Yuriesky Romero Hernández (Pinar del Río, 25 de noviembre de 1990) sobrevivió más de un mes en el mar, navegando a la deriva en una balsa precaria, comiendo pescado crudo y bebiendo su orina, hasta llegar a la costa de Tamaulipas (México), al sur de Texas. Por el camino perdió a tres de los seis compañeros de viaje que le acompañaron en la travesía. Dos murieron ahogados y el tercero de inanición.
Tras arribar a México, las autoridades de este país otorgaron a los náufragos, en cuestión de días, la residencia. En una semana cruzaron a Estados Unidos. Los trataron como a héroes porque resistieron más de 30 días a merced de las olas, en una balsa cubana, sin comida, sin agua y sin que ninguno de los barcos que se les cruzaron por el camino los auxiliaran.
La suya es una historia estremecedora y ahora, desde Kentucky (EE.UU.) pide a los cubanos que están planteando hacer lo mismo que él hizo, dejando a sus hijos detrás, que desistan porque hay más posibilidades de morir o ser devuelto que de llegar a destino.
Todo comenzó a las 10:30 horas del 5 de abril de 2024. Para Yuriesky Romero era su segundo intento de salida ilegal. La primera vez había fracasado. Mientras esperaba en una casa de tablas a que llegara la hora de subir a la balsa, vio, por las rendijas de las paredes de madera, a agentes de la Seguridad del Estado, que habían sido alertados de una salida ilegal.
Tal y como tenían previsto, Yuriesky Romero y otros seis hombres subieron a la embarcación a vela e intentaron alejarse de la costa sur de Pinar del Río, por La Coloma. En el intento de alejarse de la costa, pidieron ayuda a pescadores de la zona. Por el camino vieron una lancha vacía que se dirigió hacia la costa cubana y que salió de vuelta a Estados Unidos cargada de personas. Le hicieron señales para que los remolcara porque con el mar en calma la travesía se adivinaba lenta. Llevaban agua y comida para cuatro o cinco días.
Desde un primer momento tenían en mente llegar a México, pero las corrientes del Golfo los desviaron de su objetivo. Los GPS de siete celulares apuntaban cada uno a un punto distinto; perdieron un timón de noche y tuvieron que esperar a que amaneciera para tirarse al mar a poner el de repuesto. Aquello era una odisea.
Los balseros sabían que estaban en mar abierto porque a escasos metros les pasaban cruceros y barcos cargados de contenedores. Ninguno hizo amago de socorrerlos. Todos miraron para otro lado. Nadie los auxilió.
Cuando llevaban más de quince días en el mar, a la deriva, vieron una boya, de esas que las empresas pesqueras ponen en el mar para señalizar las zonas donde faenan. Dos de los tripulantes de la balsa se lanzaron con chalecos salvavidas, con la esperanza de tocar la boya y disparar las alarmas para que vinieran a rescatarles. Así lo hicieron y vieron cómo un dron se acercaba a ver qué estaba ocurriendo en la boya a la que estaban agarrados en medio del oleaje. Sin embargo, nadie vino a socorrerlos. Había tanta corriente, que la balsa no pudo acercarse al sitio donde ellos estaban y ellos tampoco tenían fuerzas para nadar hacia la balsa. Murieron ahogados, sacudidos por olas de cinco metros.
Para entonces quedaban cuatro personas en la embarcación. Comían pescado crudo cuando conseguían sacar algo del mar. Mientras tuvieron fuerzas, pasaban el día en el agua, agarrados a la balsa, para resguardarse del sol. Bebían de su propia orina, tapándose la nariz porque no les quedaba agua potable.
Pero uno de los cuatro tripulantes no quiso comer pescado crudo ni beber orina. En su lugar, bebió agua de mar y se comió un tubo de pasta de dientes. Se le veía débil. Murió apenas un par de días antes de tocar tierra. Aunque en toda la travesía no vieron tiburones, sino delfines, temían que si dejaban el cadáver dentro de la balsa, se descompusiera rápido por el sol. No les quedó más remedio que tirarlo al mar. Lo vieron alejarse porque no se hundió.
En la balsa todos lloraron. Yuriesky Romero, en una entrevista concedida a CiberCuba, reconoce que, en su caso, lloró, porque pensó que estuvo a punto de recoger a su hijo de la escuela y llevarlo con él en la balsa. El niño no habría aguantado la travesía. Sólo de pensar en eso, se rompía a llorar.
Finalmente, uno de esos días en los que ya no tenía fuerzas ni para tirarse al mar a pasar el día en el agua para resguardarse del sol, uno de los sobrevivientes vio tierra. Sabían que la costa estaba cerca porque la balsa se llenaba de pájaros durante el día, que luego se marchaban al anochecer.
Llegaron a una especie de cayo y fueron auxiliados por pescadores. Su llegada causó revuelo entre la prensa mexicana y las autoridades los acogieron con los brazos abiertos. Una semana después entraron en Estados Unidos.
Yuriesky Romero vive ahora en Kentucky. Sabe que ha vuelto a nacer y lo único que puede hacer es recomendar a quienes se lo están pensando, que desistan. No todos llegan. No todos corren su suerte.
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