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Los trenes
La casa de mi abuela quedaba muy cerca de la Terminal de Trenes, que recuerdo como un solemne edificio de color marfil, con dos torres cuadradas como las del Hotel Nacional. Ignoro si aún existe.
Recuerdo, como si aún estuviera en el balcón de mi abuela, el pitido lejano de los trenes que llegaban y partían sin cesar. Un sonido premonitorio, el más triste y que jamás escuché. Aquel resoplido rítmico, in crescendo, de las antiguas máquinas de vapor, que recuerdan separaciones, a veces tan terribles como el envío de jóvenes al frente, o el viaje de solo ida de los judíos hacia la muerte. Gracias a Dios, esos sonidos desaparecieron a finales del siglo XX.
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Los ciclones
Formaban parte de la vida cotidiana. A mi me encantaban. Me gustaban las galletitas y el chocolate que compraba mi madre para pasar el ciclón.
Me gustaba que la familia se reuniese y eso me daba una seguridad de la que carecía en los días de calma meteorológica. Una vez, estando en el ojo del ciclón, a alguien se le ocurrió la peregrina idea de abrir una ventana. Fueron unos segundos en los que puede contemplar el sobrecogedor espectáculo de lo que sucedía fuera del centro: El cielo era de plata dorada, brillante y roto por jirones de sombras negras.
Lo mejor venía después. Cuando lluvias y vientos cesaban, mi abuelo y yo paseábamos por el barrio para contar árboles caídos y otros desastres. Después nos acercábamos al local donde varios chinos de China, ataviados con trajes de Cutí, hacían frituras de Frijoles Carita en enormes pailas de aceite hirviendo. También las hacían de bacalao, pero las de Carita eran las más ricas. Después continuábamos nuestra inspección del barrio, comiendo frituritas en cucuruchos de papel de estraza.
Los pregones
Me gustaba oír los pregones: “A quilo la melcoha, a quiloooo” o “¡Maripoosas!”. Entonces corría a pedirle un quilo (céntimo) a mi abuela para comprar mariposas. La melcocha no tenia que comprarla porque la preparaba nuestra Isabel, la criada -entonces no se llamaban empleadas del hogar- amasando con sus manos cariñosas, cubiertas de manteca, el caramelo hirviendo.
También el vendedor de Durofrío –pequeños cubos de hielo frapé teñidos con jarabes de colores- tenía su pregón. El que cambiaba pirulíes por botellas, sirvió de inspiración a Gilberto Valdés para componer la canción El botellero. Para componer Ecó, tomó Gilberto partes del pregón del tamalero y algunas palabras del yoruba.
Mi abuela Margarita solía darme unos centavos en cuanto oíamos algún pregón de los que me gustaban. Y yo volaba escaleras abajo al encuentro de aquellos vendedores de maravillas. De todas las que me ofrecían eran las mariposas las que más me gustaban.
Aún tengo en la nariz el olor enervante de aquella flor blanca, suave y frágil como una orquídea, más que una orquídea. La flor de Cuba, mi isla querida, tan hermosa y tan desdichada. La aspiraba hasta que su esencia se hubiese agotado. Entonces la flor, que venía atada a un mimbre, se desmayaba y yo esperaba al día siguiente para reanudar el efímero placer.
La Comparsa
Los negros que integraban la comparsa de La Jardinera ensayaban cada día en un solar de la calle Alcantarilla, casi frente a nuestra casa. A veces, por las noches, paseando con mi abuelo, pasábamos junto al solar de donde procedía el golpe profundo de las tumbadoras y el cántico que acompañaban, en un extraño contraste del selvático ritmo con la decimonónica letra:
Del jardín cubano cogeremo flore
y con Siempreviva formarem’un ramo.
Al públic’oyente se lo dedicamo.
Somo jardinera flore muchas flore.
Floore, floore.
Ahí viene la jardinera
viene regando flore.
En la niña pequeña que yo era, la música africana, tan fuerte y tan diferente de la que se escuchaba en casa, despertaba temor.
El Puerto de La Habana
Al puerto íbamos mi abuelo Jorge y yo dando largos paseos. En aquel tiempo lo espigones eran de madera con suelo de anchos y gruesos tablones, grises de salitre. En la tierra que el tiempo iba acumulando en sus hendiduras, crecían blancas Margaritas silvestres de ojo amarillo. Yo era muy pequeña y me gustaba arrancarlas. A falta de campo.
En otras ocasiones era con mi madre con quien visitaba el puerto. Eran paseos terapéuticos. De pequeña tuve la Tos ferina, enfermedad de la que hoy se habla poco, o bien ya no existe. Entre los varios modos de combatirla estaba la inhalación de los vapores del carbón mineral. También a falta de campo, íbamos a tendernos sobre los montículos de ese carbón, al aire libre, junto a los almacenes del puerto. Era agradable pasar el tiempo cerca del mar, acostada de espaldas sobre el carbón oloroso a alquitrán, mirando al cielo, y terminar adormilada por aquella brisa de puerto mercante. Su olor era el de un puerto donde atracaban enormes cargueros portadores de mercaderías procedentes de los lugares más apartados de la tierra. Allí se mezclaban las especias de la India con los aceites perfumados de Tailandia, el carbón de Pennsylvania con el ganado vacuno argentino y el cobre de la Nicaro Nickel & Mining Cy. Y un olor a petróleo quemado flotando en un mar oscuro, olor a peces muertos, a cuadernas de acero herrumbroso y a jarcias húmedas.
Epílogo
Nunca volví a La Habana. Quiero decir, a mi Habana. Hoy, año 2019, poco queda de ella. Atesoro estos pequeños dulces recuerdos y otros muchos, amargos. Es lo que me queda y me acompañará, hasta que una máquina del tiempo me devuelva a la ciudad de mi infancia.
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