. Identificó los lugares de concentración de distintas unidades y sus acciones previsibles en el amplio teatro de operaciones, indicó las posibilidades de coordinación entre los mandos y tipos de armamentos.

La enumeración de las poderosas armas, muchas de las cuales serían empleadas por primera vez, fue especialmente abrumadora. El coronel cubano habló de una guerra tecnológica, de misiles Tomahawk de varias cabezas que podían ser lanzados desde el mar Rojo o el golfo Pérsico; de helicópteros antitanque Apache; de superfortalezas B-52, ya probadas en Vietnam; de los nuevos aviones F117A Stealth, invisibles a los radares; de los sistemas de mando AWACS que guiarían simultáneamente cientos de aviones durante los combates; de cohetes Patriot, incomparables a los Scud de que disponían los iraquíes; de los tanques Abrams, dotados de cañones de 120 milímetros; de los novedosos sistemas espaciales GPS; de aviones sin piloto y de otras varias armas inteligentes y recursos para su utilización, a las que se sumaban las de los aliados de Estados Unidos. Esta guerra sería incomparable a cualquier otra.

La comparación mesurada pero imprescindible con las fuerzas de Irak que siguió a continuación colmó la copa de Saddam. Escuchó impasible estimar en desventaja la capacidad de resistencia de su ejército de tierra, con menos de un millón de hombres, unos 7.000 tanques y muchas menos piezas de artillería, pero dio por terminada la exposición cuando nuestro coronel comenzó a describir la manifiesta superioridad aérea del enemigo.

Tras señalar con duro gesto el destino final de los informes diplomáticos semejantes a lo que oía de los enviados de Cuba, inició un crudo discurso sobre la injusticia colonial que creó el Estado de Kuwait, verdadera causa de la situación actual. Condenó la ingratitud de la nación árabe hacia el único de sus miembros que había combatido la expansión persa en el Golfo, que primero había sido víctima de maniobras con el petróleo y ahora aislado frente a la nueva cruzada de Occidente. Aludió a otras ingratitudes de amigos inconformes con la decisión iraquí de no ceder ante sus enemigos, de la ineptitud de la ONU y la infidelidad de los países comunistas. Recordó a Saladino, también oriundo de la región de Takrit según precisó, y habló de su compromiso ante la historia y de la formidable lección que el pueblo iraquí, decidido a vencer, daría a cualquier agresor.

"Pueden decir al camarada Fidel Castro", dijo mientras se incorporaba de su silla, "que agradezco su preocupación". Si los soldados de Estados Unidos invaden Irak, los aplastaremos de esta manera, concluyó en voz muy alta, al tiempo que pisoteaba acompasadamente la alfombra con sus pulidas botas militares.

Un abrazo al estilo árabe

El encuentro había terminado. Saddam estrechó sin sonreír las manos de todos los cubanos mientras nos retirábamos del suntuoso salón. Al gallego lo despidió con un abrazo al estilo árabe y el encargo de un saludo al comandante. El camino de regreso a nuestra residencia transcurrió sin comentarios.

Esa noche redacté un largo despacho que describía con la mayor exactitud posible lo sucedido en la reunión. Fernández lo distribuyó entre los enviados y el embajador Aldama. Con algunas sugerencias, todos aprobaron el informe de nuestra gestión con la excepción del ortopédico Álvarez Cambras. Visiblemente disgustado por la descripción de las reacciones de su amigo Saddam Hussein expresó, tajante, su opinión: Yo no firmo un informe así para el comandante. La réplica de Fernández fue más breve: El que lo va a firmar soy yo. Álvarez Cambra dijo que, en La Habana, prepararía su propio informe y Fernández dio por terminada la discusión.

Dos días después iniciamos el regreso a Cuba por la misma ruta. En la residencia del embajador cubano en el exclusivo Parque del Conde de Orgaz de Madrid, Fernández abrió el sobre que Fidel le entregó la noche de la partida y nos dio un billete de cien dólares a cada uno de los miembros de la delegación para comprar algún recuerdo del viaje, según dijo. El 12 de noviembre de 1990, el diario oficial Granma informó del regreso de una delegación oficial a Irak, cuya partida nunca fue anunciada.

Cuando Fidel nos recibió ese mismo día, no quiso escuchar de nuevo el relato del encuentro. Sólo pidió que el gallego le demostrara con sus propios pies cómo Sadam había dicho que aplastaría a los norteamericanos. Se habló de otros temas y Fernández le devolvió el sobre recibido de sus manos y explicó el desembolso de Madrid. El comandante levantó entonces una ceja, como de extrañeza, pero no hizo otros comentarios.

"Una tarde con Saddam" fue publicado en 2003, en El País de España; Le Monde, Francia; The Washington Post, EE.UU; International Herald Tribune y El Diario-La Prensa, de Nueva York y se reproduce en CiberCuba con autorización del autor.

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Artículo de opinión: Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de CiberCuba.

Alcibíades Hidalgo Basulto

Alcíbiades Hidalgo Basulto, Camagüey, 1945. Periodista. Ex jefe de despacho político de Raúl Castro. Ex viceministro de Relaciones Exteriores. Exiliado en Miami desde 2002.


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