La foto muestra a Fidel Castro entre un grupo de personas que, según nos cuentan, eran carboneros. Le acompañan un puñado de barbudos sentados a la mesa entre sujetos que sonríen, o miran con timidez, o posan disimuladamente para quien presionará el obturador desde un plano en picada.
“Fidel, en Nochebuena, con los pobres de la tierra”, es el título que le emplasta encima a la instantánea el diario Granma este martes, víspera de Navidad, y que luego amplía en su relato rosa contándonos que esos carboneros no podían saber en ese momento, 24 de diciembre de 1959, que la vida les cambiaría en lo adelante para siempre.
Vaya que sí. Para empezar porque perderían la Navidad y las cenas de Nochebuena.
Eso, desde luego, no lo cuenta Granma. Lo deslizo yo haciendo un acuse de impertinencia que me lleva, inevitablemente, a pensar en la reescritura de la Historia que hacen todas las dictaduras, todas sin excepción, en ese afán estéril por lavarse las caras para la posteridad.
Yo nací en una familia laica, y el agnóstico practicante que soy en mi adultez lo agradece no poco. Pero estuve rodeado desde mi infancia de amigos criados bajo una fe católica o protestante, que les hacía cargar con cierta letra escarlata a cuestas en todas nuestras escuelas: “Ese es religioso”.
Y no sé por qué, pero desde que vi esta manipulación indecente de la historia de mi país en sus últimos sesenta años, no he dejado de pensar en ellos, en todos ellos.
Porque la Navidad, y la simple anuencia a que los cubanos devotos al Cristo celebraran su nacimiento sin análisis laborales, o denuncias de chivatos cederistas, que nadie lo olvide, fue un regalo de Fidel Castro a Juan Pablo II en 1998. Antes de esa visita papal, la Navidad fue una apestada en las vidrieras, los horarios, las programaciones televisivas, la legalidad y la vida pública de los cubanos, aunque no se les muriera en el pecho a quienes la honraban de puertas hacia dentro.
Qué país hemos sido, ¿no? En los sitios normales, cuerdos, los estadistas se obsequian pinturas, libros de memorias, reliquias patrimoniales. En Cuba el hombre que se apropió del suelo y el cielo a la fuerza regaló, casi como una tierna tradición tropical, presos políticos y una cautelosa Navidad.
Yo viví esa resurrección de la Navidad: no la de Jesucristo, sino la de esa misma festividad que la Revolución Cubana fusiló poco después de la edulcorada foto que ayer nos publicaba Granma, y que revivió como un huesito libertario lanzado al anticomunista Juan Pablo II.
Recuerdo a mi madre poniendo, más por estética que por estricta devoción, nuestro primer árbol de Navidad en la sala de mi casa. Sin abrir demasiado las ventanas. Sin exhibir el uso de la nueva libertad, no fuera a indignarse alguien.
Y recuerdo en aquellos primeros años cercanos al 2000, como milagrosamente comenzaron a brotar referencias a la Nochebuena en los medios oficiales cubanos, casi más tímidos y temblorosos que mi madre con su introvertido arbolito de luces plásticas y coloridas.
Eso somos, ¿verdad? Eso hemos sido. Un país que ayer no sabía todavía si podía celebrar públicamente y sin miedo la festividad cristiana más famosa del planeta, y que hoy no sabe si tiene oficialmente Primera Dama o una eterna compañera del pelele presidencial.
Eso todavía somos: un sitio donde la prensa no guarda un solo escrúpulo, por elemental pudor, y exhibe una foto de cena honrando a la misma Nochebuena que desterraría después. Los pobres carboneros, no creo que tuvieran tiempo de despedirse de su festividad.
El día que comience algo parecido a la reconstrucción de un país agotado, exhausto tras este infinito callejón sin luz, habrá que darse una terapia colectivo a ver si encontramos por dónde andará nuestra identidad nacional.
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