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La Habana ha llegado magullada a sus 500 años de vida, semejando una carabela descuadernada por una galerna de 60 años que la ignoró hasta que el interés del turismo extranjero, usado para intentar salvar la revolución socialista, obligó a las autoridades a invertir en la capital -que dicen- es de todos los cubanos.
San Cristóbal de La Habana huele a azufre de refinería, a vertedero de 100 y a salitre del Caribe; suena a música de victrola con músicos a destajo y sigue partida en dos: la porción española que se esconde del sol con las columnas de Alejo y los Medio punto de Amelia, y el trozo americano de rascacielos salteados, que se yergue sobre el diente de perro que sostiene partes del Vedado y Miramar.
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La ciudad ha cambiado poco. Centro, sur y este: pobreza vigilada. Oeste: Opulencia decadente vigilada y el Norte no existe, salvo en el imaginario habanero que tiene en su Malecón la frontera entre el bien y el mal; aún cuando los habaneros de barrio siguen diciendo que van para La Habana, en referencia a la zona comercial que un día fue vibrante y cegadora, como aquel anuncio mítico de las trusas Jantzen.
El castrismo vivió de espaldas a la ciudad hasta que el turismo capitalista -usado para intentar salvar el socialismo- demandó callejear La Habana, pretendiendo encontrarse con Nat King Cole, el Chori, Marlon Brando, Benny Moré, Josephine Baker, Miguel Matamoros, Hemingway, Ñico Saquito, Ava Gardner, Arsenio Rodríguez, Meyer Lansky, Celia Cruz, Jorge Negrete, Rolando Laserie y Los Chavales de España; en esa Tropicana que solo existe en la imaginación, que cantaba Elena Burque por Marta Valdés.
Aquellos vuelos y cruceros de americanos en busca del encanto de caderas de fuego fue suplantado por aspirantes a guerrilleros de América Latina, Asia y África, y por campesinos becados que evitaron volver a sus conucos. También llegaron los hermanos soviéticos y sus satélites, que instauraron la bolsa negra y la peste a grajo, en nombre del internacionalismo proletario, respaldo de una vanguardia iluminada -asesorada por el KGB y asediada por la CIA- que dispuso un período de transición todavía inacabado para construir el comunismo.
Las vacas gordas de las dos guerras mundiales convirtieron en oro el azúcar de caña y aquella burguesía patriótica invirtió buena parte de sus ganancias en esa Habana sonámbula, cosmopolita e injusta que rubricó La Rampa, la galería más pisoteada del mundo, como nuevo centro, y la 5ta. Avenida de Miramar, alfombra verde salpicada de naranja flamboyán; y hasta se atrevió a burlar la bahía de bolsa con un túnel submarino made in France; un alarde de la ingeniería que no consiguió opacar la faulkneriana estampa de las lanchitas de Regla y Casa Blanca, retratadas en La Habana, P.M., un corto escondido porque rodaba fuera de la Revolución.
El Parque Lenin juntó piedras con vitrales, convirtiendo vaquerías en cafeterías y restaurantes; pero sin llegar a la excelencia del antiguo Club Náutico, que aún resiste con esa cubierta ondulada y sin pilares que imita las olas marinas, aunque sigamos sin saber las vueltas que dan.
Una vez La Habana tuvo un zoológico que fue modelo de parque metropolitano, tiendas por departamentos que compartían novedades con París y Nueva York, frutas, fritas y frituras, 55 sabores de helados y cuatro vigías imprescindibles: Jorge Mañach, Emilio Roig de Leuchsenring, Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante, que ya resultan ilegibles para buena parte de esas generaciones que ahora estudiarán chino por decreto y que vivirán sin conocer "La Habana, historia y arquitectura de una ciudad romántica", de María Luisa Lobo Montalvo e "Invención de La Habana", de Enma Álvarez Tabío.
Pastorita Núñez y Eusebio Leal hicieron esfuerzos desiguales por construir en medio de la desidia y el general deterioro que pronosticó Ramón Grau San Martín. Los repartos “Pastorita” fueron la última apuesta racional para construir en Cuba. El historiador ha hecho su trabajo ciclópeo con delicados equilibrios y hasta tuvo que tragar con esa catedral ortodoxa rusa, que cual embajada de la URSS-Rusia, son espadas clavadas a traición en las costillas de La Habana como para que nunca consigamos olvidar al tío Estiopa y a los muñequitos rusos que se estrellaron en sus intento de suplantar al jodedor Pájaro Loco y a la coqueta Betty Boop.
Y también nos quedará Alamar, ese reguero de edificios yugoslavos con techos coladores, escaleras empinadas y direcciones postales indescifrables para Hércules Poirot, que no alcanzó la virtud del plus trabajo; solo entendible para carteros experimentados en ese barrio hormigonado y de espaldas al mar.
Para el 500 cumpleaños, el partido comunista creó una comisión gubernamental que se ocupó de intentar reanimar La Habana por enésima vez, invitó a los Reyes de España como representación del pasado fundacional y a los compañeros Putin, Ortega, Morales y Maduro. El ruso simboliza el sueño de muchos burócratas tardocastristas de renunciar al marxismo-leninismo de Afanasiev para vivir como multimillonarios. El trío restante son aliados residuales de la casta verde oliva que sigue pisoteando La Habana con la importación de dirigentes de la región oriental de la Isla y manteniendo en llega y pon insalubres a emigrantes del campo a la ciudad, custodiada por policías con perros, como aquellos guardias del Apartheid.
Ya avisó el comandante en jefe que una sociedad en la que conviven pordioseros y millonarios resulta inviable; pero sus herederos ahora lidian con el fastidio de alejar a mendigos y alcohólicos de las inmediaciones del Manzana Kempiski, otrora de Gómez y sitio de lanzamiento favorito de muchos suicidas que siguen suicidándose, mientras los nuevos ricos se visten cómico, tienen carros cómicos y cubren las fachadas de sus casas con piedra de Jaimanita, símbolo de elegancia y distinción.
Obreros y campesinos desplazados, lúmpenes y sobremurientes duermen por turnos en cuarterías horizontales y verticales de estática milagrosa, donde sus ronquidos y gemidos se mezclan con el zumbido de hembras Aedes Aegyptis portadores de Dengue y Zika y el estruendo de almendrones humeantes y pintarrajeados para hacer más fotogénica la pobreza crónica, que apenas encandila ya a nostálgicos y turistas, ajenos a los derrumbes que matan habaneros y dejan sin techo a los más humildes.
La parálisis de La Habana tiene la ventaja de que un emigrado en los años 60 puede volver ahora y husmear en las oquedades de su infancia y juventud sin temor a perderse, solo debe armarse de prudencia y linterna para evitar caídas en los baches y aceras bombardeadas de esa ciudad Gruyere sin queso, pero colmada de refugios antiaéreos made in uno, dos, tres, muchos Viet Nam.
En un amanecer del trópico, el emigrado remoto podría hasta tropezarse con la rubia del Wakamba, en minifalda y con moño Choucroute, que sigue resistiendo los embates del tiempo y la desidia. Esa hembra es como una prolongación de La Habana, ciudad que no dormía hasta que los habaneros empezaron a madrugar para hacer trabajos voluntarios, coronando sus puertas con una placa premonitoria: Fidel esta es tu casa...
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