Pedro Manuel González Reinoso, (Caibarién, Las Villas, 1959) es un irreverente con cultura ciclópea porque se debe haber leído hasta la guía telefónica de Afganistán, país que lo atrae por su intensa vida nocturna y donde sueña debutar con su alter ego, Roxy Rojo, que pondría a gozar y a bailar a los muyahidines, los más enconados amigos de las Matrioshkas.
Cuando se apagan las luces, Pedry es un amigo solidario que todo da y nada acepta, un buscavidas afanoso que conoce donde duerme cada cherna, cubera y langosta en Caibarién, que arregla cabezas ajenas porque la suya es incorregible.
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Pedro es un hijo que estremece por su lealtad y cariño infinitos hacia sus padres; y -como todo contador de historias- tiene memoria de gallo y aparta el dolor con la sobriedad de los estoicos; quizá influido porque nació ya sin abuelas, que murieron antes de que naciera, y asegura haber sufrido el patriarcado anidando su serpiente en derredor y con particular saña.
Nunca lo he oído quejarse, relata avatares pero desprovisto del lenguaje cotidiano de la pena que contamina el habla coloquial cubiche, palabreja que habría escrito con zeta, como corresponde a un cosaco transformista y jacobino que nunca se fue de Cuba; ni se irá porque fue un niño salomónico, carniprieto y rubito de pelo tostado, experto en achicar aguas dulce y salada y en camuflarse bajo las artes de pesca para casi encuerarse frente a la mar cristalina que moja Ensenachos, Las Brujas, Fragoso y Santa María, que ahora gestiona Meliá.
Hablamos como dos paisanos que se reencuentran en una barbería de Tánger y van dejando pasar al resto de peludos porque necesitan atolondrarse, dándole a la sinhueso para espantar los extravíos del inxilio, que es la rebelión de los olores perdidos.
Hace 40 años de la estampida de Mariel; ¿cómo viviste aquello?
El 19 de mayo de 1980 estaba vacacionando de lo lindo -sin dinero, claro-, tres años después de graduado como contador y con un sueldo de 118 pesos mensuales en las cabañitas de la piscina del Hotel Riviera, entonces emporio recreativo del pueblo revolucionario, mientras la marcha del pueblo combatiente con toda su saña desfilaba afuera, más fiera que nunca la gritería, con el himno de Osvaldo Rodríguez sonando a la cabeza del show, venían desfilando, por todo el malecón, desde la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana.
Y me divertía a expensas de una prima mía, que residía desde hacía algún tiempo en Centro Habana. Virginia Allegue se llama ahora, entonces González como yo, que éramos cuales hermanos de crianza, pues ella se mudó ese mismo año a Miami, en septiembre, cuando casi cerraban el fatídico campamento, conocido como el Mosquito, abierto desde abril, quien a su vez terminó expulsada junto a mis primas y tía Maruja, la única hermana de mi padre, y sus esposos e hijos, todos Testigos de Jehová.
Todo aquel disfrute en el Riviera, gracias a la gentileza tremenda del bolsillo atestado de dineros y privilegios que más tarde tarde me sonrojarían del anterior marido de mi prima y padre del primogénito de ambos y que se llamaba igual que su papá: Oscar Rodríguez, conocido como Langostica, quien trabajaba, entonces ni lo sospechábamos, en Havanatur.
Langostica, además de ser parte del departamento de abastecimientos y suministros en la citada oficina, laboraba secretamente para el grupo de colaboradores del luego defenestrado ministro del Interior, José Abrantes, muerto misericordiosamente de un infarto masivo, dos años después de la famosa Causas 1 y 2 (1989).
El exmarido de mi prima no se fue de Cuba entonces, sino mucho después, pero antes del explote del grupo gozador. Era -es, creo, todavía- una persona encantadora, con todos los atributos de un engatusador experto. Si vive o mal en los Estados Unidos, no lo sé, nunca lo pregunté; con otra familia y en la mayor de las discreciones. Tampoco le hizo daño a nadie en Cuba, excepto a los miembros de la secta a quienes se vio obligado a denunciar.
Tengo noticia de que, arrepentido ya en su senectud, ha vuelto a la congregación y se han aceptado sus disculpas.que yo sepa, porque fue una suerte de re-vividor perfecto.
Te contaba que estaba tirado en un chaise longue de la piscina, radiante con mi cuerpito de 20 años con tanto aceite mineral con yodo untado, cuando vino el carpeta a anunciarme que había llegado de Caibarién, mi pueblo natal, un “cable”, eso dijo en lugar de telegrama, de mi madre donde clamaba por el retorno urgente a casa, “pues te ha citado la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) para que salgas inmediatamente del país”. Así más o menos transcribía literalmente el “cable” con el que ofrecerían cuatro añojos en privación de libertad, si no acataba tal invitación.
Llamé a unos vecinos que colindaban con casa, no teníamos teléfono entonces, para informarles que mis vacaciones se ejecutarían sin interrupción en el lapso establecido y que no habría regreso hasta que acabara yo de disfrutarlas.
Que –por favor—dijera a mi progenitora que a su vez le trasmitiera a Mandarria ,el jefe de la policía de Caibarién, al cabo -y al capitán- corrupto como el que más y al Primer teniente Tápanes, quienes formaban parte de los alambrados telegrafistas-castristas, que yo me voy a ir de Cuba cuando me salga de mi soberana pinga. Y que se vayan ellos.
Eso fue todo. Los vecinos colapsaron. Cortaron la línea con una tijera de palo y no se musitó palabra intercambiada a mi progenie. No volvieron ni a mirarme de frente.
Cuando regresé días más tarde, mi madre, que colaboraba encantada con lo que se llamaba el puto sector del “Trabajador Social” (apéndice oprobioso de la PNR), me tenía sobre la cama en un papelito la dirección en West Palm Beach de su hermano Cheo (José Reinoso) para que me reuniera con él, si quería, allá en esa gusanería de porras.
Ella, fundadora de cuanta organización fue inventada por el maligno en jefe (CDR, FMC, Sindicatos Desfondados, Brigadas Chivatonas, Madres Combatientes -y Ejemplares- por la Educación de sus Hijos, Academia de Corte y Costura Ana Betancourt, etcétera, etc., cosió bolsas de polietileno como una demente en la vieja Singer de casa, para cumplir cabalmente con el famoso reclamo abyecto del cordón cafetalero en La Habana, otro delirium tremens del castrato enfermo de protagonismo.
Recogió ropas, cuando el Flora, para damnificados; había entonces en mi casa una tintorería propiedad de mi abuelo asturiano, atestada de prendas que los exiliados dejaron atrás en su estampida postrevolú; y de paso, como al descuido, mi madre me entregó rampante a la policía enferma de odios dispares, para ser expedientado como lacra social, en 1974 tan pronto como tuvo evidencias de mis expeditos desvíos varios: El ideológico, o sexual, y hasta otro por descubrirse luego, inserto en lo más recóndito de la espina dorsal.
En 1975, me mandaron a la consulta de un psicólogo de Santa Clara con el afán de enderezarme. Mi hermano me habría visto reunido con discreta ensarta de maricones y bugarrones de Caibarién, por lo que era hora de frenar al desviado atroz.
Tras mi salida del ONDI, ese galimatías para nombrar un hospital infantil, un oficial me esperaba para interrogarme sobre qué me habría dicho en privado el tal psicólogo. Parece que lo seguían desde mucho antes. Se trataba de un profesional respetable, hombre casado y hasta con hijos, del que se presumía cierta afectación oculta, con la cual aupaba a embriones gais a salirse por fin del cascarón. No se sabe si sobándolos con la mano o amansándolos con la palabra dulce y comprensiva que la otra otredad les negaba.
No voy contarte cómo se repitió esa psicosis policíaca de metedeo pa’ sacar fideo a lo largo de casi diez años de seguimiento causal, en cada consulta posterior habida y en contra de “la fauna médica que -según ellos- constituían hato de idiotas empedernidos que no obedecían los recios estamentos de el Código para el Normal Desarrollo de la Infancia y la Juventud (obra malsana del Comité Central del Partido por el eje o, a lo sumo, de pájaros mal disimulados bajo discutible educación, por elitistas, diletantes y academicistas.
En fin: el éxito educativo de un programa pro-soviético como La Tunda del Domingo, en el que Mario Rodríguez Alemán (Premio al crítico insuperable por Sovexportfilm, en 1977) promovía obras al estilo de La Madre del Traidor.
Tener un expediente abierto en la prevaricadora unidad de la policía fue razón suficiente para citaciones y amenazas ulteriores de sumarnos a colaborar también con el sistema, hasta desembocar, tras tanta negativa y actitud desenfrenada, en la botadura escandalosa de toda la calaña anti socialista por el puerto del Mariel.
Pero nunca te has ido de Cuba...
Nunca me he ido de Cuba, ni de Caibarién. He vivido y rabiado aquí toda la vida. Los que organizaron y apoyaron aquella tragedia descomunal, ¿viven? ¿gozan? ¿sufren? en gran parte hoy, en estad(i)os revueltos y brutales. Muchos son hasta augures trumpistas.
¿Me imaginas con la edad adecuada -entre 1965 y 1968- para ingresar en las divertidas escuelas reformadoras y al campo que fueron las UMAP?
Has tocado muchos palos: economista, inglés y francés, promotor cultural, peluquero, artista, provocador nato... ¿Quién eres tú?
Resumiendo: ¡Soy nadie! Un ser minúsculo, acaso ya casi sin culo.
Pero tú sabes que soy Promotor de literatura independiente y libre tras mi paso por el Instituto Cubano del Libro. Economista de nivel medio-superior graduado en 1977, egresado en 1978 y 1983, respectivamente, de lenguas inglesa y francesa, de aquellas escuelas nocturnas creadas para obreros y campesinos.
Fui estigmatizado en mi expediente de cuadro como "homosexual" y relegado a los más bajos puestos laborales durante más de 20 años No obstante, trabajé más de 40 años vinculado a instituciones del estado totalitario.
Fui expedientado por la policía, en 1977, como desviado e intentado expulsar por el puerto del Mariel en 1980 con rumbo a Estados Unidos, como parte de "la escoria", engendro del dictador Fidel Castro. Renegué irme entonces de Cuba con todas sus consecuencias, actas de advertencias incluidas.
Fui y soy actor, peluquero y traductor empírico. Miembro del proyecto cultural y de las artes escénicas “El Mejunje, en Santa Clara, desde 1994, sito donde creció mi personaje disensor La Rusa Roxana Rojo, sustento narratológico para mi libro Vidas de Roxy o el aplatanamiento de una rusa en Cuba.
He sido regulado por la policía política y amenazado con encarcelamiento en varias ocasiones. Hoy vivo recluido en un apartamento del realismo socialista, el cual es agredido periódicamente por chivatos y colaboradores del régimen, en Caibarién y, desde hace varios años, permanezco cuidando a mis ancianos, enfermos y seniles padres, víctimas por igual del odio reinante en la isla entera.
Pese a ello, he desarrollado una labor literaria y periodística, reconocida por los principales medios de comunicación independientes, con los que he colaborado y colaboro asidua y disciplinadamente porque González Reinoso es un estajanovista que aprovecha el amanezco para devorar noticias y cuentos, y ya luego me sumerjo en la rutina diaria de alimentar y asear a mi mamá y mi papá, pero saco tiempo para ir a ver qué compro, escribir una o dos notas para ADN y tenerte que responder este cuestionario en el que te has empeñado.
Eres un narrador cotidiano de Cuba a la manera de Tolstoi, contando lo que pasa en tu pueblo. ¿Cómo emprendiste ese camino?
Esa comparancia tuya, con el carambanado maese de la isba, es ridícula. Que yo denuncie todo –o casi todo, porque hay cosas que no denunciaré jamás, ni muerto, por ejemplo al vendedor furtivo- lo que transcurra mal o peor acontezca a mi vera, no quiere decir que pueda comparárseme con nadie más que conmigo mismo, un ser lenguaraz y triperino, que no deja títere con cabeza cuando se lanza a fondo, pues sufre del cabrón síndrome jacobino.
Relatar el entorno entonces, mirar con ojo crítico una realidad apabullante que ha carecido enfermizamente de esa mirada, es mi sino, mi religión, hasta donde sé.
Porque (mal) vivir en Cuba y callarse todo lo que pueda zaherir a las molestas magistraturas, es la obra magnífica y más grande del castrismo. Haber formado el masivo ejército insular de autocensurados. Porque quieren, han querido y querrán -mientras les dure el fuel-, seguir medrando a sus anchas, aterrorizar al mortal menos común devenido -en el cuartón apestoso- moscón sanjuanero, y bregar hasta el fin de los tiempos en una isla convertida en sus cotos personalísimos de caza. El oprobio en estado supra.
A mí no me da la reverenda gana de tragarme la mierda licuada que –envuelta en mieles (excepto las del poder) de purga— nos dieron a beber.
Desde que desperté a esa sensación extraña, enuncio lo que me sea cuestionable a tan breve paso por este suelo y bajo ese cielo. Lo que me haya sido dado palpar.
Después de cuatro matrimonios, la represión cubana te acusa de homosexual. ¿De qué acusas tú a tus represores?
Hace 6 años conté esto, creo que los lectores de CiberCuba debían leerlo. Gracias.
Mis represores han ido cambiando de estratagemas en la ¿justa? medida que el régimen se ha erigido en más represivo pero con sofisticación, siendo un poquito menos torpe en algunos tratamientos individuales.
A mí nunca me entraron a palos. Porque no les di motivos. No porque ganas les faltaran… Bastaba mirarles de cerca, observarlos evolucionar y recomerse los hígados de impotencia. Ya no me citan a ninguna oficina del serio entramado diabólico-militar, como le digo, desde que me quitaron la última salida del país en 2018, usando su oprobioso apéndice aduanal. Soy uno de los famosos “regulados” por la seguridad del estado ¿del derecho, le llaman?
Me cierran puertas por escribir en algunos medios independientes, por tener voz y saber chillar. Ignorando que estoy paralelamente inscrito en el Registro de Autores y Creadores de Villa Clara, como escritor, aunque ni lo sea o apenas tenga obra publicada, pero tributando anualmente a esa fiera hambrienta por cada presentación o actuación con el impuesto correspondiente, con la mandrágora conciliadora anclada a la punta del báculo.
Para nada sirven pues, las disciplinas. Te trancan, y no sales. Te cagas en tu madre. Ellos son, sencillamente, inapelables.
Una chivata nata -como su madre colaboracionista y un padre replegado-, Norgia Cedeño, media prima de una prima hermana mía y casada con exnovio de mi hermana, dueña aquí de un hostal en Caibarién nombrado La Estrella, supo de un viaje que nunca hice a Panamá, por mi boca.
Ella y el marido, expertos traficantes de todo lo vendible amén de extorsionar turistas sobre temas sensibles con un bisté de res o langosta en oferta solapada, viajaban frecuentemente allí, y como oportunistas también fueron estableciendo contactos comerciales con un representante no oficial del régimen cubano en el istmo, de origen español -como yo, que tengo triple nacionalidad y sigo suelto y sin vacunar por una ley absurda que coarta pertenencias-, quien tiene oficina y casa de envíos en el puerto de Colón, donde se puede adquirir la pacotilla que a todos los cubanos escasea.
Para poder conocer de esos entramados bastante confiables para la cara paquetería que pretendía enviar, fui hasta su casa a corroborar coordenadas y datos previos. A una pregunta suya sobre razón de mi viaje, le respondí que aprovechaba haber ganado por oposición una beca del Instituto Iberoamericano de Periodismo para unos 15 días en un taller sobre Género y Diversidad y llegarme a la Zona Franca a hacer el famoso viaje del año. Porque no tenía motivos para esconder un evento al que acudirían, entre otros, periodistas oficiales. Pero no lo interpretó así.
Fue el detonante suficiente para que ella efectuara, imagino que otra llamada anota-tantos, a “los agentes que me atienden” por orden de el cuero: El camarada Camilo (¿Cienfuegos o noventa y nueve?) y el comisario Aris, (como Aristóteles, pero sin su altura) tan pronto puse una pata fuera de su casa. Los tres sujetos mantienen una amistad sin fronteras limítrofes, se ha visto.
Volaría yo al día siguiente, junto a la poeta y editora Ileana Álvarez, también ganadora, pero de regreso a Caibarién y Ciego de Ávila, respectivamente, tras habernos roto el ticket la oficialidad muda, al momento del abordaje aéreo en el José Martí.
No volví a saber de ellos, hasta 2019, cuando fui citado verbalmente previo viaje a España, lo cual me obligó a recurrir a la Fiscalía Militar para establecer denuncia por acoso y ensañamiento del burdo operar en Caibarién, con lo cual me dejaron tranquilo toda esta temporada, en que he estado seriamente recluido en casa por razones enteramente familiares.
Pero esa calma chicha no quiere decir que no reincidirán. Tan pronto abran la pos-pandémica temporada ciclónica 2020 y me inviten a algún lugarcillo del globo, allí estarán de cuerpo presente los acuciosos vigilantes de lo ajeno, moderadores supermachos de la adusta libertad de movimientos pueblerinos, tratando de hacerme creer que ellos sí son los titis del filme, buenos cantidá.
Para contestar a tu pregunta: Me importa un cojón (divino o terrenal) lo que sobre mi sexualidad o preferencias debatan esos agentillos retardados, en sus vacíos burós. Creo que la contraintelligentsia cubizhe anda a años luz de volverse racional. Habrá que resucitar a la NKVD, y desempolvar sus manuales.
En el cabaret El Mejunje, de Santa Clara, dejaste de ser Pedro, el de los libros, para ser Roxy/Rossana, una diva a medio camino entre Paquita la del barrio y Rita Pavone. ¿Cómo fue ese camino? ¿Qué le dio Pedro a Roxy y qué le dio Roxy a Pedro?
Roxana. ¡No Rossana, bestia. Quien vive a medio camino entre lecturas transversales eres tú! Yo me labré un espacio gracias a Ramón Silverio, Y ¡El Mejunje, re-bestia, no es un cabaré! Es un serio proyecto cultural que incluyó, desde su fundación en 1984 -y progresivamente hasta hoy- a todos los diferentes del universo cosmopolita de la ciudad y sus alrededores.
Siempre se les dio la bienvenida al Antro, como lo calificaron muchos, a cualquier persona, nadie pregunta jamás allí si el recién arribado es un ex preso político o delincuente. Una capital como esa que se tilda de avanzada se halla, paradójicamente, escindida en dos bandos contrincantes que no son precisamente parranderos: Los que van al Mejunje y los que no. Dice mucho del inmorible doble rostro criollo.
Los transformistas -que hicieron famoso el sitio por su tolerancia primero y respeto después, y es lo que sería precisamente yo dándome una clasificación- no cuestionaron con sus representaciones libertarias la esencia del sistema totalitario en que vivíamos.
Por esa excepción se sobrevivió toda la década sin grandes líos ideológicos. Hasta que terminado falsamente el llamado Período Especial (yo había arribado allí en 1994) me quedé solo con Ramón sin intermediar decreto, como una especie de diva autorizada; imagino que por mis aptitudes y además ser un trabajador del Instituto del Libro para seguir ahí, dando guerra sin tropiezos. No obstante, me sentía vigilado por el oficial del DSE a cargo del sitio.
Al resto lo tiraron por la borda, hasta que cuasi muerto el origen del mal, tras su caída olímpica sobre la plaza santaclareña, en 2006, el Cenesex comenzó -oportunistamente- a propalar lo que ya nosotros teníamos por norma desde los noventas: La lucha por la inclusión definitiva.
Pero el cenit del jolgorio vino acontecer en 2009, con la gira nacional por toda Cuba, “premio” al conjunto de las artes escénicas que representábamos, por decisión soberbia y soberana del pelú ex ministro de Cultura que quiso fomentar como si fuera posible unos sabrosos -e impensables- Mac Mejunjes para competirle deslealmente a Uncle Donald, cual si el proyecto pudiera clonarse, sin desastrosas consecuencias.
Los fallecidos Lucía Labastida y William Fabián, líder del Grupo Escoria, junto al bolerista José Vizcaino, Los inefables Fakires, el trovador Rolando Berrío, y esa burlesque-presentadora que encarnaba yo: Roxana Petrovna Krashnoi y Vladivostova, es decir: Roxy Rojo, fuimos a cuanto teatro nos abrió las puertas desde oriente hasta occidente, durante varios meses. La debacle itinerante, parecíamos.
Unos cirqueros facinerosos y espeluznantes destilando alcohol con rancios maquillaje. En algunos sitios ni aparecieron los responsables de recibirnos, o abrirnos las puertas a tiempo los fugaces guardianes de las llaves…en otros, así todos, se desbordó la sala, y lloró la gente, pero de alegría.
¿Por qué una mujer debe entrar en tu peluquería; también arreglas a hombres?
Claro. De hecho soy más barbero que peluquero. Mis amigos y familiares cercanos fueron mis primeras víctimas capilares. Dispuestos solidariamente para la decapitación.
¡Ah! Y no creo que una mujer deba entrar a mi peluquería. No constituye suerte de obligatoriedad. Es asunto de elección. A lo que no estamos acostumbrados en un país de estériles rutinas, donde priman y sintetizan multitud de ruidos (con rugidos) familiares, sobre todo cuando el patriarca jefe de núcleo, calco asistémico de la banalidad del mal ve entrar por la puerta a su súbdita súbitamente desmochada.
Hay una arista del gran ser humano que eres, apenas conocida, tu amor de hijo. ¿Quiénes son tus padres?
No soy un gran ser humano. Soy uno más, y punto. Estoy pagando cada centavo de vuelta que se gastaron mis padres conmigo, cada esfuerzo extra u ordinario en educarme que malgastaron sin conmiseración. No te equivoques en tu percepción (que no es solo tuya, es general y hasta presidente casi): Lo estoy haciendo mayormente por mí, soy muy egoísta.
Estoy devolviendo –ya sin rencor ni análisis- tantos años de enojo filial, de la frustración por ser el hijo díscolo, incomprensible ante mis posturas (léanse: huevadas, papayadas o como gústenos) subversivas contra todo puntal preestablecido, mi irremediable alergia crónica al mandato y prurito del poder. “Si hay un culpable” -(y ese no seré yo), como bien dijo en un arranque de falsa modestia a la Jornada en 2007 aquel el bodrio-comandante-arrogante-, “es él” sobre la represión a los homosexuales en Cuba. El tardo destrozador absoluto de la nación cubana.
El abogado (del diablo) que separó, desmenuzó y trituró concienzudamente hasta hacerla añicos, a la pobre familia cubana, utópica base del estado marxista que diría defender sin convicción ni complicidad martiana. Hemos sido las víctimas y los victimarios irredimibles durante seis décadas de perseverante intolerancia, de grosero desprecio por el otro y habitantes de un floreciente campo de cizañas, más que del carbonero marabú
Mi padre estudió Agronomía. Pero fue planchador de mi abuelo, a quien pagara un diezmo por más de dos décadas. La intervención operada tras la Ofensiva Involucionaria, lo catapultó, junto con mi tío Paco -que sí fue estudiante inteligente y gran majasón con lycra- a un curso de nivelación universitario en 1970, pues ambos eran bachilleres del antiguo colegio de los Hermanos Maristas. Pasaron ambos las de caín en la desarbolada universidad Martha Abreu, durante todo el quinquenio ne(gris)ísimo, y terminaron graduándose en 1975. Yo estudiaba, enfrente, la secundaria básica, en la Escuela Militar Camilo Cienfuegos, donde por consejo familiar me internaron con 11 años para intentar enderezarme. Fruto del amor baldío.
Mi tío consiguió con su diploma en Cuba de todo -casa, carro, teléfono, viajes al extranjero, trabajar en el poderoso MINAZ de entonces- antes de irse definitivamente a los Estados Unidos, donde reside -a la ciudad maldita que lo acogió en su macabro Plan 8 de atención al Health Care, y a veces todavía plancha por la izquierda ropa de marca en una tintorería- con 89 años. Y manda el dinero a su hijo en Cuba. O a mi padre, de cuando en vez, como para no olvidar pertenencias u obligaciones morales.
Mi progenitor se graduó igual -de mal- y fue a la agricultura no cañera, con un jeep reestreno de la Segunda Guerra Mundial a cuestas, como jefe de riego y drenaje en un empresita insípida, porque nunca tuvo talento más que para obedecer órdenes. Un pendejo en toda la extensión de la palabra. Y encima, tan homófobo como mi madre, pero menos disimulado, por bruto.
Mi madre no tuvo instrucción más allá del Noveno grado, pero fue una sostenedora del hogar mientras aquel macho cabrío daba volteretas partidistas y le pegaba mil tarros.
Si hubiese sido la cosa al revés, mi madre habría terminado sus días ajusticiada por el poder supremo. Y expulsada de las organizaciones que, con tanta inopia, ayudó a fomentar.
Mira niño, yo pasé mi vida entera junto al mar. O metido dentro de él. Fue mi refugio no terrenal. Porque volar no podía. No todavía. Mi piel fue muestra de una salación constante, y además tipo de juego sabroso con la desnudez. Tenía el pelo blanco-tostado y la piel renegrida, como ciertas tribus de niches-rubios de las Islas Salomón.
Mi casa, en el malecón de Caibarién, tenía en el patio barcos anclados, propiedades de parientes y amistades que me los confiaban en custodia, siendo un chama todavía, para que se los achicara (que era no más sacarles el agua que se filtraba por los calafates con una bombita de mano, construida, artesanalmente, con un tubo de metal y un émbolo fabricado con recámara doble de neumáticos inservibles), les desplegara las velas, arrojara agua para hincharles los maderos desecados por el ingente calor, raspara las pinturas aconchadas, limpiara las botavaras y toda una rutina propia de conserje de escuela.
Había allí cachuchas y chalanas de motor, chapines de fondo plano, panaderas para palangres, y también botes pesqueros. Artes sumergibles, temporales o permanentes a bordo de todas ellas que yo solía desaguazar (quitando restos de aguamalas, caracoles, algas muertas y mucha morralla adherida) cuando terminaban “las mareas”.
Aquellos ingentes periplos en alta mar, “afuera” como le decían, en pos de la pesca y alguna caza furtiva, en los que a veces como gratitud me incluían sus dueños (siempre escondido -del tenebroso oficial guardafronteras que daba el visto bueno en capitanía, prohibido como estaba salir al “azul/abierto/democrático” a quién no poseyera carné de pesca del INDER o supusiera ser un potencial prófugo pro-yanqui- en el fondo y tapado con apestosas tarrayas), fueron mi dicha. Salir de debajo de ese peso liberador también representaba otra victoria.
Porque en esa burla del infranqueable poderoso, más la posibilidad de poder dormir a bordo comiendo lisas o cojinúas fritas acabadas de pescar, o en los cayuelos a los que solía llevarme de niño mi abuelo con su Johnson & Johnson fuera de borda, estribaba y cabía toda mi ingenua contentura.
Las noches que algunas veces pude pasar pescando bajo el agua, mirando el fabuloso plancton fosforescente del Trópico de Cáncer en noches sin luna, encendieron mi imaginación lo suficiente, hasta conseguir ver más allá del mero espectáculo silente.
Por eso, cuando acabó la magia natural a mi alrededor, por prohibiciones obvias, yo, tan piñeriano y sin saberlo entonces como el que más, jodido hasta el tuétano igual que todos los cubanos desarrapados hijos del régimen anti sistémico, tuve a mi vez que, en lugar de maldecir la circunstancia aquella componiendo algún poema de peso, reinventármela, y ya.
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