Conocí a Ariel Ruiz Urquiola a finales de los años noventa, en los laboratorios destartalados de la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana, donde no había ni hay agua destilada ni siquiera un vulgar jabón.
Allí soñaba Ariel, el muy loco, con desarrollar un plan de ecología sana para un país intrínsecamente insanable. Para quienes aún no lo saben, a pesar de haber sido una nación con casi cero desarrollo industrial, Cuba es hoy una de las mayores debacles ecológicas del hemisferio. Un desastre, por cierto, científicamente ya irrecuperable, venga o no venga la democracia, con o sin desarrollo económico. Con Ariel libre o con Ariel preso.
Tenía por entonces, mi amigo Ariel, un impresionante proyecto para desarrollar en Las Terrazas de la provincia de Pinar del Río. Y estaba, el pobre, muy ilusionado con obtener todo el imprescindible apoyo gubernamental para ponerlo en marcha con éxito. Por desgracia, en el totalitarismo no hay esfera pública que no sea también pura propiedad estatal. Por eso Cuba es un totalitarismo con todas sus letras, y no simplemente otra dictadura subdesarrollada.
Con los años, Ariel Ruiz Urquiola brilló con una luz tan propia que deslumbraba, al punto de la envidia, a toda la mediocridad marxista de sus colegas.
A pesar de que Ariel hacía amigos al por mayor (con esa risa de dientones de caballo y esa voz estentórea que tanto parodiábamos los que lo amamos), igual estoy seguro de que muchos en Cuba todavía odian a muerte a Ariel. Y no sólo entre la oficialidad. Porque ese es el legado más leal del fidelismo, para qué negarlo: es un hecho que los cubanos soportan cualquier humillación más o menos callados, excepto reconocer la grandeza en otro cubano. Para colmo, Ariel no era así. Por eso, a pesar de su carácter fortísimo propio de toda mentalidad genial, ha terminado siendo no sólo la víctima más reciente de la impunidad de la Seguridad del Estado cubana, sino también una víctima de la insolidaridad intelectual y hasta del desprecio ante cualquier idea diferente y ante todo pensamiento que se destaque de la masa disciplinada.
Mientras Ariel curaba la grave enfermedad de su hermana, a la cual la medicina socialista cubana le negó el tratamiento por considerarla estadísticamente insalvable, Ariel me traía sus cuentos y ensayos literarios para que yo, que se suponía que iba a ser un escritor (después de mi expulsión por problemas políticos del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, el 7 de abril de 1999), se los revisara. Eran todos cuentecitos bastante retóricos, como los míos por aquella época, historias llenas de cierto exceso de virtuosismo moral. Y a veces sus ensayos eran más panfletos incendiarios al estilo de un José Martí del siglo XXI.
En ocasiones, yo también ayudaba a Ariel a traducir sus artículos científicos. Él quería salvar lo mismo a cocodrilos que a tortugas marinas que a camaleones paleohistóricos que a moluscos masacrados que a pájaros raros que se pensaban ya extintos en Cuba (acaso hubiera sido mejor que se extinguieran de verdad, con tal de no arrastrar la tara tétrica de tener que seguir siendo cubanos a perpetuidad). De hecho, Ariel mismo a veces me parecía de pronto como un rara avis en la Cuba de Castro, como un bichito extraño que siempre estaba lleno de entusiasmo vital, en medio de una isla infame hasta la enfermedad, envilecida de hipocresía, apatía y cinismo existencial. Una Cuba donde hasta las fiestas son en realidad una celebración funeraria. Reímos, para no hacer más el ridículo, sólo para hacer un ridículo peor.
El Ministerio del Interior cubano, que durante el caso Ochoa destruyó con 20 años de cárcel la carrera de su padre militar (hoy exiliado en España), ahora también decidió destruir a la persona del científico de renombre internacional Ariel Ruiz Urquiola.
No hay que entrar en detalles. Son hechos públicos en la prensa: excepto, por supuesto, en la prensa cubana. Basta saber que todo es mentira y que todo no es más que una trampa que le ha tendido el Estado cubano a Ariel. Hasta su abogado defensor debe de ser también en parte un agente (que me perdone, si no es así: tal vez él ni siquiera lo sepa, siéndolo). Porque Cuba es hoy por hoy un teatro sofocante, un cadalso donde caen día a día los últimos ciudadanos. Un horno horrible del cual la única solución práctica es la fuga en masa, justo lo único que Ariel Ruiz Urquiola decidió no hacer. De ahí el alto precio que el régimen castrista le hará pagar: puede ser un año de cárcel, pero puede ser algo mucho peor. Porque todos sabemos de sobra que su vida en las cárceles cubanas ahora no vale nada.
O casi nada. Dependerá de cuánta visibilidad le podamos dar a este cubano valiente y brillante, para que su nombre resuene como un clamor de injusticia en el resto del mundo. Dependerá de cuánto presionemos a los personeros del totalitarismo donde quiera que se aparezcan fuera de Cuba. Y dependerá, por supuesto, no de conseguir únicamente la libertad de Ariel Ruiz Urquiola (porque mañana sin duda serán otros los Arieles Ruiz Urquiola, como lo han sido ya antes), sino de trabajar todos por la liberación de todos y de cada uno de los cubanos, dentro y fuera de Cuba: una refundación nacional, cuya vía cívica a través de un plebiscito (tal como propone la iniciativa Cuba Decide de Rosa María Payá), cada vez arrincona más a los usurpadores de nuestra soberanía nacional, los retrógrados de verde-olivo en su torre tiránica de la Plaza de la Revolución de La Habana.
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