Hacer política con la muerte de un Remolcador no es un crimen, pero debería serlo

Yo honro a los muertos de verdad, o no finjo hacerlo. Si no permití que otra banda de rufianes me inyectara al crimen del avión de Barbados como un veneno ideológico útil para sus propósitos, no sería esta otra banda de mamarrachos quienes jugaran al poker en mi mesa con el dolor del Remolcador ahogado.

Presentación de "Inspire América" durante el homenaje a las víctimas del Remolcador © CiberCuba
Presentación de "Inspire América" durante el homenaje a las víctimas del Remolcador Foto © CiberCuba

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Este artículo es de hace 5 años

Yo debería estar escribiendo ahora mismo sobre las víctimas. Sobre el dolor que carcomió a tantas familias en Miami este fin de semana en que sumaron 25 años de gritos sin justicia. Es de eso que debería escribir ahora mismo, y no del perturbador (por decir lo menos) homenaje que recibieron este sábado en el Museo de la Diáspora Cubana esas 37 almas a bordo del Remolcador “13 de Marzo”.

Pero nadie tiene derecho a sacar tajada del horror, ni propio ni ajeno. Nadie tiene derecho a exhumar cadáveres para publicitar su funeraria. Y yo, al menos yo, me digo que no tengo derecho a quedarme callado cuando asisto inocentemente a un espectáculo de proselitismo burdo que me han vendido como homenaje a gente por la que yo, sin conocerlas, he llorado muchísimo en los últimos días.


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Si yo fuera Miguel Díaz-Canel, la Mesa Redonda de hoy lunes tendría instrucciones precisas de transmitir al menos la primera hora de esa conmemoración. No me cabe duda alguna: los que aún no conocen de la atrocidad cometida aquella madrugada del 13 de julio de 1994, terminarían por creerse la versión propagada por la maquinaria castrista. Que es una “patraña anticubana” orquestada por grupúsculos de Miami con el fin de sacar provecho político.

Quienes sí conocen de la masacre, por otra parte, luego de ver ese espectáculo terminarían por suspirar desconsolados y echarían mano de aquel refrán maldito que recomienda al malo conocido antes que al bueno por conocer. Sobre todo si estos, los del Museo de la Diáspora Cubana este fin de semana de luto, son la otra opción, los buenos.

Voy a teclearlo como se debe: si Miami no hubiera perdido la capacidad de indignación de otrora, y si el exilio más atormentado por 60 años de dictadura no se hubiera resignado, inexplicablemente, a ser manipulado de tiempo en tiempo por rufianes de traje y corbata que hacen del anticastrismo una industria y no un templo, en este mismo instante el abogado Marcell Felipe estaría renunciando a la dirigencia de esa fundación que preside y cada uno de sus miembros, sus cuatro tristes gatos, deberían desligarse de esta organización sin límites a la carroña.

Una fundación que promociona su agenda sobre el mismo estrado que exhibe diez cruces con los rostros de diez niños asesinados, no puede inspirar ni desprecio.

Flaco favor ha hecho este sábado a la causa libertaria cubana el abogado Marcell Felipe, el mismo panelista con el que alguna vez disfruté debatir en un programa televisivo sobre una realidad cubana actual que él desconoce casi tanto, al parecer, como el respeto a las víctimas del horror. Recuerdo haber sido ambos, Felipe y yo, frecuentes panelistas del show de Oscar Haza en América TeVé, y me encantaba tenerlo como contendiente: era demasiado fácil lucir bien si al otro lado estaba un individuo como él, de cortas luces y ojos gachos. Yo le tenía cariño. Mi vanidad me condena.

Pienso en eso ahora que por primera vez en Miami abandoné un encuentro al que había sido invitado, superado por los excesos del oportunismo. Me fui para no mirar las caras descolocadas por el dolor de tanto familiar martirizado por los recuerdos de la muerte, los mismos que sin saberlo estaban siendo utilizados para una causa de dos o tres nombres propios y que poco tenía que ver con la pureza y la libertad.

El salón del Museo Cubano de la Diáspora se empeñó en reconstruir las temperaturas de La Habana: hacía casi tanto calor como en la isla un 13 de julio cualquiera. Recordé que este museo simboliza más la división y las bajas pasiones de la política local, que al arte o la historia de Cuba, y que vive enzarzado en demandas legales y guerras intestinas y con demasiadas cuentas por pagar. Quizás el aire acondicionado debía funcionar a media potencia aquella tarde. La FPL puede ser algo muy cruel. Pero esto, el calor insólito para un local en Estados Unidos, era a fin de cuentas algo perdonable.

Lo que no lo era, lo que me sigue combustionando la sangre acá dentro, es esta ceremonia de recordación se iniciara con un spot cuidadosamente editado para la ocasión. Editado no con imágenes representativas (a falta de filmaciones veraces) del hundimiento ordenado por Fidel Castro, sino con fragmentos de apariciones públicas del mismo Marcell Felipe, del actual CEO de América TeVé Carlos Vasallo, y del actual senador de la Florida, Rick Scott, entre muchos otros.

Ninguno de ellos hablaba en el spot del Remolcador. Ninguno mostró su rabia y angustia por este cuarto de siglo de impunidad. Todos ellos endiosaban a “Inspire América”, la fundación que preside el abogado Felipe (que de paso es hoy también el mandamás del museo) y que mediante la aglutinación de ciertas figuras políticas menores, algunas de ellas con influencia escasa o nula entre los cubanos de hoy, dicen pretender inspirar la libertad en Cuba y en las Américas.

Y a mí me parece fantástico querer inspirar libertades en una Cuba tan necesitada de eso. El problema es que si “Inspire América” y sus cuatro gatos (que hasta esfuerzo me ha costado encontrar a este grupo entre las noticias de Google) logran adueñarse de la política editorial de América TeVé y consiguen monopolizar el Museo de la Diáspora Cubana, ese museo donde vi más funcionarios que obras, que sea cosa de los aludidos. Aunque un museo que abre solo los fines de semana reciba millones de mis impuestos en el condado.

Pero los muertos, la sangre, las lágrimas de quienes escaparon de una tiranía, todo eso nos pertenece por desgracia a todos. No es propiedad de un grupo político con su impúdica agenda marcada, y donde cada quien intenta rapiñar los trozos que quedan de este triste pastel.

El fanfarrioso spot, casi minidocumental por su extensión, fue lo único bien editado y producido en una jornada donde se invitaba a presentar la versión en inglés del libro que documenta la masacre, una investigación desgarradora de Jorge García, ese ángel que puso aquella madrugada 14 de las 37 víctimas.

Las presentaciones que hiciera este hombre de entereza sobrecogedora, donde documentaba el crimen y revelaba grabaciones esclarecedoras de lo ocurrido, no tuvieron apenas videos. Solo un puñado de fotos generales. Una edición, concepción y posproducción muy básicas, sospecho que fue lo que pudo hacer el mismo Jorge por su cuenta, entre el tormento y la subsistencia. “Inspire América” y el Canal 41 estaban demasiado ocupados en su propia propaganda audiovisual como para echarle una mano al hombre cuya tragedia iban a homenajear. Una lástima.

Antes de que el hartazgo me ganara la pelea, alcancé a soportar las primeras páginas del número artístico que proponía la infoactivista Ana Olema, y que luego supe recreaba cómo serían hoy los niños perdidos en aquella masacre. Una propuesta estremecedora que sin embargo su autora se encargó de malograr con un monólogo de introducción donde Olema detallaba -con obsesión descriptiva digna de Balzac- cómo había sido su vida hasta conocer lo ocurrido con aquel Remolcador. “Aquello me mató”, diría Holden Caulfield. ¿Qué otra cosa terminaría importando más que los familiares traumatizados que estaban allí, en aquella misma sala de calor, divismo y oportunismo asfixiantes?

No alcancé a saberlo. Fue la primera vez y la última que alguien me robó en esta ciudad la cartera haciéndome asistir a un despropósito semejante.

Yo había entrevistado a Jorge García el día anterior. En la mañana del sábado nuestro diálogo hizo llorar a miles de personas en nuestra página de CiberCuba. La entrevista más terrible que hice jamás exhibió durante hora y media lo que significa tener el nombre ligado de por vida al crimen del Remolcador, preguntarse con amargura infinita qué podrá tener él algún día de su familia ahogada en una bahía infestada de tiburones y maldad. No me repuse en todo el viernes de lo que había conversado con Jorge. Por primera vez ni el oficio ni las tretas me salvaban de llorar en cámara, sin mucho consuelo.

Yo venía de rendir tributo periodístico a las almas acribilladas a cañonazos de agua, y me encontraba rodeado de inspiradores de dudoso calibre, cuyo primer inspirado está aún por descubrirse, que promocionaban allí sus codicias propias con el señuelo del dolor ajeno.

Por eso yo debía estar concluyendo ahora mismo mi texto de denuncia contra la dictadura responsable de tanto espanto, y en cambio me sorprendo a punto de terminar esta crónica sombría, que también tiene algo de denuncia. Yo sé que es una catarsis personal, que difícilmente los responsables destinen una disculpa pública a las familias que miraban en primer plano la foto de la bebita Hellen Martínez Enriquez, con solo 5 meses la víctima más joven de la barbarie, mientras a su lado el inspirador Felipe narraba, empático y centrado, cómo esta maravilla de museo obtenía cinco estrellas en las reseñas de Google desde que él y los suyos asumieran su administración. Un museo con más reseñas y estrellas que obras en exposición. Y con más calor que decencia.

La magnitud del desconsuelo que inspiran las diez cruces con rostros de niños que colocaron sobre ese escenario, es solo comparable con el rechazo que generan quienes las usan como combustible para sus propias agendas políticas.

Una hora me bastó para saber que yo sobraba allí, por más que las presencias de hombres de honor como Ramón Saúl Sánchez y sobrevivientes del propio remolcador, me impulsaran indirectamente a quedarme un poco más. Una hora me bastó para recordar por qué hacía tanto yo me había exiliado lo más lejos posible de ese fragmento de exilio.

Yo honro a los muertos de verdad, o no finjo hacerlo. Si no permití que otra banda de rufianes me inyectara al crimen del avión de Barbados, por ejemplo, como un veneno ideológico útil para sus propósitos, no sería esta otra banda de mamarrachos, que ni buenos oportunistas saben siquiera ser, quienes jugaran al poker en mi mesa con el dolor del Remolcador ahogado.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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