Fidel Castro ha sido un factor determinante en la vida de millones de cubanos. La mayoría de nuestros compatriotas nació después de su llegada al poder en enero de 1959 y, aún después de muerto en noviembre de 2016, sus caprichos y obsesiones continúan teniendo consecuencias. El desastre económico y la escasez permanente que aqueja a la Isla no hubieran ocurrido en su dimensión actual sin la personalidad desmesurada y la prepotencia del Comandante en Jefe.
A Cuba, a su llegada al poder, se le conocía como “la azucarera del mundo”, y la industria azucarera local había sido el motor del desarrollo de la nación por doscientos años, siendo la mayoría de los centrales de propiedad cubana.
Al fracasar la obsesión de Fidel Castro por romper todos los récords de producción en 1969-1970, con la fracasada Zafra de los Diez Millones, el Líder Máximo, que además de todos sus cargos era quien dictaba directivas al Instituto de Reforma Agraria, y que se creía un experto del mercado del azúcar a nivel mundial, de pronto decidió que el producto refinado de la dulce gramínea era un mal negocio. O un negocio de mal agüero.
El mantenimiento y mejoramiento de la base industrial de la zafra azucarera en Cuba se detuvo. Poco a poco se fue desplomando la producción y, antes de fin de siglo, miles de trabajadores quedaron sin empleo. Para cuando Fidel Castro falleció, ya se había conseguido la hazaña de que Cuba se viera obligada a comprar azúcar extranjera, haciendo realidad el cruel chiste sobre la ineficacia de las empresas castristas: si Fidel fuera el rey del desierto del Sahara, terminaría teniendo que importar arena.
Fidel Castro vivió obsesionado con vencer en todo, exhortando a sus hombres a “morir, antes que retroceder”, con consecuencias letales para muchos convencidos de su condición de profeta patriarca. Sin embargo, en su praxis biográfica, si el caudillo cubano llegó a los 90 años fue porque, en los momentos cruciales, siempre optó por no llegar o por recular a tiempo.
En efecto, morir por la patria para Fidel Castro era, por supuesto, morir por nada y, de paso, darles el tremendo gustazo a sus oponentes. Y eso sí que no, compañeras y compañeros. Como lo dejara escrito su testaferro periodístico Luis Báez, “el mérito es estar vivo”. Había que dejar o, llegado el caso, hacer que se murieran los otros, fueran amigos o enemigos.
En 1947, por ejemplo, cuando la marina cubana se aprestaba a apresar a los aventureros de la excéntrica expedición militar de Cayo Confites, a punto de zarpar para ir a derrocar al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, Fidel desertó a sus compañeros. La huida se presentó más tarde como un acto heroico en que él nadaba entre tiburones con una ametralladora a cuesta. Lo mismo durante el Bogotazo de 1948: Fidel regresó escondido a Cuba en un avión cargado con toros de lidia.
En cuanto al emblemático ataque de 1953 al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, ciudad que Fidel se conocía al dedillo, él mismo manejó uno de los automóviles del asalto, sólo para extraviarse y dar marcha atrás en una maniobra de principiante ante las postas de la guarnición. A la postre, abandonó a sus compañeros a la furia batistiana, para esperar en una finca a que una gestión del arzobispo Pérez Serantes le salvase la vida.
En cuanto a las escaramuzas de la Sierra Maestra, la famosa foto con su rifle con mira telescópica lo dice todo. Desde la montaña, a kilómetros de distancia de la guerra urbana, sin participar de la invasión de Oriente a Occidente, si Fidel entró en combate fue para disparar de lejos a los jóvenes guajiros que fungían como soldaditos del Ejército constitucional.
Como en el caso del azúcar, en cuanto a leche y quesos, Fidel Castro quiso romper todos los récords. Según él, Cuba produciría más leche que Francia y Holanda, en tal cantidad, que podría llenar de leche la Bahía de La Habana. Georgie Anne Geyer, la famosa periodista norteamericana, lo entrevistó y escribió sobre “el dictador de las vacas,” también experto ganadero mundial. Fidel había querido combinar, en contra de las opiniones especializadas, las raza Holstein con la Cebú. Si Ernesto Guevara aspiraba al Hombre Nuevo socialista, Fidel Castro no se quedó atrás con la Nueva Vaca que daría carne y leche a la par, al estilo de la llamada Ubre Blanca, su trofeo personal, que rompió todos los récords hasta terminar consumida y sacrificada, en medio de comodidades de las que carecía el ciudadano común: aire acondicionado, música indirecta, dieta balanceada, y un comando de veterinarios.
Quizás en su subconsciente en jefe, esta obsesión se justificara de cuando en 1948 el ganado de algún modo le salvó la vida al joven Castro, que arengó a la juventud colombiana para atacar estaciones de policía pero él no lo hizo, sino que se refugió en la sede diplomática cubana, donde el embajador Guillermo Belt lo protegió y despachó de contrabando a Cuba en el mencionado avión bovino.
Fidel justificaba su obsesión con la victoria a toda costa por su amor a la patria. Pero podríamos suponer otras razones. En una entrevista de 1959, Ernesto Guevara reveló que jugaban al ajedrez, pero que él nunca se atrevía a ganarle. En otra ocasión, durante un juego de béisbol, un corredor se robó una base y Fidel, que era el pitcher contrario estafado, decretó que bajo la nueva ética revolucionaria “el robo” de bases no era permitido.
Una última anécdota reveladora. Conocí en persona a la historiadora rusa Irina Zorina, cuando ella presidía el Comité Moscovita por la Democracia y los Derechos Humanos. Me contó entonces que en su juventud, cuando era campeona de ping-pong en la Universidad de Moscú, había visitado a Cuba y que en una recepción conoció a Fidel Castro, quien creyó inicialmente que ella era francesa. Enseguida el galán en jefe mandó a su valet José Alberto “Pepín” Naranjo en plan de celestino para coordinar una delicada misión con la bella rusa. Por cierto, Pepín Naranjo fue el mismo que facilitó el encuentro inicial entre el treintañero Fidel Castro y la casi adolescente Dalia Soto del Valle, quien devino su esposa por el resto de la vida, amén de las infidelidades de rigor.
Naranjo le dijo a la bella rusa que Fidel era un aficionado del ping-pong y la invitaba especialmente a ella a jugar con él. Irina aceptó. Pero entonces Naranjo le reveló dos condiciones. La primera, que el ping-pong tendría que ser bien tarde en la soledad de la noche, porque su superior “dormía todo el día”. Y, la segunda, que ni siquiera una campeona como ella podía ganarle a Fidel.
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