No son pocos los que ven con preocupación el exceso de estiércol que presentan las calles de Santa Clara. Si bien cada vez resulta más frecuente que algunos hagan sus necesidades en las vías públicas como irrefutable evidencia de la pérdida de valores y ausencia de sitios donde hacerlo, en términos contables la mayor amenaza no descansa esta vez en la degradación moral progresiva, sino más bien en la prolongada crisis económica que experimenta el país en general.
Entre los tantos visitantes extranjeros que llegan a Santa Clara existe una nota de asombro característica cuando sienten un relincho o ven doblar por alguna céntrica esquina uno de esos carruajes tirados por caballos, de los cuales depende en buena medida el trasiego de pasajeros.
Y es que en pleno siglo XXI esos carretones son todavía imprescindibles para el transporte público en Cuba, algo que se puede verificar en varias ciudades del interior donde estos vehículos superan en número las restantes alternativas de la transportación.
En la capital villaclareña cerca de 500 carretones garantizan, sobre todo en los horarios más complejos, la movilidad de una ciudad que supera los 200 mil habitantes. Ni las guaguas del transporte público, los motores o los bicitaxis han logrado desbancar de su puesto a esos dóciles animales, que se adueñaron de las calles santaclareñas desde los días más complejos de la década del 90, durante el llamado período especial.
Si bien a los visitantes les parece algo anacrónico, para los pobladores ya es algo habitual convivir, y por supuesto, depender de estas carretas para trasladarse a cualquier punto de la ciudad.
Pero eso sí, nadie se resigna a las desagradables consecuencias derivadas de esa alternativa, y mucho menos a vivir sumergidos en una perenne atmósfera de estiércol.
Nadie se resigna a vivir sumergido en una perenne atmósfera de estiércol
Cada vez que un carro motorizado pasa por las mismas calles que transitan los carretones, remolina cientos de pelillos dorados que se elevan y luego descansan nuevamente sobre los ventanales, negocios y, por supuesto, los propios transeúntes. Claro que no es maná, sino la fastidiosa pesadilla de muchos vecinos como Norma, residente en la céntrica calle Colón, una de las más transitadas de la urbe.
“Esta casa yo tengo que baldearla a diario” dice ella mientras pasa sin recato su índice derecho por el quicio de una persiana, para mostrarme las diminutas excrecencias.
“Tienes que vivir trancada o de lo contrario todo eso se cuela para dentro de la casa. Así no hay quien pueda, son demasiados años en lo mismo”, se queja ella.
Aunque los especialistas de higiene y epidemiología en la provincia también se han quejado y han alertado sobre ese factor contaminante, poco se ha podido resolver en ese sentido.
Los inspectores deben exigirle el uso de bolsas recolectoras a los cocheros y, en realidad, cada uno de ellos las tienen adosadas a las extremidades traseras de los animales, pero inteligentemente las agujerean para que no acumulen grades volúmenes o bien las vacían a discreción en cualquier tramo de calle.
Las boñigas se secan sobre el asfalto y luego se desintegran con el viento, se esparcen libremente a lo largo de las calles y terminan descansando sobre cualquier superficie, incluso, sobre los alimentos.
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