La respuesta a esta pregunta es que sí, pero hay que ponerse a trabajar cuanto antes. Y hay que hacerlo bien.
En realidad, si se mantiene inalterado el aparato conceptual e instrumental que existe en la actualidad, no se va a ningún sitio. Hay que tener voluntad política para pensar de forma alternativa y avanzar en una reforma fiscal en profundidad para Cuba, en un momento en que la economía se encuentra inmersa en un escenario complejo, incierto y que está teniendo efectos muy negativos sobre la actividad productiva y la población. Por mucho que parezca improbable, la constitución comunista de 2019 deja abierto un amplio espacio para acometer una reforma tributaria como la planteada.
La reforma fiscal que se necesita en la economía debe tener alcance estratégico, fijando sus objetivos a corto, medio y largo plazo, basados en que son necesarios ingresos para cerrar el agujero del presu
uesto, que la ejecución de los ingresos y gastos públicos es ineficaz y que se necesita dar un nuevo impulso a la maraña de tributos con que cuenta el país, dejando atrás en la economía cubana una larga etapa de deficiente ejecución de la política fiscal.
El punto de partida de la reforma viene dato por una serie de datos realmente complicados: un déficit que se incrementa en 2020 al 18,5% del PIB, unos gastos del presupuesto que representan el 70% del PIB (los gastos corrientes más del 85% del total), unos ingresos tributarios que han reducido 16 puntos porcentuales su participación en el PIB desde 2011 por la debilidad de la economía, y un endeudamiento acumulado, cifrado en más de 120.000 millones de pesos, como anunció la ministra Bolaños en la presentación de los presupuestos de 2022 (más del 110% del PIB), no definen un buen punto de partida.
Por ello, el principal objetivo de la reforma debe ser lograr que la política fiscal del régimen sirva para estimular la eficiencia, la competitividad y el crecimiento económico a medio y largo plazo de todos los actores económicos. La política fiscal debe estar al servicio de la prosperidad económica de la nación y no pensar al revés, superando la tradicional visión extractiva del régimen que lo único que consigue es frenar el crecimiento de la prosperidad nacional.
Otro objetivo de la reforma debe ir dirigido a lograr la necesaria consolidación fiscal. La reforma no debe recaer en más presión sobre los ingresos, sino en una gestión más eficiente de los gastos. La experiencia del régimen castrista en materia tributaria confirma que cuando aumentan los impuestos y se incrementa la presión fiscal, lo que se acaba produciendo es una destrucción del tejido productivo o una paralización de la actividad de las empresas, carentes de recursos para implementar con autonomía sus planes.
En ese sentido, las maniobras recientes del régimen para hacerse con el control del presupuesto de los gobiernos locales, mucho más eficientes y mejor gestionados que el central, por sus superávits continuos, lejos de contribuir a la necesaria armonización fiscal en el territorio, van a acabar creando comunidades de primera y de segunda. Aquellas con ingresos en aumento y opciones para gastar, las otras condenadas al empobrecimiento estructural. Detrás de estas prácticas, no cabe duda de que el objetivo del régimen es recaudar más y hacerlo de los gobiernos locales que, por su más eficiente gestión, se caracterizan por superávits y no déficits en sus cuentas.
No es extraño que el régimen tenga dificultades para imponer esa acción de control sobre los presupuestos locales y utilizar sus competencias para descargar hacia los gobiernos locales excesos de gastos que se pueden enjuagar de ese modo con la mayor recaudación relativa de estos. La resistencia de los gobiernos locales debe ir más allá de las cuestiones ideológicas y partidistas.
De hecho, no parece razonable que en Cuba aparezcan territorios que puedan desarrollar una política tributaria fuertemente competitiva en una determinada zona del país. De ser ello posible, la desigualdad económica aumentaría por el mero hecho de vivir en una determinada zona y no en otra. No existe mecanismo de nivelación del gasto que permita superar esas diferencias.
Por otra parte, la reforma se debe basar en objetivos fáciles de medir. Por ejemplo, al margen de la reducción del déficit y la elección de una nueva fórmula para financiar el endeudamiento, hay que fijar límites precisos a la presión fiscal (cuya estimación debería realizarse en la estadística oficial cada año) lo que debería significar para todos los agentes económicos un compromiso del estado por reducir su peso en la economía, lo que podría estimular su crecimiento sostenible.
Los retos planteados están ahí. Cuba necesita asumir cuanto antes una revisión en profundidad de la maraña compleja, injusta e ineficiente de su sistema tributario, y más aún, del no tributario, que proporciona más ingresos al estado que los procedentes de la recaudación de tributos oficiales. Si se acierta, el país podría lograr una suficiencia económica imprescindible para sostener los recursos públicos, avanzar sin déficits que lastren el crecimiento, y recuperar la senda de la consolidación fiscal, tras la reciente crisis provocada por el COVID-19 que ha disparado el déficit y el endeudamiento de la economía a niveles sin precedentes.
La reforma fiscal propuesta debe cimentarse en factores que superen el ámbito específico del corto plazo, como la política monetaria practicada por el Banco Central, financiando con bonos soberanos el agujero de las cuentas por medio de la colocación en la banca estatal de esos bonos que no tienen valor de mercado.
Cuba necesita un nuevo esquema tributario que se coordine con las políticas monetarias y de rentas, equitativo, y que promueva la actividad económica, permitiendo a las empresas convertirse en la principal fuente de creación de riqueza del país.
La clave es acertar en la reducción de la presión recaudatoria que ejerce el régimen sobre las empresas, tanto estatales como privadas, y velar por el crecimiento de la riqueza, el aumento de los emprendedores privados, tanto de las mipymes y las CNAs como de los trabajadores por cuenta propia, y si se quiere, como novedad, apostar por la figura de la “empresa familiar”. De hecho, el sector privado cubano que está emergiendo en el país tiene mucho que ver con empresas familiares en las que trabajan todos los miembros de la unidad, lo que debería llevar a un modelo adaptado que sirviera para estimular el desarrollo de estas empresas, con atención a la carga tributaria y la fiscalidad del ahorro. Todas ellas deben disponer de un marco flexible y poco intervencionista para desarrollar sus actividades.
La reforma también debe orientarse a los gastos, porque los actuales niveles de déficit, endeudamiento y su financiación, son insostenibles a medio plazo. Se debe promover una mayor eficiencia del gasto, apostando por aquellas partidas del presupuesto que estimulan el crecimiento económico, como las infraestructuras, que están detrás de la formación bruta de capital fijo que alcanza en Cuba un porcentaje inferior a la mitad de la media de países de América Latina, lastrando el potencial de crecimiento. Más gasto en inversión pública, y menos en gasto corriente es uno de los principios de la reforma. Y en ese sentido, la atención al gasto corriente debe ir dirigida a su consolidación y reducción, porque hay muchas políticas que se pueden ejecutar de forma distinta y evitar el derroche de gasto. El objetivo es mejorar la calidad de los servicios recibidos por los ciudadanos reduciendo los costes de la burocracia y gastos improductivos que lastran el presupuesto.
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