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Mi relación con la ciudad, mi Habana, no es una relación constructiva, técnica. Es una relación profesional, sí, pero más visceral, que podría llamarse artística si esta no fuera una palabra muy superficial, casi tonta por el drama que nos ocupa.
En mi obra le llamo Ciudad-Lázaro por sus llagas y muletas, por nuestra fe en algo que nos ampare. No sé si alguien va al Rincón a pedirle cemento, ladrillo y arena al Milagroso que los cubanos trasmutan en una trinidad mágica y trágica: Obispo de Betania, Babalú Ayé y el Lázaro arrojado a las puertas del rico Epulon.
Creo, y en eso el marxismo tiene una certeza absoluta, de que la arquitectura de las artes es la que refleja de manera más exacta e ineludible la sociedad. Se puede hacer canciones y cantarlas por el mundo alabando a un régimen, exponer pinturas, carteles. Dar discursos interminables a intelectuales ciegamente afines. Se puede premiar a una persona por su trabajo en aras de la restauración, pero en la realidad es que, en todo sentido, “La Habana no aguanta más”.
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La vida es la vida, la ciudad con sus tristezas está ahí, la gente vive entre ruinas, la instalación sanitaria se conecta a los bajantes pluviales y los excrementos salen en las aceras, y cuando no hay agua simplemente se tira por la ventana. Para conocer a una sociedad solo hay que salir a la calle, andar un poco, respirar, sí, respirar, cada ciudad tiene su olor y el nuestro no es muy aconsejable. Si los discursos olieran no puedo imaginar una Plaza de la Revolución llena.
Los dictadores suelen demoler zonas de su ciudad para hacer obras que les perpetúen, como hicieron el Barón Haussmann, en Paris; y Ceausescu, en Bucarest. Nuestro caso es único, un dictador demuele una ciudad, un país, y se perpetúa en una piedra.
Espero que nuestro destino y el de nuestra querida Habana lo decidamos nosotros y no “una piedra del camino”, como en el famoso corrido mexicano.
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