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No hay aceite en Cuba y la noticia realmente no asombra porque la escasez es desde hace mucho tiempo una constante en la isla. Hace algunos meses era la harina de trigo y unos años atrás el desodorante; pero peor es la falta de información precisa que deben ofrecer las autoridades pertinentes para que el pueblo conozca lo que sucede en el país que, por suerte o desgracia, habitan.
Resulta que la carencia de turno siempre viene acompañada de un manto de silencio y misterio que lo cubre todo. Ningún ministro o funcionario hace uso de los medios de comunicación, que pertenecen al Estado, para informar de verdad. En el mejor de los casos será para negar rotundamente que el país atraviesa por la cacareada crisis. Lanzará las culpas a los medios de comunicación independientes o foráneos, que hiperbolizan cada suceso de Cuba, y por supuesto el bloqueo cogerá su dosis en el discurso.
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Es ahí cuando las autoridades locales del partido y el gobierno despliegan una red de reporteros para que informen a los cuatro vientos que el territorio cuenta con los recursos necesarios para dar una respuesta certera a las demandas de la población. No importa que los anaqueles de las tiendas estén vacíos ni que las colas sean kilométricas en extensión y tiempo. Buscarán siempre la manera de concentrar, en un determinado mercado, aquello que en su imaginario burocrático no está en falta.
Armarán siempre el mismo teatro. Los actores serán elegidos para desempeñar el papel que le corresponde frente a la cámara. El guion, elaborado por el Big Brother, pondrá en la boca de cada entrevistado las palabras que aplacarán a las masas. Un periodista, asustado de no decir más de lo que le indican sus censores, tratará de narrar una historia que no contradiga su propio pensamiento ético, pero que a la vez complazca a quienes le garantizan el transporte, los medios y el personal para que construir la (des) información.
Mientras tanto, en sus oficinas, sin carencias y con los recursos de todo el pueblo a su propia disposición, funcionarios y burócratas brindarán por una victoria que les embriaga el ego, sin importarles en lo absoluto que haya que acudir a la farsa escénica para sostener su poder. Ellos, desde sus acondicionados escritorios, sentirán que hacen por la Patria el mayor de los sacrificios.
En las infinitas colas el pueblo se pregunta cómo es posible que los sometan a tantas faltas de respeto. En medio del calor y la presión de que se agote el producto reclamado, no prestarán atención a las justificaciones que brindan los responsables. El populacho solo dirá que la culpa, como Buena Fe, no la tiene nadie.
A la mujer ama de casa solo le preocupa que su refrigerador está vacío, que el salario no le alcanza para comprar lo que el Estado vende a “precios módicos” y que por más que traten de explicarle que la industria está deprimida a ella se le hace agua la cabeza pensar cómo ponerle un plato de comida en la mesa a su hijo.
Al proletario no le importa que en el matutino hayan explicado que el enemigo imperialista bloquea las cuentas en el extranjero de las empresas comercializadoras cubanas, siempre y cuando pueda “conseguir” algo que llevar a la casa. El adolescente sabe que todo eso se vuelve nada cuando en la antena ponen a la familia de los Castro con relojes caros, de viaje por el mundo en yates o montados en un coche al que no tendrá acceso ni en el más lujoso de sus sueños.
Es entonces cuando la mujer del solar, el mecánico del barrio o la muchacha que se conecta en Facebook todas las tardes con su novio de los Estados Unidos, se preguntan qué tipo de Revolución para los humildes es esta donde, recordando a George Orwell, todos somos iguales, pero unos más iguales que otros. Se empiezan a cuestionar por qué su voto en las últimas elecciones fue en la casilla del SÍ cuando todo está igual, o peor. Comienza una guerra interna entre lo que quiero y lo que debo hacer porque la situación es inaguantable para cualquier ser humano que se considere digno.
Saldrá entonces la noticia del periodista en el noticiero. Las palabras van y vienen a la deriva de un barco que zozobra en su propia tormenta. La gente le dedicará un minuto de odio, volviendo al escritor británico, y proyectará en la pantalla todas las ofensas que en este mundo y el siguiente se puedan imaginar. Sabe que con eso no se resuelve nada, pero al menos se siente libre entre las cuatro paredes que rodean a su televisor y en cada hueso que recubre su cerebro.
No obstante, el aceite, el pollo, la leche en polvo, el papel sanitario o una botella de cerveza, seguirán titilando en las tiendas donde el destino, o el distribuidor, decida que aparezcan. Para allá irán en masa todos, acaparadores, especuladores, necesitados y aburridos en busca de eso que necesitan, y cuando tengan su trofeo en las manos se olvidarán de los verdaderos culpables.
Sus cerebros desprenderán las hormonas de la felicidad alcanzada que les harán dejar en el pasado todo tipo de odio. Los necesitados, ya satisfechos, aceptarán las justificaciones y gritarán si es preciso en la próxima marcha popular.
Por su parte, en las oficinas donde se teje el manto de misterio que cubre al caimán dormido, ministros y subordinados, presidentes y secretarios voltearán la cara ante la realidad que ellos mismos han construido con su ineficiencia.
Desde la cima del Olimpo revolucionario pensarán en el próximo plan para darle al pueblo la dosis de morfina que necesita, para que siga en el letargo inmóvil y pasivo que a ellos, los de arriba, les permite violar día tras día sobre sus burós a la verdad como si fuera una prostituta encontrada en La Rampa habanera en una calurosa noche de verano.
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