A 120 años de la guerra hispano-cubana-norteamericana, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez Castejón, visitará Cuba en los próximos días, en otra muestra de esa mezcla ibérica de improvisación y tozudez que ha marcado la historia española y sus relaciones con la Isla que –hasta ahora- ha dado low profile a la visita.
El Palacio de la Moncloa ha vendido la visita como la “superación del desencuentro que produjo la Posición Común”, en alusión a la política promovida por José María Aznar dentro de la Unión Europea para condicionar las relaciones bilaterales a que Cuba avanzara en libertad y derechos humanos.
Pero este argumento es una falacia porque dicha posición fue abolida por la Unión Europea al calor del embullo Obama y lo que realmente sucede es que los tardocastristas no se fían de Madrid por la debilidad parlamentaria de Sánchez, los bandazos del PSOE en sus relaciones con Cuba y porque La Habana prefiere a Francia como interlocutor preferente, como acaba de demostrar la “escala” de Díaz-Canel en París, camino del lejano oriente.
Cuba es una asunto de política interna en España, que sigue lamentándose del desastre de 1898, cuando en realidad su debacle comenzó en 1492, con la expulsión de los judíos sefardíes; que coincide cronológicamente con el 'descubrimiento' de la Isla.
Aquella rátzia dejó a España sin banca y luego tuvieron que ir a Alemania y Viena a mendigar los dineros; a esta injusticia antisemita que aún duele en Baleares, se sumó la cerrazón de Madrid con el movimiento autonomista cubano, que recibió un portazo en Cádiz, tras el discurso de Agricultura de La Habana, pronunciado por Francisco de Arango y Parreño, en las muy liberales Cortes de Cádiz (¡Viva la Pepa!)
Por tanto, 1898 fue la culminación de sucesivos errores de la entonces corona frente a sus territorios de ultramar, incluida la “siempre fiel” Isla de Cuba, que desde entonces quedó en el imaginario español como un pariente distante, cercano a USA en la modernidad, pero con fogones olorosos a potajes con todos los hierros y Navidades (hasta que llegó el Comandante y mandó a parar) con turrones Monerris y Sidra El Gaitero.
La guerra hispano-cubana-norteamericana, que fue un paseo para los yumas, dejó para la posteridad la hidalguía del almirante Pascual Cervera, reverenciado por el castrismo y criticado por Podemos, y sus sabrosas cartas con el entonces ministro de la Guerra que, desde Madrid, le ordenó bloquear la costa este de Estados Unidos, desde Maine hasta Florida.
Cervera, sabiéndose condenado a morir y previendo que el principal combate se produciría en la mar, responde con desparpajo a su jefe, aclarándole que cuando los informes oficiales reflejan una goleta, realmente se trata de una palangana con dos palos. La sabrosura epistolar está recogida en un libro editado en 1998 (centenario de la guerra trilateral) que fue coordinado, entre otros, por Eduardo Sotillos, Pío E. Serrano y Javier Pradera. Vale la pena su relectura, sobre todo, para los cubanos jóvenes que estén interesados en saber de dónde salió esa invención de convertir las derrotas en derrotas, perdón, en victorias imaginarias.
Pero ni siquiera la cruda racionalidad del almirante Cervera consiguió apaciguar la pasión española por Cuba, incrementada por el oportunismo yanqui de hacerse con la Isla, que aún conserva la huella de la Base Naval de Guantánamo, uno de los hitos de su menoscabada independencia, luego acrecentada por la presencia de tropas soviéticas, que ahora La Habana revive como el fantasma de Lourdes, nombre de virgen milagrera y estación de rastreo de comunicaciones.
Aquella guerra de hace 120 años e hitos posteriores han marcado los vínculos bilaterales de una manera u otra, hasta el punto que Cuba es un tema transversal entre españoles de todas las ideologías, acrecentado a partir de 1959, porque el hijo del gallego Ángel Castro Argiz echó a los americanos de La Habana, en justa venganza por al agravio de la primavera-verano de 1898.
“Con Cuba todo, menos romper”, avisó Francisco Franco Bahamonde, de creciente actualidad por el desenterrador Pedro Sánchez, a raíz de una sonada bronca entre el embajador Lojendio y Fidel Castro y así ha sido hasta ahora, pues de 1990 a 1994 lo colegios cubanos abrieron gracias a la generosidad de Felipe González y François Mitterrand, que enviaron cuantiosa ayuda en material escolar. Hecho silenciado por la dictadura cubana, que ya había tenido un encontronazo con el entonces presidente del gobierno español, en Brasil.
Franquismo y castrismo vivieron una prologada luna de miel que posibilitó el envío de 100 capataces para la industria cubana, operación dirigida por el almirante Carrero Blanco, al que luego la Inteligencia cubana ayudó a recuperar a su mujer, huida a Lisboa con un amante.
Cuando Pedro Sánchez Castejón pasee por La Habana admirará ese trozo de ciudad que se esconde del sol Caribe y con medios puntos, donde leerá nombres como Compostela, Teniente Rey, Obispo, Mercaderes, Obrapía y Paseo del Prado, esa rambla habanera que arranca en el Morro y corre hasta el Capitolio, imitación del de Washington.
La Habana sabe que Sánchez acude en busca de purificación revolucionaria a ver si puede aminorar el efecto Podemos, y la hábil diplomacia insular se dejará querer, pero sin fiarse porque conoce la inestabilidad del tablero político español como la palma de su mano. Madrid insistirá en el pago de la deuda atrasada a comerciantes españoles, que están aguantando para hacer una cartera de negocios con el sueño de revenderla a Estados Unidos, cuando pase el huracán Trump. Pero poco más.
Exilio e inxilio cubanos criticarán, mayoritariamente, la visita con su dolor habitual, que tiene lógica, pues España nunca se atrevió a usar los mecanismos de las Cumbres Iberoamericanas para crear un intercambio de experiencias entre militares cubanos con sus colegas españoles, portugueses, argentinos, uruguayos o brasileños, unidos por uniformes y por haber vivido tránsito de dictadura a democracia.
La Habana mandará a Bruno Rodríguez o similar a la Cumbre Iberoamericana de Guatemala y se centrará en la toma de posesión de López Obrador, ahora que se ha vuelto a posponer la revolución con el fracaso del socialismo del siglo XXI y cuando se atropellan, como las penas del bolero, las malas noticias desde Caracas, Quito, Santiago de Chile, Bogotá, Buenos Aires, Lima y Brasilia.
Mientras Raúl Castro se acicala con turbante, como contó el ministro José Borrell, que sigue creyendo que los cubanos se benefician de buenos servicios públicos de sanidad y educación, la fórmula errónea que han encontrado algunos socialistas para reírse en sus reuniones con dictadores de izquierda.
Pero tampoco hay que rasgarse las vestiduras porque Sánchez consiga menos que Escarrier y Pepe Hidalgo, socios españoles preferentes en el tardocastrismo, pues volverá de La Habana cantando, como aquellos españoles que perdieron casi todo en 1898 y nunca consiguieron olvidar aquella Isla que fue de azúcar y cundeamor.
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