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El sábado una caravana de cubanos le recordó a la Calle 8 que todavía muchos saben reclamar aquello en lo que creen. No fue el mar incontenible del pasado, ni movilizó a todo el departamento de policía local, como ocurría veinte años atrás. Pero la aglomeración de autos fue lo suficientemente vigorosa como para despertar aplausos y críticas por igual. O sea: logró no pasar desapercibida. Y ya eso alguna nota le pone.
Sobre todo porque la última exhibición pública a favor de los viajes a Cuba, o de la reinstauración de Pies secos, Pies mojados, o de la reunificación familiar, no generó polémica alguna. ¿Tú recuerdas cuándo ocurrió? Es más, ¿recuerdas dónde ocurrió? ¿Recuerdas algo sobre ella?
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Yo no. Y la emigración entre estas dos orillas, con toda su opulenta carga política y emocional, pone de comer en mi mesa desde hace varios años. El periodismo en Miami no tiene otro contenido de mayor peso e interés social. Para bien o para mal.
Y yo he atendido a varias concentraciones a favor de humanizar el trato con los cubanos que cruzan fronteras y son enjaulados en Louisiana durante meses, hasta que luego de mil penurias un viernes son montados en aviones y aterrizan en Boyeros, La Habana. Y he atendido a manifestaciones frente a las oficinas de Marco Rubio, o Carlos Curbelo cuando representaba a un distrito ante el Congreso.
Y sé contar. Con los dedos y con la mente. A veces me sobraron los dedos de los pies para contar la masa humana que pidió por los suyos. A veces, hasta los dedos de una mano.
Yo he contado siete personas en una esquina de Sunset, la calle 72 de Kendall, en Miami, con pancartas frente a la oficina del senador Rubio, exigiendo que sus seres queridos reciban al menos la oportunidad de pelear sus casos de asilo con reglas justas. Que les dejen recopilar sus pruebas, por ejemplo. Pero allí afuera están siete almas con sus carteles blancos y luego de dorarse un rato al sol deben volver a casa, en silencio. Derrotados por algo que no saben bien qué es.
El presentador Alexander Otaola convocó a esta caravana con la intención de enviar un mensaje de apoyo a las políticas de asfixia que la Administración Trump ha implementado contra la dictadura cubana. La caravana respaldaba también la reelección de Donald Trump en las presidenciales que se avecinan en Estados Unidos.
Los más entusiastas hablan de dos mil o tres mil vehículos, y de una masa de casi diez mil manifestantes en esa concentración del sábado. Los críticos furibundos juran que los autos no llegaron a cien, y que si hubo trescientas personas fue mucho.
Mirada en perspectiva, la big picture dice que poco importa el número final. Importa que esta caravana fue noticia el fin de semana y es objeto de polémica, escrutinio y análisis hoy lunes.
¿Y su contrapartida, dónde está?
Es la pregunta que no he dejado de hacerles a los administradores de grupos de Facebook o Whatsapp por la reunificación familiar, cada vez que dicen recibir poca atención de la prensa, o poca atención por parte de los políticos locales.
¿A quiénes les prestarías tu atención tú? ¿A siete individuos en una esquina de Kendall, o a una caravana que paraliza parte de Coral Gables y la Pequeña Habana, que suma a influencers, cantantes de reggaetón, actores y gente de vida pública y los pone cara a cara con la gente corriente que se suma a esta causa?
Esa es la lección que está dando la masa de exiliados que sí creen en el efecto de las restricciones a Cuba, los que sí creen necesario enviar un mensaje a los cantantes de dudosas posturas o posturas claramente favorables a la nomenclatura de La Habana.
Por eso aplaudí la protesta pública frente a Studio 60 cuando Haila parecía a punto de cantar su música allí. A mí, que habría que arrastrarme ensangrentado para que asistiera a un concierto de Haila incluso si fuera anticastrista activa, me emocionó ver aquel cúmulo de casi mil personas que defienden en lo que creen y que para colmo, se la pasan bien.
Y por eso aplaudo otra vez el espíritu cívico de una masa de cubanos que ajustaron sus planes de sábado para engrosar esta caravana, y que se toman el trabajo de ganarle a la desidia y van a pedir públicamente, cada vez en un número mayor, por aquellas normas o políticas en las que creen.
Quienes se sienten ofendidos por una caravana que pide mano dura para el gobierno castrista, y defienden la tesis de que matar de hambre a las familias cubanas es inmoral, tienen los mismos derechos que Alexander Otaola a convocar sus propias caravanas. Sean de cinco o de quinientos autos. La policía local los va a proteger igual. La democracia es una cosa maravillosa.
El que no llora, no mama. El que no sale del sofá, o de Facebook, no gana. Los derechos se defienden con garra y colmillo, y en las democracias nada te impide convocar, sumar adeptos, buscar respaldos, tocar puertas, meter presión. No hacerlo es tu derecho también. Pero luego, a llorar al parque.
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